A veces, el amor llega justo cuando uno ha dejado de esperarlo.
Después de una historia marcada por el engaño y la humillación, Ángela ha aprendido a sobrevivir entre silencios y rutinas. En el elegante hotel donde trabaja, todo parece tener un orden perfecto… hasta que conoce a David Silva, un futbolista reconocido que esconde tras su sonrisa el vacío de una vida que perdió sentido.
Ella busca olvidar.
Él intenta no rendirse.
Y en medio del ruido del mundo, descubren un espacio solo suyo, donde el tiempo se detiene y los corazones se atreven a sentir otra vez.
Pero no todos los amores son bienvenidos.
Entre la diferencia de edades, los juicios y los secretos, su historia se convierte en un susurro prohibido que amenaza con romperles el alma.
Porque hay amores que nacen donde no deberían…
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vidas paralelas
Después de salir de aquella habitación, Ángela suspiró aliviada.
No era fácil mantener la serenidad cuando la situación la ponía tan cerca del ídolo principal del equipo que había admirado desde niña. Le parecía fascinante tener contacto tan directo con aquella figura, aunque no de forma romántica, sino desde una admiración silenciosa, respetuosa. Nunca imaginó que su trabajo la llevaría a estar tan cerca del mundo que tantas veces había visto solo por televisión.
Siendo las seis de la mañana del día siguiente, el cansancio se mezclaba con la satisfacción del deber cumplido. Ángela se preparaba para salir de su turno nocturno. Antes de irse, marcó el número de su madre para saber cómo estaban los niños.
—¿Mami? ¿Ya se alistan para el colegio? —preguntó con una voz suave, cargada de ternura.
Del otro lado, la voz cálida de su madre le respondió que todo estaba en orden, que Dana y Joshua ya estaban en camino a la escuela y que sus sobrinos estaban desayunando en casa.
Ángela sonrió. A pesar del agotamiento, su corazón se llenó de calma. Siempre se esforzaba por ser una mujer amorosa y presente, aunque su trabajo le robara horas de sueño.
Mientras tanto, en otro punto del hotel, David ya se encontraba listo para bajar a desayunar con sus compañeros antes de dirigirse al lugar de entrenamiento. El uniforme deportivo, el aroma a café y el sonido de risas mezcladas con conversaciones sobre tácticas de juego llenaban el ambiente. Tomó el ascensor, sin imaginar lo que estaba por ocurrir.
Al mismo tiempo, Ángela terminaba su llamada con su madre, recogía sus pertenencias y caminaba hacia el ascensor para marcharse. Presionó el botón, esperó unos segundos… y al abrirse las puertas, la sorpresa la descolocó: frente a ella estaba David Silva, acompañado de uno de sus compañeros de equipo.
Por un instante, sus miradas se cruzaron.
—Permiso… buenos días —dijo Ángela con educación, intentando mantener la compostura.
—Buenos días —respondió David, cortés pero relajado.
Su compañero también saludó con una sonrisa amable.
Ángela dio media vuelta, dándoles la espalda, mientras esperaban a que ingresaran más personas. No notó las miradas cómplices que intercambiaron los jugadores: el compañero de David le hizo un leve gesto, señalando con disimulo la belleza de la joven.
David sonrió, acostumbrado a aquel tipo de comentarios, aunque esta vez no respondió. Solo mantuvo una expresión tranquila, como si quisiera disimular cualquier pensamiento.
El ascensor descendió lentamente. Cuando las puertas se abrieron, Ángela salió sin mirar atrás. Estaba agotada, con la mente puesta en su hogar.
No le dio la menor importancia a los dos hombres que acababa de dejar atrás.
Al llegar a casa, el cansancio parecía borrarse con solo oír las voces alegres de sus sobrinos.
Preparó el desayuno, se sentó con ellos y escuchó las pequeñas historias de la escuela. Reían, discutían por quién quería más pan y la hacían olvidar, aunque fuera por un rato, el peso del trabajo.
Hablaban también del equipo de fútbol que tanto admiraban, Fuerza Azul, y de cómo su tía trabajaba en el hotel donde se hospedaban los jugadores.
Ángela los miró divertida, mientras pensaba que, de algún modo, el destino la había puesto justo en medio de ese universo que los hacía soñar.
Mientras tanto, David desayunaba en el restaurante del hotel. Entre risas, bromas y charlas sobre los próximos partidos, el ambiente parecía distendido.
Sabían que el torneo se acercaba a su etapa más difícil, y la presión era alta. Sin embargo, entre los planes tácticos y la energía del grupo, su mente divagaba, y una pequeña parte de él seguía recordando a aquella mujer que lo había tratado sin admiración ni temor.
Antes de llegar al lugar de entrenamiento, su teléfono sonó.
—¿David? —la voz al otro lado era firme, pero cansada. Era Diana, su esposa.
—Sí, dime.
—Necesito que hablemos. Es importante.
David suspiró.
—Está bien, podemos vernos en la tarde.
Horas más tarde, mientras Ángela dormía unas pocas horas y luego se levantaba para organizar su casa, David entrenaba con su equipo.
Ella, con delantal y cabello recogido, preparaba el almuerzo, barría el piso y dejaba todo en orden antes de que su familia regresara.
Cuando los niños llegaron de la escuela, los recibió con sonrisas, ayudándolos con las tareas y escuchando sus pequeñas aventuras del día. Era una familia grande, sencilla, pero llena de amor y compañía.
Por otro lado, al caer la tarde, David cumplió su palabra.
Llegó al restaurante donde Diana lo esperaba. Su presencia seguía siendo impecable, pero su mirada estaba vacía. La cena transcurrió entre silencios y miradas esquivas.
Hasta que, finalmente, ella habló:
—No puedo más, David. Estoy cansada de aparentar. De fingir que todo está bien cuando no lo está.
Él bajó la mirada. No hubo reproches, ni discusiones. Solo una sensación de vacío.
Sabía que, en el fondo, hacía mucho que el amor había dejado de existir.
Sin responder, tomó aire, asintió lentamente y se levantó de la mesa.
El silencio entre ambos fue la confirmación de una ruptura que ya estaba escrita desde hacía tiempo.
Una vez en su automóvil, David se detuvo un momento. Las luces de la ciudad parpadeaban a través del parabrisas, y por primera vez en años, las lágrimas brotaron sin contención. No sabía qué dolía más: si perder la rutina que lo sostenía o reconocer que el amor se había apagado sin remedio.
Mientras tanto, en algún punto de la ciudad, Ángela regresaba al hotel.
Firmó su registro de entrada, se colocó el uniforme impecable y retomó su rutina entre sábanas limpias, pasillos silenciosos y olor a lavanda.
David, después de un largo rato de pensar, también volvió al hotel. Al día siguiente debían viajar a disputar un nuevo partido.
Así, entre rutinas, silencios y pensamientos dispersos, transcurrieron un par de semanas.
Ambos seguían con sus vidas, sin saber que el destino, silenciosamente, seguía trazando el camino que pronto volvería a unirlos.
Su apoyo me motiva muchísimo a seguir escribiendo y avanzando con esta historia. ¡Gracias de corazón por acompañarme en este camino! ✨