Me hice millonario antes de graduarme, cuando todos aún se reían del Bitcoin. Antes de los veinte ya tenía más dinero del que podía gastar... y más tiempo libre del que sabía usar. ¿Mi plan? Dormir hasta tarde, comer bien, comprar autos caros, viajar un poco y no pensar demasiado..... Pero claro, la vida no soporta ver a alguien tan tranquilo.
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Capítulo 2: El Adrián Foster común y corriente
El sol de verano en Nueva York se escondía despacio, como si quisiera prolongar su último espectáculo. Eran casi las seis de la tarde cuando los rayos empezaron a dorar la ciudad.
"Un rayo de luz poniente se extiende sobre el río Hudson: mitad agua susurrante, mitad fuego."
En cuestión de minutos, el sol se despidió, dejando una paleta cálida en el cielo, un cuadro fugaz que pronto sería reemplazado por la calma nocturna.
Adrián Foster se miró en el espejo de su apartamento de Riverside Hills, de pie, con aire satisfecho.
—Guapo —murmuró para sí, con un toque de vanidad.
No era un narcisismo vacío. Su rostro anguloso y bien definido, su piel ligeramente bronceada y su musculatura esculpida eran el resultado de años de ejercicio. Su ropa deportiva, de corte impecable, se ajustaba perfectamente, dejando al descubierto su torso trabajado y proyectando una imagen de fuerza contenida.
Afuera, la temperatura descendía. Los vecinos salían de sus casas: algunos paseaban, otros conversaban en grupos, unos pocos se reunían a jugar ajedrez en las plazas privadas del barrio. Riverside Hills vibraba con una calma animada, muy distinta del silencio del mediodía.
—El señor Foster sale a correr otra vez —comentó un guardia con gorra negra, esbozando una sonrisa mientras lo observaba desde la distancia.
Adrián era una figura conocida allí: no solo por su fortuna, sino porque era el único que corría cada tarde a esa hora. Los demás residentes preferían ser recogidos en sus coches o descansar después del trabajo.
En Riverside Hills vivían solo los ricos o privilegiados. Comparado con ellos, Adrián no tenía tanta experiencia en negocios, aunque financieramente superaba a la mayoría. Sin embargo, había una barrera invisible entre él y el resto: las conversaciones del barrio nunca eran sobre videojuegos, sino sobre inversiones, aperturas de nuevos proyectos, cifras millonarias. Él no tenía lugar en esas charlas.
En cambio, su mente estaba puesta en otro tipo de temas: estrategias, combos en videojuegos, teorías y estadísticas. Adrián ya era parte del mundo adinerado, y no podía volver a una vida común. Y, en el fondo, eso le gustaba.
—Sí —susurró, sonriendo para sí mismo.
Un guardia, acercándose con una maceta en las manos, le preguntó:
—Señor Foster, la asociación comunitaria compró unas flores para decorar el barrio. Aún quedan algunas. ¿Desea llevarse una para su apartamento?
Adrián reflexionó un instante. Su apartamento carecía de color, de detalles. Asintió.
—De acuerdo, gracias por recordármelo.
—Es un placer —respondió el guardia, mientras Adrián se alejaba trotando.
Otro guardia, joven, observó mientras Adrián se perdía entre las sombras del barrio.
—Hermano Carter, ¿sabe cuántos años tiene el señor Foster? —preguntó.
—Veintitrés —respondió el primero, sonriendo con algo de asombro.
—Tan joven… —susurró el otro, con incredulidad.
—No te compares —contestó Carter—. Cada uno tiene su camino. No envidies. Tu sueldo ya es el sueño de muchos. Trabaja diez años más y podrás comprarte algo similar. El señor Foster no nació rico, pero su suerte y sus decisiones lo llevaron aquí.
Adrián se colocó los auriculares y empezó a correr por la orilla del Hudson. El sonido de la ciudad se fundía con la música que elegía, creando una atmósfera solo suya. El Bund neoyorquino —ese paseo ribereño lleno de luces, turistas y elegancia— bullía a esa hora. Pero él no se fijaba en los turistas tomando fotos, ni en las parejas románticas, ni en los cruceros que brillaban bajo el sol poniente. Lo suyo era un momento privado, una carrera solitaria.
Adrián destacaba. Mientras otros paseaban, él corría. Mientras otros socializaban, él buscaba su silencio. Y no le importaban las miradas curiosas: prefería el contacto con la brisa, el sonido del río y la sensación del esfuerzo.
En Riverside Hills había gimnasio, pistas, entrenadores personales. Pero Adrián prefería correr fuera, bajo la sombra de los árboles, disfrutando del viento y el murmullo del agua. Desde que terminó la universidad, había vivido solo: comiendo solo, comprando solo, jugando solo. Y esa soledad le había calado.
A veces deseaba compañía; otras, disfrutaba la libertad absoluta de estar solo. Era contradictorio. Amaba el silencio, pero también el ruido del mundo. Quería caer bien y, al mismo tiempo, que lo dejaran en paz.
Tras una hora de carrera bajo el sol que ya se despedía, Adrián llegó a un supermercado gourmet. El calor lo había dejado sudado, pero no descuidado; su camiseta deportiva y pantalones cortos pegados al cuerpo evidenciaban su físico trabajado. Frente al refrigerador de helados, se detuvo.
Había opciones por doquier. Desde marcas genéricas hasta Häagen-Dazs. No dudó.
—Soy rico, así que ¿qué hay de malo en elegir Häagen-Dazs? —pensó, mientras pagaba 7 dólares por su elección.
Abrió el helado mientras caminaba por la calle, disfrutando del atardecer. Era hora punta y las bocinas inundaban la ciudad, pero él estaba a su propio ritmo. Orgulloso, disfrutaba su pequeña rebelión: correr en la ciudad, comer un helado caro, ignorar el bullicio.
Caminó hasta la entrada del hotel “Riverside Grand”, un lugar lujoso, donde había reservado mesa. Dentro, la camarera, vestida con uniforme impecable, lo recibió con una sonrisa estudiada.
—Buenas noches, señor Foster. Todo está listo para usted.
Adrián asintió y siguió hasta su mesa junto a la ventana, disfrutando de la vista nocturna de Manhattan. No se molestó en cambiarse; estaba cómodo en su camiseta y shorts deportivos. Para él, era un acto de autenticidad.
El menú llegó rápido: un estofado gourmet servido con cuidado. Adrián pidió que lo dejaran solo. Comió lentamente, sin prisas, saboreando cada bocado. Para muchos en ese hotel, comer solo y de forma descuidada era extraño. Para él, era una elección consciente: un momento suyo, sin pretensiones.
En verano, comer estofado era una contradicción deliciosa: calor, especias y aire acondicionado. Aunque costaba más de 80 dólares, para Adrián no era un lujo, sino un placer.
Mientras masticaba, pensaba en la ironía de su vida: rodeado de lujo, pero encontrando satisfacción en los detalles simples.
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