En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.
Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.
Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.
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Capítulo 11: "Un paso hacia la luz"
El aire del establo tenía algo de hogar: un perfume reconfortante de heno seco, cuero envejecido y tierra húmeda que parecía envolverlo todo en calma. La luz del sol entraba sesgada por la puerta principal, dejando en el aire una lluvia de motas doradas que danzaban con cada movimiento. Lyonel, con mangas arremangadas, pasaba el cepillo sobre el lomo de Ícaro, su corcel de pelaje crema casi blanco, tan brillante bajo la luz que parecía un animal nacido del sol mismo. El sonido rítmico de la cerda sobre el pelo llenaba el establo como una melodía tranquila.
—Eliza… —dijo Lyonel, rompiendo el silencio con voz suave, casi distraída—. ¿Crees que Anna llegará pronto?
No levantó la vista de su tarea, pero en sus palabras se adivinaba la impaciencia.
Eliza, que estaba acariciando el cuello de Luna, su yegua blanca, soltó una risita ligera.
—No te preocupes. Anna dijo que vendría hoy, y me da la impresión de que es una mujer que cumple su palabra.
—Sí, lo sé… —respondió Lyonel con un suspiro breve, deteniéndose un instante para mirar a Ícaro a los ojos, como si el caballo pudiera leer sus pensamientos—. Es solo que no puedo esperar a verla. A ella… y a su hermana, Rose.
Eliza lo miró de reojo con una sonrisa que mezclaba ternura y picardía.
—¿Crees que Rose disfrutará montar a caballo? —preguntó Lyonel, sin disimular la curiosidad.
—No lo sé —respondió ella, retomando el cepillo con calma—. Pero estoy segura de que le encantará, ¿quién podría resistirse?
—Y dime, ¿crees que se parecerá a Anna? —insistió él, con un brillo infantil en los ojos.
Eliza se encogió de hombros, divertida.
—Difícil saberlo. Pero me muero por conocerla. Anna dijo que era gentil y dulce… y aunque apenas la conocemos, ya se siente como si lleváramos tiempo con ella, ¿no crees?
—Sí… —asintió Lyonel, casi en un susurro—. Hay algo en ella… que me resulta tan familiar. Es misteriosa, pero al mismo tiempo, me da paz.
—Lo misterioso siempre atrae curiosidad —dijo Eliza, acariciando a Luna con una ternura casi maternal—. Yo también estoy feliz de que la hayamos conocido.
Lyonel soltó una carcajada breve.
—Es una gran musa… —comentó, fingiendo solemnidad—. Todavía me falta terminar el cuadro.
Eliza levantó la cabeza con una sonrisa que escondía un deje de picor.
—Lo sé. Pero no te preocupes, hoy lo terminarás.
Él la miró directamente, sus ojos brillando de complicidad.
—Eso espero. Aunque, Eliza… —dijo con un tono más cálido— espero que nunca dejes de ser mi musa también.
Ella arqueó una ceja, sorprendida, y enseguida desvió la mirada, sintiendo un calor extraño en las mejillas.
—Tonto… —murmuró, con una risa nerviosa.
—¿He dicho algo malo? —preguntó él, fingiendo inocencia, mientras reía por lo bajo.
Eliza bufó, sin levantar la vista de su yegua.
—N-no es que sea malo… solo que no deberías decir esas cosas tan directamente.
—Ya veo… —rió Lyonel, bajando el cepillo—. Siempre reaccionas igual cada vez que digo algo así. Desde que éramos niños, nunca cambiaste.
Eliza lo miró con un puchero adorable, entre enfadada y divertida.
—¡Claro que he madurado! El que sigue con sus juegos tontos eres tú.
—De acuerdo, niña tomate… —dijo Lyonel con tono burlón, escondiendo una risa traviesa.
Eliza se giró bruscamente, con una cubeta de agua en la mano y una expresión amenazante.
—¿Qué… acabas de decir?
Los ojos de Lyonel se abrieron como platos al ver la cubeta.
—Dije… de acuerdo… —balbuceó retrocediendo, antes de soltar una carcajada—. Niña tomate.
Y, sin esperar más, salió corriendo entre risas, mientras Eliza lo perseguía con la cubeta levantada, roja de vergüenza y furia fingida. El establo, que hasta hacía unos minutos había estado en calma, se llenó del eco de carcajadas, de pasos apresurados y de voces que, por un instante, parecían devolverlos a una infancia que ambos habían olvidado.
La risa de Eliza se mezcló con el relincho vibrante de Ícaro, y ese sonido chispeante se expandió como una ola, escapando por las rendijas de la madera y perdiéndose más allá del establo. Era un eco de alegría que viajaba hasta las calles del pueblo, donde la vida seguía su curso bajo el tintineo de los escaparates iluminados y el olor inconfundible de tela recién planchada.
Fue allí donde Aurora, con Sophia de la mano, entró en una de las tiendas más finas. El lugar era un universo distinto: hileras de encajes, gasas y sedas colgaban como cascadas de luz, y cada vestido parecía tener una historia propia. Aurora quería que Rose se viera perfecta, que nada en su aspecto desentonara con la grandeza de la mansión Sinclair.
Tras probar varios trajes, Sophia se detuvo frente a uno en particular: un vestido blanco, tan puro y luminoso que parecía tejido con hebras de luna.
—¡Qué lindo vestido! —susurró, casi sin atreverse a tocarlo.
Aurora sonrió, viendo el brillo en los ojos de la niña.
—¿Te gusta?
Sophia asintió, abrazando la tela con una devoción que partió el corazón de Aurora.
—Sí… mucho.
Aurora se volvió hacia el sastre, un hombre de porte impecable que parecía reflejar la elegancia de sus propias creaciones.
—Nos llevaremos este.
El sastre asintió con un leve movimiento de cabeza y, con tono ceremonioso, anunció el precio:
—Serían quince libras, señorita.
El mundo de Aurora se detuvo un segundo. Quince libras. Una suma descomunal, incluso en los tiempos en los que todavía había tenido riquezas. Tragó saliva, luchando por mantener la calma. Sophia, al ver la expresión en su rostro, bajó los ojos; su manita apretó la tela con fuerza, como si con ese gesto pudiera impedir que le arrebataran el vestido.
Ese detalle —tan humano, tan vulnerable— hizo que en Aurora germinara un impulso distinto: un deseo irrefrenable de no perder. No el vestido, sino la ilusión en los ojos de Sophia.
Se acercó al mostrador con paso lento, felino. Su cuerpo se movía con una seguridad que solo los siglos podían tallar. Clavó la mirada en el sastre y, con voz baja y aterciopelada, susurró:
—Lo siento, caballero… olvidé mi monedero. ¿Podría… regalárnoslo?
El hombre, sorprendido, se puso tan rojo como el terciopelo de las cortinas.
—N-no puedo hacer eso, señorita. Me lo descontarían del sueldo…
Aurora no se retiró. Se inclinó apenas, suficiente para invadir su espacio, y posó suavemente las manos sobre sus hombros. Su sonrisa era un arma cuidadosamente forjada.
—Por favor… usted parece un hombre comprensivo… y muy apuesto. ¿Verdad que puede ayudarnos?
El sastre parpadeó, como si su voluntad se derritiera bajo la mirada de Aurora.
—S-sí… claro… por supuesto.
Aurora sonrió, una sonrisa lenta, victoriosa. Depositó un beso ligero en su mejilla y lo susurró como un secreto:
—Entonces… gracias, caballero.
Él apenas pudo articular una respuesta, presa de un temblor ridículo.
—Es… un placer.
Sophia, que había observado en silencio con sus ojos muy abiertos, rompió a reír. Una risa suave, cristalina, llena de asombro.
—Lo lograste —dijo en voz baja.
Aurora le guiñó un ojo, disfrutando no del vestido, sino de lo que la escena le había recordado: el poder. El dulce veneno del poder de la seducción, el mismo que la había sostenido durante siglos y que, ahora, la acercaba un poco más a lo que anhelaba recuperar: Lyonel.
Mientras la risa cristalina de Sophia resonaba como un repique de campanas, Aurora la tomó de la mano y juntas atravesaron la puerta de la tienda. El vestido blanco, cuidadosamente envuelto en papel de seda, colgaba del brazo de Aurora como si fuese un tesoro. Afuera, el sol de la tarde bañaba la plaza en tonos dorados y anaranjados, y la multitud que solía caminar con prisa se detuvo, atraída por su presencia.
Los murmullos se extendieron como una onda sobre el agua:
“¿Quiénes serán?”
“Parecen una reina y su hija.”
“Jamás había visto tanta belleza…”
“O tal vez son de la nobleza, miren cómo caminan.”
Aurora, habituada desde hacía siglos a esas miradas y susurros, alzó el rostro con elegancia, como si cada paso estuviera diseñado para sostener aquel aire de misterio. Sophia, en cambio, apretó su mano con timidez, confundida por tanta atención.
—¿Por qué nos miran, Anna? —preguntó, con un hilo de voz.
Aurora se inclinó levemente hacia ella y sonrió.
—Porque eres hermosa, Sophia. Tan hermosa que no pueden apartar la vista de ti.
La niña bajó la cabeza, ruborizada, y una sonrisa tímida le iluminó el rostro. La respuesta, sencilla y cálida, disipó su inseguridad como un soplo de aire fresco.
—¿A dónde vamos ahora, Anna? —preguntó, con la esperanza brillando en sus ojos.
—A comprar un pastel —respondió Aurora con naturalidad, y la niña asintió de inmediato.
Sophia no recordaba la última vez que había probado algo dulce; quizá nunca. El solo pensamiento le hizo latir el corazón más deprisa. Una nueva vida, un nuevo nombre, una nueva hermana… Todo en ella era novedad, un mundo desconocido que se abría ante sus pasos.
Aurora la guió por las calles empedradas, entre vendedores que ofrecían pan fresco, verduras recién cortadas y ramos de flores coloridas. El aire estaba impregnado de aromas cálidos: pan recién horneado, frutas maduras, azúcar. Ese olor despertó en Aurora memorias dormidas, recuerdos de su vida pasada, de un tiempo en que también había sido tratada como princesa.
Finalmente se detuvieron frente a una pequeña panadería. El escaparate estaba rebosante de panes, pasteles y galletas, y un dulce perfume a mantequilla se escapaba por la puerta entreabierta.
—¿Qué quieres, Rose? —preguntó Aurora, usando con naturalidad el nombre que había elegido para ella.
—Un pie de moras, por favor —susurró Sophia, como si pidiera un deseo secreto. Sus ojos brillaban de emoción.
El pastelero, un hombre corpulento con un bigote espeso y sonrisa amable, se inclinó hacia ella.
—Claro que sí, pequeña —dijo, sirviéndole un trozo generoso en un platito.
Sophia lo tomó entre sus manos con reverencia, como si fuera un tesoro. Dio un primer bocado con lentitud, cerrando los ojos al sentir el sabor dulce y ácido que se deshacía en su lengua. Aurora la observó en silencio, y aquel gesto inocente le estrujó el corazón.
—Está delicioso… —susurró Sophia, y una pequeña miga quedó pegada en su mejilla.
Aurora se la limpió suavemente con la yema de los dedos, con una ternura que la sorprendió.
—¿Te gusta, verdad? —preguntó en voz baja.
Sophia asintió, con lágrimas brillando en sus ojos verdes.
—Sí… mucho. Gracias, Anna.
Aurora la abrazó, envolviéndola en un calor que por un instante borró todo el bullicio de la plaza. En aquel abrazo no había murmullos, ni curiosos, ni pasado. Solo existían ellas dos. Y una verdad que ninguna mentira podía apagar: Sophia ya era suya.
Aurora alzó la vista hacia el pastelero.
—Un pie de moras para llevar, por favor.
El hombre, complacido, preparó y empaquetó el pastel con esmero. Y entonces, con la misma naturalidad con la que respiraba, Aurora volvió a emplear su encanto, ese don peligroso que hacía ceder voluntades. El pastelero, enrojecido y nervioso, terminó entregándole la caja sin aceptar una moneda.
Aurora salió de la panadería con el pastel en brazos y Sophia aferrada a su mano. El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de púrpura y oro. El vestido blanco y el pie de moras eran más que simples objetos: eran símbolos de poder y de conquista.
Y mientras caminaban en dirección a la mansión de Lyonel Sinclair, Aurora sonrió para sí misma.
Aurora y Sophia se detuvieron frente a la gran puerta de roble que custodiaba la mansión de Lyonel Sinclair. El mediodía caía a plomo, tiñendo el sendero de piedra con una luz clara y vibrante que casi hacía brillar la fachada señorial. El aire estaba impregnado de un silencio solemne, interrumpido solo por el canto lejano de los pájaros.
Aurora sostenía con cuidado el pie de moras entre sus manos, envuelto en papel fino, como si aquel detalle sencillo fuese un talismán que abría más puertas que cualquier palabra. A su lado, Sophia —ahora Rose— parecía diminuta dentro de su vestido blanco. El encaje acariciaba su piel pálida, y sus dedos se aferraban con nerviosismo a la falda, como si esa tela fuese lo único que podía sujetarla al mundo. Su rostro, bañado por la luz del día, era un lienzo de temor e incertidumbre.
—¿Recuerdas lo que hablamos? —murmuró Aurora, inclinándose hacia ella. Su voz era suave, acariciante, y no había mentira en la dulzura con que la envolvía.
Sophia tragó saliva y asintió, aunque sus ojos verdes temblaron como agua agitada por el viento. El plan que habían trazado en voz baja horas antes, convertido en un “juego”, ahora se sentía demasiado real.
Aurora le apretó la mano con fuerza.
—No tengas miedo, Rose. Pase lo que pase, estamos juntas en esto.
Sophia inspiró hondo, como si esa certeza fuera el único ancla que la sostenía.
Aurora levantó la mano y tocó la puerta. El golpe resonó en la madera con un eco profundo, casi solemne.
Un instante después, la puerta se abrió. El mayordomo apareció: un hombre alto, de rostro severo y gesto imperturbable. Sus ojos, sin embargo, se ensancharon apenas la vio.
—Señorita Anna —dijo, sorprendido, con un dejo de respeto en la voz—. El señor y la señorita las estaban esperando.
Aurora curvó los labios en una sonrisa tranquila, tan medida como encantadora.
—Lo sé. Y aquí estamos.
El mayordomo asintió y, tras una leve inclinación, las condujo por el sendero de piedra hasta la entrada. Sus pasos resonaban acompasados, y el corazón de Sophia parecía seguirles el ritmo, golpeando con fuerza bajo su pecho.
Aurora volvió a inclinarse hacia ella y susurró:
—Recuerda, solo estamos jugando.
La niña apretó los labios y asintió, aferrándose a su mano como si temiera desaparecer en aquel mundo nuevo.
La puerta principal de la mansión se abrió con solemnidad. El vestíbulo se desplegó ante ellas, tan inmenso que a Sophia le pareció imposible que fuera real: techos altísimos, mármol brillante bajo sus pies y, en lo alto, un candelabro de cristal que atrapaba la luz del mediodía y la multiplicaba en mil destellos.
Allí estaban Lyonel y Eliza, de pie, esperando. La luz de los ventanales bañaba sus rostros, otorgándoles un aire casi irreal. Los ojos de Lyonel se abrieron con un destello de emoción al ver a Aurora.
—¡Anna! —exclamó, y en su voz se mezclaron alivio, sorpresa y una alegría difícil de contener.
Eliza avanzó un paso, con una sonrisa sincera que suavizó la solemnidad del momento.
—Anna, las estábamos esperando.
Aurora inclinó ligeramente la cabeza y, alzando el pie de moras, respondió con naturalidad:
—Y traje a mi hermana, Rose. También mi madre nos envió este pastel, como muestra de gratitud.
Eliza tomó las manos de Aurora con afecto.
—¡Qué detalle tan hermoso! Dale las gracias a tu madre de nuestra parte —dijo, con una calidez que Aurora recibió con una sonrisa serena.
Lyonel, que hasta entonces no apartaba la mirada del pastel, no pudo contener un gesto infantil de entusiasmo.
—¡Pie de moras! Mi favorito —exclamó, y soltó una carcajada ligera—. Qué genial.
Sophia, mientras tanto, permanecía medio escondida tras Aurora, con la mirada baja y los dedos crispados en la tela de su vestido. Eliza la descubrió y se inclinó un poco, dejando que su ternura brotara sin reservas.
—Pero qué niña más preciosa —susurró Eliza, conmovida por la quietud de la pequeña—. Es idéntica a ti, Anna.
A los oídos de Aurora, esas palabras retumbaron con un filo que no esperaba. “Idéntica a ti.” Una simple observación para cualquiera, pero para ella sonó como una sospecha, un dedo señalando su mentira. El corazón le dio un vuelco, aunque en el mismo instante forzó una sonrisa suave, casi agradecida, mientras en su interior luchaba contra el miedo de haber sido descubierta.
Detrás de ella, Sophia se escondía, aferrándose a los pliegues de su vestido con manos temblorosas, la frente baja, como si el mundo fuera demasiado grande para mirarlo de frente.
—Sí… lo es —afirmó Lyonel, con una voz que parecía más emocionada que inquisitiva.
Eliza, con la ternura de quien quiere disipar toda incomodidad, posó una mano ligera en la espalda de Aurora.
—Por favor, pasen. Muero de ganas de conversar con ustedes.
Aurora inclinó la cabeza y condujo a Sophia hacia la sala de estar. El lugar respiraba calidez y elegancia: los sofás de terciopelo parecían invitar a hundirse en ellos, las alfombras persas amortiguaban los pasos, y el aire estaba impregnado de un aroma dulce, mezcla de té recién servido y pasteles de mora. Una mesa baja los esperaba, cubierta de dulces, galletas y tazas de porcelana finísima.
Lyonel y Eliza se acomodaron en el sofá principal, mirándolas con expectación, mientras Aurora se sentaba con Sophia en su regazo, como si la niña necesitara ese refugio para no desvanecerse.
—Por favor, tomen algo de té y un pastelito —dijo Eliza con calidez, mientras llenaba las tazas—. Me encantaría que me contaran sobre su viaje. ¿Les fue bien?
Aurora llevó la taza a sus labios, y el calor del té la ayudó a componer la mentira antes de pronunciarla.
—Fue… agotador —dijo al fin, y la falsedad sonó tan real que se sorprendió de sí misma—. Mi padre está obsesionado con el negocio, nos arrastró de un pueblo a otro durante semanas. Apenas encontrábamos tiempo para dormir.
Eliza suspiró, movida por una sincera compasión.
—Puedo imaginarlo. Y… ¿qué hay de sus padres, Anna? Me encantaría conocerlos algún día.
Aurora sintió un nudo en la garganta. La palabra padres siempre le pesaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. Pero no podía vacilar. Se obligó a hablar, a inventar con dulzura.
—Ellos son… buenos, muy buenos. Pero con la granja siempre están ocupados. Apenas tienen tiempo para nosotras.
Eliza la miró con ternura, convencida.
—Lo entiendo. Y aun así, sé que eres tú quien mantiene todo unido. La forma en que cuidas a tu hermana, la manera en que la miras… Eres una gran hermana, Anna.
Aurora tragó saliva, incómoda con el halago. No sabía si debía agradecer o llorar. Sophia, en cambio, se apretaba más contra su regazo, como si quisiera esconderse dentro de ella. Aurora le acarició el cabello y le dio un beso en la frente, sintiendo cómo la niña temblaba todavía.
—¿Y tú, Rose? —preguntó Lyonel de pronto, con una suavidad inesperada—. ¿Cómo te sientes?
Sophia levantó apenas la mirada. El brillo de los ojos de Lyonel no tenía dureza ni desconfianza, solo la ingenua curiosidad de un niño grande.
—Estoy… bien, señor —susurró, su voz frágil como un hilo de telaraña a punto de romperse.
Lyonel sonrió, conmovido.
—Qué dulce. De verdad, te pareces tanto a Anna.
Eliza asintió, y sus ojos se llenaron de ternura.
—Anna, ¿crees que a Rose le gustaría un poco de té?
Aurora asintió y Eliza le sirvió una taza pequeña. Sophia la sostuvo con ambas manos, con la reverencia de quien sostiene un tesoro. Dio un sorbo tembloroso y, de pronto, una tímida sonrisa iluminó su rostro.
Aurora sintió algo abrirse en su pecho. Una calidez desconocida, tan pura que casi le dolía. Por un instante, se olvidó de la mentira, de los siglos de vacío y de la máscara que usaba. No era un espectro, ni un monstruo. Era simplemente Anna.
Después de un rato, Lyonel se levantó. La sonrisa que se dibujó en su rostro era tan amplia y luminosa que por un momento pareció encender toda la sala.
—Anna, Rose… —dijo, con un brillo travieso en los ojos—. Eliza y yo les tenemos preparada una sorpresa.
Aurora lo miró, desconcertada, y luego giró hacia Sophia. La niña levantó el rostro con timidez, sus ojos curiosos reflejaban la misma pregunta que a ella le hormigueaba en el pecho.
—¿Una sorpresa? —preguntó Aurora, incapaz de disimular la intriga que se le escapaba en su voz.
Lyonel asintió y, con un gesto casi infantil, reveló:
—Un paseo a caballo. —La emoción en su tono era tan sincera que resultaba contagiosa—. Me encantaría que nos acompañaran.
Aurora se quedó inmóvil. La idea le cayó como un relámpago inesperado. Había calculado cada detalle de esa visita, había preparado excusas y sonrisas, pero nunca imaginó que tendría que enfrentarse a caballos, criaturas de carne y hueso que pertenecían a un mundo que ya no sentía suyo.
—Oh… lo siento, Lyonel —murmuró, bajando la vista. Su voz titubeaba, cargada de una vulnerabilidad que la sorprendió a sí misma—. No sé montar. Nunca en mi vida he puesto un pie sobre uno.
Por un instante, el gesto de Lyonel se ensombreció, como si el entusiasmo se le escapara entre los dedos. Pero Eliza, ligera y risueña, llenó el silencio con su voz.
—No te preocupes, Anna —dijo, acercándose a Sophia con dulzura—. Yo puedo llevar a Rose conmigo. Estará segura.
Sophia levantó los ojos hacia Eliza. La ternura que encontró allí le arrancó una pequeña sonrisa, la primera en mucho tiempo, y Aurora sintió que el aire se le atascaba en el pecho.
—¿Y yo…? —preguntó con un hilo de voz, sin atreverse del todo a levantar la mirada.
Lyonel dio un paso hacia ella. Sus ojos se clavaron en los suyos con una intensidad que la hizo estremecer.
—Yo puedo llevarte, Anna —dijo. Y en esas palabras había más que una simple invitación: había confianza, cuidado… un anhelo contenido que Aurora casi no se permitió descifrar.
El corazón le dio un vuelco. La idea de estar junto a él, tan cerca que podría escuchar el latido de su pecho, la envolvió en una mezcla de vértigo y esperanza. No era un paseo cualquiera. Era un instante robado a la eternidad, una oportunidad de sentir que pertenecía al mundo de los vivos.
—¿Te parece bien, Anna? —preguntó Eliza, con la calidez de quien intuía algo más profundo bajo esa decisión.
Aurora asintió, incapaz de pronunciar palabra. Sus ojos se humedecieron con lágrimas que no eran de mentira.
—Sí… —logró decir, y su sonrisa, por primera vez en siglos, no era un disfraz—. Sí, me encantaría.
Lyonel la miró como si hubiera descubierto un secreto que llevaba toda la vida buscando. En sus ojos no había duda ni compasión, solo una admiración tan limpia que Aurora, por un instante, dejó de sentirse un fantasma. Se sintió mujer.
—Entonces vamos —dijo él, extendiendo su mano—. Los caballos ya nos esperan.
El aire fresco del establo los envolvió de inmediato, cargado con el aroma penetrante del heno recién cortado y de la tierra húmeda tras la lluvia. El sonido de los cascos resonaba suavemente contra el suelo, mezclándose con el murmullo de los caballos que resoplaban en sus establos.
Sophia se detuvo de golpe, con los ojos muy abiertos, como si el mundo entero se hubiera detenido ante aquella visión. Frente a ella, los caballos alzaban sus cabezas majestuosas, sus crines brillaban bajo los rayos del sol que se filtraban por las rendijas del techo, y el aire parecía vibrar con la fuerza tranquila de esas criaturas.
—Son… son hermosos —susurró, como si tuviera miedo de romper el encanto con una palabra demasiado fuerte.
Eliza sonrió, con esa dulzura natural que sabía envolver a la niña, y se acercó a un caballo de pelaje blanco como la nieve, tan imponente que a Sophia apenas le llegaba a la rodilla.
—¿Quieres acariciarlo, Rose? —preguntó, inclinándose un poco hacia ella.
Sophia asintió con los ojos brillando de ilusión. Eliza la levantó con cuidado, acomodándola contra su regazo para que pudiera alcanzar la cabeza del animal. La niña extendió su pequeña mano temblorosa y rozó la frente del caballo. Para sorpresa de ambas, el animal inclinó un poco la cabeza, como si la reconociera. Sophia rio, y aquel sonido cristalino, tan puro y espontáneo, atravesó a Aurora con una ternura que le llenó los ojos de lágrimas.
Mientras tanto, a pocos pasos, Lyonel se volvió hacia Aurora.
—Quédate quieta —dijo suavemente, su voz grave pero llena de cuidado.
Ella obedeció, aunque el corazón le golpeaba el pecho con violencia. Sintió las manos de Lyonel rodear su cintura con firmeza; sus dedos se apoyaron en ella con la seguridad de quien no duda. Y entonces, en un solo movimiento, la alzó del suelo, levantándola con facilidad y sentándola sobre el lomo del caballo. El roce de sus manos contra la tela de su vestido, el calor de su cercanía, la estremecieron de pies a cabeza, dejándola sin aliento.
Por un instante, el sol bañó el rostro de Lyonel, y Aurora lo vio de frente: la claridad de sus ojos, la firmeza de su gesto, la belleza tranquila de alguien que no necesitaba palabras para inspirar confianza.
Él montó detrás de ella y la rodeó con un gesto natural, como si aquel fuera el único lugar en el que ella debía estar. Aurora, con las mejillas encendidas, apenas podía respirar.
—Abrázame para que no te caigas —le pidió él, en un tono tan tierno que desarmó todas sus dudas.
Aurora vaciló apenas un instante. Luego, con un temblor tímido, dejó que sus brazos rodearan su cintura. El calor de su cuerpo, el perfume discreto que llevaba, la fuerza contenida de sus músculos… todo eso la envolvió como un hechizo. El miedo se disipó. Ya no había inseguridad ni sombras, solo la certeza de sentirse protegida. Y, más que eso, de sentirse viva.
De reojo, Eliza los miró, y en sus ojos pasó un destello fugaz que Aurora no alcanzó a descifrar. Pero la mujer no dijo nada. Solo acomodó a Sophia sobre el caballo blanco y, con una caricia en su cabello, la llevó al trote suave hacia el camino que los esperaba.
Lyonel bajó un poco la cabeza hacia ella.
—¿Estás bien, Anna? —preguntó, con una calidez que derritió la última de sus defensas.
Aurora lo miró, incapaz de ocultar la sonrisa que se abrió sola en su rostro.
—Sí —susurró—. Estoy bien.
El galope de los caballos los llevó más allá de los establos, abriéndose paso entre inmensos campos que parecían no tener fin. El aire fresco golpeaba el rostro de Aurora, trayendo consigo el aroma dulce y agreste de las flores silvestres. Cada respiro era un bálsamo, un alivio que parecía arrancarle de encima siglos de peso. El sol, ahora más bajo en el cielo, bañaba la llanura con un resplandor dorado, y la luz se filtraba entre las briznas de hierba altas, haciendo que todo pareciera vibrar con vida.
A su alrededor, el paisaje se desplegaba como un tapiz bordado por manos divinas: el verde intenso de la hierba, los matices morados y azules de las flores desperdigadas como pinceladas al azar, y el tono rojizo de la tierra húmeda, que despedía un aroma profundo a vida recién nacida. Aurora cerró los ojos por un instante, dejándose llevar por esa mezcla de sensaciones: el ritmo firme del caballo bajo ella, el roce del viento en su piel y, sobre todo, la cercanía de Lyonel, tan presente que podía sentir la fuerza de su respiración.
El camino los condujo poco a poco a un sendero más estrecho, bordeado por altos árboles que se entrelazaban en lo alto, formando un túnel natural. Allí, la claridad del día se volvía tamizada, casi mística. El silencio era profundo, pero no vacío: lo llenaba el susurro constante de las hojas mecidas por la brisa, el crujido ocasional de alguna rama y el sonido rítmico de los cascos golpeando la tierra húmeda. Anna se sintió envuelta en una intimidad difícil de describir, como si aquel túnel de árboles los apartara del mundo y los guardara solo para sí.
Finalmente, el sendero se abrió como si un velo se descorriera, revelando ante ellos la orilla de una laguna escondida entre colinas. El agua, quieta y cristalina, reflejaba con tal perfección el cielo que parecía no haber frontera entre lo real y lo soñado. Las montañas se alzaban al fondo, majestuosas, coronadas por el fulgor del sol poniente. En la superficie del agua, los colores del atardecer —naranjas ardientes, púrpuras profundos y rosas delicados— se deshacían en reflejos que danzaban como pinceladas vivas.
Al otro lado de la laguna, una cascada caía desde la roca, delgada y serena, con un murmullo que apenas rozaba el oído, como un secreto compartido en voz baja. Aurora contuvo la respiración: la escena tenía una belleza tan perfecta, tan imposible, que por un instante temió que todo se desvaneciera si parpadeaba. Era como si el mundo se hubiera detenido para ofrecerles un instante robado de eternidad.