Promesas De Amor

La noche estaba envuelta en una calma casi irreal, como si el mundo mismo contuviera el aliento mientras Mike me miraba con esos ojos sinceros y llenos de esperanza. Allí, en el jardín, con el anillo brillante entre sus manos, su propuesta aún flotaba en el aire como una melodía que no terminaba de encajar en mi vida.

Tomé una bocanada de aire antes de hablar, sintiendo cómo mi corazón latía dolorosamente en mi pecho.

— Mike… yo… no puedo aceptar esto. —Mi voz tembló, pero mis palabras salieron claras.

La expresión en su rostro cambió, de esperanza a confusión, y luego a algo más sombrío. Guardó silencio por un momento antes de responder.

—Margareth , si no aceptas esto, ¿qué harás? —Su tono era suave, pero cargado de preocupación—. Tú sabes cómo es este pueblo, y sabes lo que te espera si no haces algo. ¿Qué será de ti? ¿Volverás al cabaret?

Sus palabras me golpearon como un balde de agua fría, pero no dejé que me hicieran tambalear. Negué con la cabeza, apretando los puños para no derrumbarme.

—Mike, no quiero casarme contigo porque me siento obligada, ni porque no vea otra salida. —Mi voz era firme ahora, aunque sentía que cada palabra era un paso al borde de un abismo—. Si lo hiciera, no estaría siendo honesta contigo ni conmigo misma.

Él me miró con una mezcla de dolor y comprensión.

—Entonces, ¿por qué ? —preguntó, su voz rota—. Dime la verdad.

Miré hacia el suelo, incapaz de sostener su mirada por más tiempo. Sabía que debía decirlo, que debía abrir mi corazón, aunque solo fuera una vez.

—Porque el hombre al que amo no eres tú. —Mis palabras salieron en un susurro, pero lo suficientemente claras para que él las escuchara.

Mike dio un paso atrás, sorprendido, pero no habló. Aproveché el silencio para seguir.

—El hombre al que amo ni siquiera sabe lo que siento por él. —Mi voz tembló mientras hablaba—. No se lo he dicho porque… porque no quiero cometer el mismo error que mi madre. Ella amó demasiado, y ese amor la destruyó.

Las lágrimas comenzaron a llenar mis ojos, pero me negué a dejarlas caer. No ahora.

—No quiero que mi vida termine como la de ella, Mike. Pero tampoco puedo casarme contigo solo para escapar de mi destino. Sería injusto contigo, y sería una traición para mí misma.

Por un momento, él no dijo nada. Luego, respiró hondo y se acercó, poniendo una mano en mi hombro con una gentileza que me tomó por sorpresa.

—Lo entiendo . —Su voz era baja, casi un susurro—. Y aunque esto me duele, respeto lo que sientes.

Lo miré, y en sus ojos vi algo que me tranquilizó: comprensión, no reproche.

—Siempre estaré para ti, pase lo que pase. Si alguna vez necesitas ayuda, sabes dónde encontrarme.

No pude evitar sonreír, aunque mi corazón estaba lleno de una mezcla de emociones.

—Gracias, Mike. —Fue lo único que pude decir.

Mientras él se alejaba, me quedé allí, bajo la luz de la luna, sintiéndome más ligera pero también más vulnerable que nunca. Había hablado con el corazón, y aunque el futuro seguía siendo incierto, sabía que había hecho lo correcto.

La mañana era clara, y el aire llevaba consigo un ligero aroma a flores que se mezclaba con el dulce aroma de las mermeladas que llevaba en mi cesta. Caminé hacia la iglesia, con la mente todavía revuelta después de mi conversación con Mike. Me detuve en el umbral, donde la madre superiora me recibió con su habitual sonrisa amable.

—Buenos días, niña —dijo, mientras tomaba los frascos de mermelada que le ofrecí—. Siempre eres tan generosa con tu tiempo y tus dones.

—Buenos días, madre —respondí con una pequeña inclinación de cabeza.

Ella observó mi rostro por un momento antes de hablar nuevamente, su voz cargada de una tranquila certeza.

—Si alguna vez sientes que este mundo no te ofrece lo que buscas, nuestras puertas están abiertas para ti, hija. Podrías encontrar la paz aquí, lejos de las preocupaciones.

Me quedé helada por un momento, sorprendida por su oferta. No era algo que hubiese considerado antes, pero mientras miraba las paredes tranquilas de la iglesia y escuchaba el suave murmullo de las monjas cantando, sentí una chispa de curiosidad.

—Gracias, madre. Lo pensaré.

Ella asintió con serenidad, y después de unos momentos de conversación, seguí mi camino.

Más adelante, mis pasos me llevaron al jardín donde sabía que Arthur solía pasar sus mañanas. Lo vi de pie, recostado contra la verja, con un cigarrillo en la mano y una expresión que parecía perdida en sus propios pensamientos. El humo se enroscaba en el aire, creando un contraste casi poético con los vibrantes geranios que crecían detrás de él.

Me acerqué lentamente, mis ojos posándose en las flores.

—Tus geranios están hermosos —le dije, deteniéndome a observarlos.

Arthur levantó la vista hacia mí, apagando el cigarrillo contra la verja antes de hablar.

—Están creciendo bien. Creo que tienen algo especial... como si supieran que son importantes.

Sonreí suavemente, arrodillándome para arreglar el pequeño lazo negro del conejito que me había seguido hasta el jardín. Era mi compañero más fiel últimamente, y verlo así, con su lazo de luto, me recordaba todo lo que había perdido.

Mientras acomodaba el lazo, le dejé a Arthur un pequeño frasco de mermelada sobre la verja.

—Te traje esto —dije, mirando cómo él seguía mis movimientos con esos ojos que a veces parecían descifrar más de lo que deberían.

—Gracias —respondió en un tono bajo, casi murmurando, mientras tomaba el frasco entre sus manos.

Lo observé de cerca, notando las ojeras bajo sus ojos y la tensión en su rostro.

—¿Estás bien? —le pregunté con suavidad.

Él levantó la vista hacia mí, sorprendido por la pregunta, como si no esperara que alguien se preocupara por su bienestar.

—No he dormido mucho últimamente —admitió finalmente, desviando la mirada hacia el jardín, como si las flores pudieran ofrecerle algún tipo de consuelo que yo no podía.

Quise decir algo más, algo que aliviara esa tristeza que parecía rodearlo como una sombra, pero las palabras no salieron. En cambio, acaricié suavemente el pelaje del conejo y dejé que el silencio hablara por ambos.

—Tus geranios... son realmente hermosos. Parece que les has dedicado mucho cuidado.

—Es porque son para alguien muy especial —dijo, con una seriedad que me desconcertó.

Mis labios se curvaron en una sonrisa, aunque había algo en su tono que me hizo sentir un peso inexplicable en el pecho.

—Entonces, esa persona es muy afortunada —respondí, intentando no darle demasiadas vueltas a sus palabras.

Arthur no respondió, pero sus ojos se quedaron fijos en mí, como si quisiera decir algo que no se atrevía. Finalmente, rompí el contacto visual, levantándome con el conejo en brazos.

—Espero que descanses, Arthur. No es bueno que te desveles tanto.

Me despedí con una pequeña inclinación de cabeza y continué mi camino, dejando atrás el jardín y sus flores. Pero mientras me alejaba, no pude evitar sentir que había algo en su mirada que me seguía, algo que quizás nunca llegaría a entender del todo.