Alana se siente atrapada en una relación sin pasión con Javier. Todo cambia cuando conoce a Darían , el carismático hermano de su novio, cuya mirada intensa despierta en ella un amor inesperado. A medida que Alana se adentra en el torbellino de sus sentimientos, deberá enfrentarse a la lealtad, la traición y el dilema de seguir su corazón o proteger a aquellos que ama.
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De nuevo en casa
El sol de la mañana se colaba por las cortinas de mi habitación, tiñendo la estancia con un cálido resplandor dorado. Me estiré bajo las mantas y sentí el alivio de estar en mi propia cama, en casa. Después de tres días de campamento, el silencio de mi habitación se sentía como un bálsamo. Todo había sido una mezcla de diversión y estudio, pero la constante actividad me había dejado exhausta.
Me giré hacia la ventana, dejando que la luz me envolviera por completo. Era fin de semana, y eso significaba una cosa: tiempo para mí, sin clases, sin obligaciones inmediatas.
Me levanté de la cama y me dirigí al baño para lavarme la cara. Al mirarme al espejo, noté el leve rastro de cansancio en mis ojos, pero también una sensación de calma. Hoy sería un día sencillo. Mientras me cepillaba el cabello, pensé en lo bien que se sentía no tener que correr a ningún lado. Una vez lista, bajé las escaleras con el suave aroma a café recién hecho guiando mis pasos hacia la cocina.
Mi madre ya estaba despierta, como era su costumbre. Sentada a la mesa con una taza entre las manos, me sonrió cuando entré.
—Buenos días, cariño. ¿Dormiste bien?
—Sí, bastante bien —respondí, sirviéndome una taza de café también—. El campamento fue divertido, pero agotador. Hoy quiero quedarme en casa, hacer algunas tareas y limpiar un poco.
Mi madre asintió, comprendiendo perfectamente. Ella siempre había sido una figura de apoyo constante en mi vida, una enfermera trabajadora con una sabiduría tranquila y reconfortante. Sabía que no necesitaba decir mucho, sus ojos y gestos siempre hablaban más que cualquier palabra.
Nos sentamos juntas a desayunar, disfrutando del silencio compartido. No había necesidad de llenar el espacio con conversaciones innecesarias. Mientras ella hojeaba algunas páginas de una revista y yo disfrutaba de mi café, me relajé completamente. Este era mi santuario, mi espacio seguro.
Después del desayuno, me dirigí a mi habitación con la idea de adelantar algo de trabajo escolar. Sabía que la próxima semana estaría llena de exámenes y proyectos, y ya casi se acercaba mi graduación, así que prefería estar preparada. Abrí mi mochila y saqué mis cuadernos, extendiéndolos sobre el escritorio. El sonido de las páginas al pasar y el suave ronroneo de mi gata, que dormía plácidamente sobre la cama, creaban una atmósfera perfecta para concentrarme.
Comencé repasando algunas notas de matemáticas. Los números y ecuaciones se deslizaban frente a mis ojos mientras resolvía ejercicios. Me concentré tanto que el tiempo pareció desvanecerse. Una hora después, terminé los ejercicios, satisfecha con el avance. La tranquilidad de no tener que preocuparme por las tareas más tarde me daba una sensación de control.
Decidí tomarme un descanso y salir a la sala. Allí, mi madre seguía en su sillón, ahora leyendo un libro. La saludé con una sonrisa antes de dirigirme a la cocina para comenzar con la limpieza. El fregadero estaba lleno de platos y tazas acumulados, así que me puse manos a la obra. No era una tarea especialmente emocionante, pero había algo terapéutico en fregar platos, en el ritmo repetitivo del agua caliente y el jabón espumoso.
Mientras lavaba, recordé lo relajante que podía ser estar sola en casa. A veces, la paz y el silencio eran todo lo que necesitaba para recargar energías. Terminé con los platos, limpié las superficies de la cocina y barrí el suelo. Satisfecha con el resultado, decidí darme una ducha rápida antes de continuar con mis planes.
El agua caliente me ayudó a despejar la mente. Al salir del baño, me puse ropa cómoda y volví a la cocina. Mi siguiente tarea era preparar algo de cenar. Como mi madre trabajaba de noche y yo no tenía planes de salir, decidí hacer una cena sencilla, pero reconfortante. Abrí la nevera y revisé los ingredientes que teníamos. Pasta, espinacas, queso. Perfecto. Me decidí por una pasta al horno con espinacas y salsa de queso.
Me concentré en cortar las verduras y preparar la salsa, disfrutando del proceso sin prisas. Cuando la pasta estuvo lista y la metí al horno, el delicioso aroma comenzó a llenar la casa. Sonreí satisfecha mientras limpiaba la encimera. El día había transcurrido con una calma que apreciaba profundamente.
Justo cuando la pasta estaba casi lista, recibí un mensaje en mi teléfono. Era de Javier. Me preguntaba si podía pasar. Le respondí que sí, contenta de que viniera. No lo había visto desde que habíamos regresado del campamento, y aunque fue ayer, siempre me agradaba pasar tiempo con él de manera tranquila.
Mi madre también estaba contenta de que Javier viniera. Siempre había sido muy cálida con él, y creo que le agradaba vernos juntos. A las ocho en punto, el timbre sonó. Fui a abrir la puerta y allí estaba él, con su sonrisa habitual y una botella de sidra sin alcohol en la mano.
—¡Hola! Pensé que esto podría ir bien. —dijo, dándome un beso en la mejilla.
—Gracias, seguro que a mamá le va a encantar —respondí, sonriendo.
Cenamos los tres juntos, conversando de manera relajada. Javier le contó a mi madre algunas anécdotas del campamento, las partes más divertidas. Me encantaba lo cómodo que era el ambiente cuando él estaba con nosotras. Mi madre le hacía preguntas y él respondía con esa amabilidad tranquila que siempre lo había caracterizado. Se veía relajado, disfrutando del momento tanto como yo.
Después de la cena, ayudé a mi madre a recoger la mesa mientras Javier esperaba en la sala. Mi madre me miró de reojo, sonriendo.
—Me gusta ese chico, es muy atento —comentó en voz baja.
Le devolví la sonrisa. Sabía que ella tenía razón. Javier siempre había sido alguien en quien podía confiar. A veces, el mundo parecía complicarse demasiado, pero él era mi ancla en la realidad, alguien que me mantenía centrada.
Una vez que la cocina estuvo limpia, me uní a Javier en la sala. Nos sentamos juntos en el sofá, charlando sobre cosas cotidianas. Después de un rato, miró la hora y dijo que era momento de irse.
—Gracias por la cena, estuvo deliciosa como siempre —dijo mientras se ponía de pie y se estiraba.
—Me alegra que te haya gustado —respondí, acompañándolo hasta la puerta.
Al abrir la puerta, vi un coche detenerse frente a la casa. Era su hermano, quien había venido a recogerlo. Me sorprendió no haberlo visto antes. Sin embargo, lo que más me desconcertó fue que ni siquiera me miró. No hizo ningún gesto, no intercambiamos palabras, nada. Era como si yo no existiera.
—Nos vemos mañana —dijo Javier, dándome un beso en la mejilla antes de subir al coche.
Lo observé alejarse por la calle, sintiendo una extraña sensación de vacío. El día había sido tranquilo, pero esa pequeña interacción me dejó una incómoda sensación en el pecho. Sacudí la cabeza, intentando no darle demasiada importancia. Entré de nuevo en la casa y cerré la puerta con suavidad.
El resto de la noche fue igual de tranquila. Mi madre se preparó para irse al trabajo, y yo me quedé en casa, terminando algunas tareas pendientes antes de irme a la cama. Me senté en mi escritorio, repasando algunos apuntes, pero mi mente seguía volviendo a la despedida en la puerta. ¿Por qué me había molestado tanto que él no me mirara? Intenté sacudir esos pensamientos, enfocándome en mi trabajo.
Cuando terminé, me dirigí al baño para lavarme la cara y luego me acosté. La casa estaba en completo silencio ahora que mi madre se había ido, y mi gata, siempre buscando compañía, se acomodó a mi lado en la cama.
Ya estaba acurrucada bajo las mantas, intentando dejar que el cansancio del día me venciera, cuando un sonido rompió la quietud. El timbre. Me incorporé en la cama, sintiendo cómo mi corazón se aceleraba ligeramente. ¿Quién podría ser a esta hora? Mi madre ya había salido para su turno de noche, y no esperaba a nadie más.
Me levanté lentamente,baje las escalera, y luego iba arrastrando los pies por el pasillo hasta la puerta principal. A medida que me acercaba, una extraña sensación de inquietud comenzó a instalarse en mi pecho. No era común que alguien llamara a esta hora, y mucho menos cuando la casa estaba en silencio absoluto.
Cuando finalmente llegué a la puerta, entrecerré los ojos y miré por la mirilla. Para mi sorpresa, vi a mi amiga, de pie en el porche, con una mochila colgada del hombro. Lo que realmente me alarmó fue su rostro: estaba llorando, con las mejillas empapadas y el cabello un poco desordenado.
Abrí la puerta rápidamente, casi sin pensar.
—¿Qué pasó? —pregunté, preocupada, mientras la veía limpiarse las lágrimas con la manga de su chaqueta.
—¿Puedo quedarme aquí esta noche? —su voz salió entrecortada, ahogada por el llanto.
—Claro, pasa —respondí sin dudarlo, abriéndome a un lado para dejarla entrar. Cerré la puerta detrás de ella, y mientras lo hacía, mi mente no dejaba de preguntarse qué podía haberle sucedido. Era raro verla tan afectada.
Ella se quitó la mochila y la dejó caer en el suelo, dejándose caer en el sofá de la sala. Me senté a su lado, esperando a que hablara, pero durante un par de minutos, solo se quedó allí, en silencio, como si intentara recomponerse antes de decir algo.
—Peleé con mi madre... —dijo finalmente, su voz apenas un susurro—. No podía quedarme en casa esta noche. Estaba demasiado mal... necesitaba irme.
La miré con simpatía, sin presionarla para que me contara más detalles. Sabía que, cuando se sintiera lista, lo haría. A veces, lo único que uno necesita es saber que hay alguien allí dispuesto a escuchar.
—Lo siento mucho —dije, colocando una mano sobre su brazo en señal de apoyo—. ¿Qué fue lo que pasó?
Ella suspiró, secándose las lágrimas que seguían brotando de sus ojos.
—No es nada nuevo, en realidad... —empezó a decir, mientras sus palabras salían con dificultad—. Mi madre y yo... no hemos estado en buenos términos últimamente. Peleamos mucho por cosas pequeñas, pero esta vez fue peor. Me dijo que si no estaba feliz viviendo con ella, debería irme a vivir con mi padre. Me dolió tanto que no pude quedarme.
Pude sentir el dolor en su voz. Era duro escuchar algo así de tu propia madre. Aun así, intenté mantener la calma para apoyarla de la mejor manera posible.
—Lo siento, de verdad. Quédate aquí el tiempo que necesites, le avisaré a mi madre. Puedes hablar conmigo si quieres, pero si prefieres descansar, también está bien.
Ella asintió, con los ojos aún llenos de tristeza, y agradeció mi ofrecimiento con una pequeña sonrisa débil.
Nos quedamos en silencio unos minutos, y me di cuenta de que mi amiga seguía tensa, como si no supiera bien qué hacer o cómo procesar la situación. Sabía que una buena noche de descanso le ayudaría a ver las cosas con mayor claridad al día siguiente.
—Vamos a mi cuarto —sugerí, levantándome del sofá—. Te daré una pijama y para que podamos dormir tranquilas. Ya mañana veremos qué hacemos.
Ella asintió de nuevo, levantándose lentamente y siguiéndome por las escaleras hasta mi habitación. Una vez allí, busqué una de mis camisetas grandes y unos pantalones de pijama, y se los pasé. Mientras se cambiaba, me di cuenta de lo importante que era estar allí para ella en ese momento. A veces, lo que más necesitamos en los momentos difíciles no son soluciones, sino compañía.
Una vez que ambas estábamos listas para dormir, nos acomodamos en mi cama, quedándonos en silencio. La casa estaba en completa oscuridad, salvo por la luz de la luna que se colaba a través de las cortinas. Podía sentir que mi amiga estaba más calmada, aunque todavía notaba la tensión en su respiración. Después de unos minutos, rompió el silencio con una voz suave.
—Gracias por dejarme quedarme aquí... No sabía a dónde más ir —dijo, con un tono mucho más tranquilo que antes.
—Siempre puedes contar conmigo —respondí sin dudar—. Para eso estamos las amigas, ¿no? Mañana lo verás todo más claro, y podemos hablar con calma. A lo mejor, cuando las cosas se enfríen, tú y tu madre podrán hablar y arreglarlo.
Ella asintió en la oscuridad, y aunque no la veía, sentí que se había relajado un poco más. El simple hecho de estar allí, de no sentirse sola, era suficiente para calmar un poco sus emociones.
—Espero que sí... —murmuró antes de dejar escapar un largo suspiro—. No quiero seguir peleando con ella, pero parece que no logramos ponernos de acuerdo en nada.
Sentí su frustración y, aunque no tenía todas las respuestas, sabía que el tiempo y la distancia a veces ayudaban a que las cosas se vieran desde una nueva perspectiva.
—Dale un poco de tiempo —dije—. Y mientras tanto, aquí estás. Vamos a intentar descansar, ¿vale?
Finalmente, el silencio regresó. Después de todo lo que había pasado, era bueno saber que mi amiga estaba aquí, lejos de esa situación tan dolorosa. Cerré los ojos, permitiendo que la tranquilidad de la noche me envolviera. Estaba segura de que, con el tiempo, todo se resolvería de la mejor manera. Lo importante era que no estaba sola. Ambas nos teníamos la una a la otra, y eso, en este momento, era más que suficiente.
Poco a poco, sentí cómo el sueño nos iba venciendo a las dos, y el silencio de la casa se hizo más profundo. Sabía que mañana sería otro día.