Cuando Seraphine se muda buscando paz, jamás imagina que su nuevo vecino es Gabriel Méndez, el arquitecto que le rompió el corazón hace tres años… y que nunca le explicó por qué.
Ahora él vive con un niño de seis años que lo llama “papá”.
Un niño dulce, risueño… e imposible de ignorar.
A veces, el amor necesita romperse para volver a construirse más fuerte.
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Seis años atrás
...CAPÍTULO 11...
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...SERAPHINE DÍAZ ...
Hace seis años…
Las bodas son bonitas… cuando no estás emocionalmente destruida y con el rimel en guerra contra tus lágrimas. Lástima que yo estaba en las dos categorías equivocadas.
Era la boda de Marisol, mi amiga desde la U. Yo estaba en cuarto semestre, ella ya se iba a casar y a mí el tipo con el que salía me había puesto los cuernos… y encima la amante me llamó a amenazarme justo antes del brindis.
Hermoso panorama.
Me fui a la terraza del salón de eventos para coger la llamada. Y ahí estaba yo, intentando mantener la voz firme
Tenía el celular pegado a la oreja, escuchando la voz chillona de la chica por la cual mi ex me había cambiado.
—Te lo digo por última vez —la voz de la chica al otro lado del teléfono sonaba como si mascullara vidrio—: no lo busques más. Él está conmigo. Supera que te dejaron.
Yo miré el cielo con ganas de pedir un rayo que cayera justo ahí, sobre mí o sobre ella, lo que fuera más rápido.
—Tranquila —respondí seca—. Felicidades por tu victoria. Yo no compito con basura.
—¿Qué dijiste? —escupió ella.
—Que no voy a buscarlo. Ni hoy, ni nunca. Quédate con esa…basura—corté antes de que me temblara la voz.
Bajé el teléfono con un suspiro largo y justo cuando di un paso hacia atrás, choqué con algo sólido. Bueno, con alguien.
—Demonios… —escuché una voz masculina detrás de mí.
—¡Ay! ¡Mierda! —exclamé, retrocediendo—. Lo siento muchísimo, yo—
—No, no —dijo una voz masculina, cálida, profunda—. Fue mi culpa.
Sentí el frío del vino resbalando por mi torso y mi cintura. Mire mi vestido antes de ver al dueño de la copa.
Levanté la vista y me encontré con un hombre, ojos color miel sorprendidos, copa semivacía en la mano, de unos veintidós, tal vez. Cabello castaño algo rebelde y mirada que intentaban analizar si yo iba a llorar o gritar.
Yo tampoco sabía cuál de las dos era más probable.
Parecía más avergonzado que yo.
Y yo… yo quería que la tierra me tragara.
—Dios… lo siento, lo siento tanto —balbuceé mirando mi vestido manchado—. No estaba viendo por dónde caminaba.
Él parpadeó un segundo y luego negó con la cabeza.
—Tranquila. La culpa fue mía —sonrió un poco, un gesto cálido, casi tímido—Tenía la copa demasiado llena —levantó el vaso, casi vacío ahora—arruine tu vestido.
No sé por qué, pero esa forma tan simple de decirlo me alivió. Al menos no estaba tratando de salvar apariencias.
—Tranquilo… no pasa nada —mentí, mirando la mancha—. Igual el vestido no era mío.
Uff. Por qué dije eso.
Él soltó una risa suave, como si le cayera bien mi sinceridad involuntaria.
—Bueno, ya me hiciste sentir un poco menos culpable —comentó.
Se quedó un segundo en silencio, observándome. Luego señaló hacia el salón con la cabeza.
—¿Quieres… que te acompañe a buscar algo para limpiarte? —preguntó—. O bueno… si no te molesta que te acompañe en general. Estoy como… solo en la fiesta.
Era una invitación rara, inesperada y una parte de mí quería decir que no, que no estaba de humor.
Pero la otra… la otra estaba cansada de sentirse herida.
—¿Solo? —pregunté.
—Sí—dijo pasándose una mano por el cabello, nervioso, algo que se veía increíblemente adorable—. La mayoría me tienen acorralado. Todos los conocidos de los recién casados, llevan media hora hablándome de mi tesis, preguntándome por el proyecto del ministerio…o del reconocimiento que me dieron la semana pasada. Cada tres pasos alguien me detiene para básicamente hacerme preguntas —hizo una mueca—. Y vine a ver a mi amigo casarse, no a dar una rueda de prensa.
Lo miré mejor y ahora que lo pensaba, su cara sí me sonaba de algún lado.
—O sea que… tú eres ese “Gabriel” del que todos hablan. Ah… así que eres toda una celebridad, ¿eh? —dije con una media sonrisa burlona, aún cuidando no sonar confianzuda. Él se acomodó la corbata, incómodo.
—Parece que sí.
—Pues honestamente —añadí— no tenía idea de quién eras.
Sus cejas se levantaron con diversión real.
—¿En serio? ¿Nada?
—Nada —confirmé.
Él soltó una risa, esta vez más limpia, más relajada.
—Es mejor así —respondió—. Me gusta cuando no tengo que explicar nada.
—Está bien —acepté finalmente—. Puedes acompañarme. Solo… no prometo ser muy entretenida hoy.
—Perfecto —dijo él—. Yo tampoco tengo mucho entretenimiento que ofrecer.
Caminamos juntos hacia una mesa lateral donde había servilletas y agua. Él me alcanzó unas servilletas sin decir nada, dándome espacio. Le agradecí y empecé a limpiar la mancha con suaves toques.
Él se quedó a mi lado, no invadiendo, no forzando la conversación.
Solo… ahí.
Hasta que habló, con esa voz profunda pero tranquila:
—No deberías dejar que te hablen así—Lo dijo sin mirarme directamente, como si no quisiera incomodarme.
Yo tragué saliva.
Cerré los ojos un segundo.
Así que sí… lo había escuchado.
—No es asunto tuyo —dije bajito, más por orgullo que por otra cosa.
—No —dijo tranquilo—. Pero… aun así, no deberías permitirlo.
Lo miré.
Estaba siendo sincero. Dolorosamente sincero.
—¿Qué? ¿Me viste cara de víctima? —intenté bromear.
—No —respondió sin dudar.
Su mirada bajó a mis manos, aún tensas.
—Te vi cara de alguien que merece mucho más.
Me quedé sin palabras.
Tragué saliva.
Ok…
¿Quién rayos era este hombre? ¿Estará ebrio? ¿Ese vino tendrá algo?
—Así que… ¿eres amigo de Rubén? —pregunté para aligerar.
—Sí. De hecho soy el padrino —dijo, señalando la mesa principal—Me imagino que tú eres amiga de la novia…
—Si. Soy Seraphine, puedes llamarme, Sera.
—Sera —repitió él como si saboreara el nombre—. Mucho gusto.
—Igualmente —respondí.
Terminé de limpiar lo que pude del vino. El vestido estaba oficialmente arruinado, pero al menos la mancha no se sentía tan pegajosa. Gabriel seguía ahí, apoyado ligeramente en una columna, como si no quisiera presionarme para hablar pero tampoco quisiera irse.
—Entonces… —rompí el silencio mientras estrujaba la servilleta— tú eres el famoso genio de la tesis del ministerio.
Él puso los ojos en blanco.
—Eso dicen. Pero en realidad solo presenté una propuesta buena en el momento adecuado.
—¿Y qué estudias? —pregunté, por pura curiosidad… y también porque quería que hablara de algo que no fuera yo.
—Doble titulación: arquitectura e ingeniería —respondió como si fuera lo más normal del mundo—. Sí, ya sé. Es una decisión estúpida si quieres dormir… pero demasiado entretenida como para arrepentirse.
Lo dijo con una sonrisa corta, sincera.
—¿Arquitectura e ingeniería? —repetí, sorprendida—. ¿Y no te derrites por dentro del estrés?
—Constantemente —asintió él—. Pero Rubén dice que soy adicto a darme mala vida, así que probablemente es culpa mía.
Me reí. No pude evitarlo.
—¿Y tú? —preguntó él, girando la cabeza un poco hacia mí—. ¿Qué estudias?
—Diseño gráfico.
—Ah —sus ojos se iluminaron con interés genuino—. Eso explica por qué tienes una estética tan… —me miró rápido de pies a cabeza, luego se frenó— …coherente.
—¿Eso es un cumplido o una forma educada de decir que soy una hippie manchada de vino? —arqueé una ceja.
—Ambas —admitió, y volvió a reírse.
No sé si era la mala noche, o el contraste de la nueva adquisición de mi ex gritándome por teléfono… pero Gabriel tenía una forma rara de hacerme sentir cómoda. Tranquila. Como si todo lo que hubiera pasado antes hubiera quedado suspendido por un momento.
—O sea —continuó él— diseño gráfico… ¿te gustan las cosas más creativas?
—Sí. Me gusta resolver problemas visuales. Crear cosas y siento que es lo único en mi vida que sé que no quiero soltar.
—Eso es bueno —dijo él, sincero—. La mayoría de la gente de nuestra edad ni siquiera sabe qué le gusta, tú ya tienes algo que defender.
—Bueno, excepto la estabilidad emocional —respondí—. Esa la estoy perdiendo a pasos agigantados.
Él soltó una carcajada suave, inesperada y no sé si era la situación o su risa, pero algo dentro de mí se aflojó.
—Entonces somos dos —dijo finalmente—. No te sientas sola en ese club.
Caminamos juntos hacia la mesa principal, donde la gente empezaba a prepararse para el primer baile. Las luces estaban más cálidas y la música sonaba suave, romántica. Todo muy de película, excepto por mi vestido manchado y mi dignidad colgando de un hilo.
—¿No tienes pareja hoy? —pregunté de la nada.
Él negó.
—No vine con nadie. ¿Tú?
—No. Tampoco.
Asintió con cierta seriedad.
—Entonces… ¿somos oficialmente los dos abandonados de la boda?
—Al parecer sí —respondí.
La música cambió a otra pieza. Marisol y Rubén ya estaban en medio de la pista, girando como si el mundo existiera solo para ellos y las personas empezaron a a bailar en la pista para acompañarlos.
Yo me crucé de brazos, algo incómoda, intentando esconder la mancha de vino como si nadie fuera a darse cuenta de que parecía un crimen sin resolver. Gabriel estaba a mi lado, observando a la nueva pareja de esposos con una expresión tranquila… como si realmente estuviera disfrutando de verlos felices.
Qué raro.
La mayoría de los hombres que conocía solo iban a las bodas por la barra libre.
Entonces, sin mirarme directamente, dijo:
—Si no bailamos, nos van a señalar como los antisociales de la boda.
Parpadeé.
—¿Yo? ¿Antisocial? Jamás.
Él rió. Dios… tenía una risa bonita.
De esas que te dan ganas de volver a decir algo gracioso solo para escucharla otra vez.
—Además… —añadió— si te quedas parada aquí, todos verán la mancha de vino como un espectáculo artístico.
Me cubrí el pecho automáticamente.
—¿Es tu manera de decirme que doy pena?
—No —dijo, acercándose medio paso—. Es mi manera de ofrecerte una solución.
Ahí lo vi hacerlo.
Extendió su mano.
—Vamos —añadió—. Bailemos un rato.
Y no sé qué me pasó, pero mi pecho hizo un pequeño “crack” interno. Como si algo se partiera para dejar entrar un poco de luz.
Tomé su mano.
—Está bien —dije—. Pero si piso tus zapatos, no me hago responsable.
—Entonces ya tenemos algo en común —bromeó—, yo tampoco me hago responsable si piso los tuyos.