Historia original de horror cósmico, suspenso y acción.
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El Hombre Sin Ojos. Pt10.
Doblamos la esquina y entonces los vi.
Frente a la entrada de la comisaría, los autos tuneados brillaban como insectos carroñeros bajo el amanecer plomizo de Cuatro Leguas. Sus carrocerías vibraban al ritmo de motores que rugían más por amenaza que por potencia. Los emblemas pintados con aerosol chillaban una sola cosa: Cráneo Roto.
Mierda… Ya están aquí.
Solo pasó una hora desde que deje el callejón, ¿cómo se enteraron tan rápido? Apreté el volante del Mustang como si pudiera exprimirle una respuesta. Aceleré la vieja bestia de metal negro y clavé los frenos justo frente a la horda de bastardos que marchaba hacia la entrada de mi comisaría. Mi santuario. Mi edén. Ya es bastante cargar con las cucarachas con placa que se arrastran dentro del edificio como para dejar que estas hienas sedientas de sangre crucen su umbral.
Los Cráneo Roto se detuvieron en seco al ver el auto. Mis compañeros apostados en la entrada se revolvieron nerviosos, manoseando las culatas de sus armas con torpeza, con miedo… Patéticos. Bastardos inútiles adictos a las putas baratas y al dinero sucio.
A mi lado, Héctor se mantuvo sereno. Con un solo movimiento sacó sus dos armas de las fundas ocultas a los costados del chaleco. Inhaló hondo, llenando los pulmones como quien se prepara para saltar a un pozo sin fondo. Me miró y sonrió.
—Hoy no, hermano. Y no aquí.
Sabía lo que quería decir. "No moriremos hoy. No así." Carajo, este idiota adicto a los procesadores tiene más pares de bolas que la mayoría de los tenientes que he conocido. Le devolví la sonrisa, esa que me nace como un espasmo desquiciado justo antes de disparar a alguien.
Abrí la puerta del Mustang. Mi bota crujió al tocar el asfalto. La pistola brillaba en mi mano, visible, expuesta, como una advertencia. Dejé que el cañón hablara por mí. Mis ojos eran una llamarada de rabia contenida. Vi cómo los pandilleros tensaban los músculos, tragaban saliva, alguno incluso se meó un poco en el alma.
Saben quién soy.
Podía oír sus pensamientos como una sinfonía de terror: "Es él… el puto detective del distrito sur… el loco que se ríe cuando dispara."
—¿Qué hacen aquí, muchachos? —les solté con voz grave, como si masticara vidrio—. ¿Y por qué vienen de forma tan violenta a mi comisaría? ¿Qué pretenden?
De entre la multitud de monos tatuados, emergió Jeison Manin, el gigante calvo, líder indiscutible de Cráneo Roto. Era un muro humano, más músculo que juicio, sin un solo pelo en el cráneo salvo esas ridículas cejas que parecían garabatos mal hechos. Caminó directo hacia mí, marcando el paso como si eso fuera a intimidarme.
Se detuvo tan cerca que pude olerle el aliento fermentado en alcohol y rabia.
—No es tu asunto, detective —escupió las palabras como veneno—. Un poli encontró a mi teniente molido en el distrito sur. Sabemos que fueron los Cooling. Nadie más pisa esos callejones.
Le devolví la mirada. Firme. Helada.
—¿Y quién carajo te contó lo que pasó? —le pregunté, sin mover un músculo.
El gorila dudó por un segundo. Y yo pensé: ¿Qué hago aquí, enfrentando a esta mole etílica? ¿Es orgullo? ¿O solo esa necesidad enferma de dejar claro que ninguno de estos animales está por encima de mí?
Entre dientes, mascó su respuesta:
—No es tu asunto, Detective. Mantente al margen.
—Sí que lo es —replique con el filo de una navaja—. Fui yo quien salvó el culo de tu teniente. Fui yo quien repelió a tiros a los dos hijos de puta que lo dejaron como trapo en un callejón. ¿Crees que no reconozco a tus lacayos? Conozco cada señal, cada puto tatuaje. Así que suelta el arma, Jeison, o el animal detrás de mí te volara los sesos.
Lo vi dudar. Bajó la mirada apenas un segundo. La giró hacia atrás. Lo supo. Lo vio. Directo a los ojos de Héctor.
Héctor es un tirador nato. Podría darte entre los ojos con una liga desde la azotea de otro edificio. Jeison lo sabe.
Encendí un cigarro con la calma de los condenados. Jeison reculó. Sacó la mano de su chaqueta. Ya no apretaba el gatillo. Al menos por ahora.
—Tu teniente fue atacado por dos tipos vestidos como los 20 Killer —le dije mientras exhalaba el humo—. Pero antes de abrir fuego al verme, uno de ellos soltó que era “por lo que vio”. Puede que fueran ellos. O puede que no. Pero alguien quiere que tú te estrelles contra una pared más dura que tu cabeza: Demian Cooling.
Se lo dejé claro. Él lo sabe. Yo no me vendo. Jamás lo haré.
—Así que anda, ve a ver a tu muchacho. Y lo último, si tus monos causan problemas en el hospital… te juro que te los devuelvo en cajas. ¿Quedó claro?
Bufó. No respondió. Solo se giró y, con un gesto de la cabeza, ordenó a sus chicos subir a esos ridículos ataúdes con ruedas que llaman autos. Se largaron. Por ahora.
Acabo de abofetear verbalmente al líder de una de las pandillas más hijas de puta de esta ciudad. Frente a sus hombres. Frente a sus segundos al mando. Esto no termina aquí.
—Ya cálmate, Héctor —le dije sin quitarle la vista a los Cráneo—. Ya se fueron. No creo que vuelvan.
Él guardó sus armas con la elegancia de quien se pone los guantes. Como si fueran parte de su cuerpo. Cubiertas por ese abrigo largo de cuero café que lo hace parecer más un ejecutor que un policía.
Entramos.
Los uniformados en la puerta aún temblaban. Ni me miraban. Solo ese hedor a sudor y cobardía flotando en la entrada. Adentro, la misma mierda de siempre: pasos apresurados, hojas volando, murmullos inútiles. Sabía quiénes eran los corruptos. Y ellos sabían que si me daban un solo motivo... los quiebro.
Evitan mis ojos. Me temen. Bien.
Camino hacia mi escritorio. Lo de siempre: pilas de carpetas de casos estancados. Gente muerta y nadie que hable. En Cuatro Leguas, nadie ve, nadie escucha, nadie dice nada. Sus vidas valen más que el cadáver de un infeliz frente a su puerta. Así es la vida aquí: o te mata un matón de poca monta, o te carcome el tiempo en un departamento mohoso esperando una muerte silenciosa.
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