Marina Holler era terrible como ama de llaves de la hacienda Belluci. Tanto que se enfrentaba a ser despedida tras solo dos semanas. Desesperada por mantener su empleo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para convencer a su guapo jefe de que le diera otra oportunidad. Alessandro Belluci no podía creer que su nueva ama de llaves fuera tan inepta. Tenía que irse, y rápido. Pero despedir a la bella Marina, que tenía a su cargo a dos niños, arruinaría su reputación. Así que Alessandro decidió instalarla al alcance de sus ojos, y tal vez de sus manos…
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Capitulo 11
Corrió al vestíbulo con suelos de mármol, dominado por una grácil escalera curva que ascendía a la segunda planta y a la cúpula de cristal que llenaba el espacio de luz. Miró la puerta delantera con nerviosismo, imaginándose abriéndola y encontrándose al amo de la casa. Sintió un escalofrío antes de echarse a reír.
«¿El amo? ¡Por Dios, Marina!», sacudió la cabeza. Vivir rodeada de historia estaba haciendo que empezara a pensar como alguien del medievo. Salió por la puerta que conducía a los edificios anexos que había tras el edificio.
Cruzó el patio empedrado, dejando atrás las hileras de abrevaderos, artísticamente llenos de flores estivales, y subió las escaleras que llevaban al piso que había sobre lo que había sido una cochera y en la actualidad alojaba una impresionante colección de deportivos antiguos.
Ya dentro del piso, cerró la puerta y suspiró. Era un alivio que no hubiera aparecido cuando ella parecía un espantapájaros. Fue al armario donde guardaba su ropa e hizo una mueca al verse en el espejo de cuerpo entero. En absoluto tenía la imagen de eficacia que quería proyectar.
Se desnudó y dobló los vaqueros. Cuando el espacio era limitado, el orden era esencial. Por suerte no tenía mucha ropa, así que fue fácil elegir un atuendo adecuado. Cruzó la sala y la habitación de los mellizos para ir al cuarto de baño. Echó la polvorienta camiseta en la cesta de la ropa sucia, y se metió en la ducha. Le habría gustado lavarse el pelo, pero tardaba una eternidad en secarse e iba retrasada.
Quince minutos después, vestida con una blusa blanca, pantalones negros de pierna estrecha y el pelo recogido en una trenza que caía por su espalda, se puso unos zapatos planos de cuero negro. Se miró en el espejo. Resistiéndose a animar el conjunto con un pañuelo rosa con flores naranjas, se puso unos aretes de oro. Más segura de sí misma, volvió a cruzar el patio. Quería compensar la desastrosa primera impresión; podía hacerlo.
Tenía que hacerlo.
Su sonrisa se diluyó cuando oyó el motor de un coche, pero era la furgoneta de reparto de la carnicería. Volvió a respirar. «Tranquila, Marina», se dijo, antes de pararse para dar las gracias a uno de los jardineros por haber donado una caja de verduras a la tómbola del día anterior y admirar la lavanda que caía en cascada de un grupo de toneles de madera.
–El olor siempre me recuerda al verano, y por la noche llega hasta el piso –le dijo–. Las flores que cortaste para la casa son fantásticas –había pasado media hora llenando jarrones para varias habitaciones con las fragantes flores estivales.
Él inclinó la cabeza, complacido.
–El ama de llaves anterior pedía arreglos florales a Londres una vez a la semana. Siempre le dije que era un desperdicio criminal.
–Seguro que eran preciosos –dijo Marina, menos segura de sus intentos amateur de añadir un toque de color. Por bien que le parecieran al jardinero, distaban de ser profesionales.
Resistiéndose al impulso de correr a la casa y retirar todos los arreglos florales, que en su mente empezaban a convertirse en vulgaridades carentes de gusto, charló un rato más con el hombre.
Al final, optó por no retirar las flores recién cortadas, decidiendo no admitir que era la responsable si no la preguntaban directamente. Hizo un último reconocimiento a toda la casa antes de ir a recoger a los mellizos al colegio.
Por lo que ella sabía, Alessandro Belluci podía no aparecer hasta medianoche o, si tenía mucha suerte, no aparecer.
El estrecho camino que conducía al pueblo en teoría era un atajo, pero Marina se quedó atascada tras un tractor, y, cuando llegó, los niños ya la esperaban, charlando con Cleo y con Anna…