Leda jamás imaginó que su luna de miel terminaría en una pesadilla.
Ella y su esposo Ángel caminaban por un sendero solitario en el bosque de Blacksire, riendo, tomados de la mano, cuando un gruñido profundo quebró la calma. Un hedor nauseabundo los envolvió. De pronto, el sendero desapareció; sólo quedaba la inmensidad oscura y una luna blanca, enorme, que parecía observarlos.
—¿Oíste eso? —susurró Leda, el corazón desbocado.
Ángel apretó su mano.
—Debe ser un animal. Vamos, no te asustes.
Pero el gruñido volvió, más cerca. El depredador jugaba con ellos, acechándolos. Un crujido a su derecha. Otro, detrás. Los gruñidos iban y venían, como si se burlara.
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El Bosque de la Diosa
El sol apenas asomaba cuando Leda abrió los ojos. El aire olía a tierra húmeda y flores extrañas. Afuera, la manada se movía en silencio; algunos lobos aullaban en la distancia, otros regresaban con presas colgando de sus fauces.
Ikki no estaba. Las pieles que cubrieron su cuerpo yacían arrugadas sobre el suelo. Por primera vez desde que llegó, Leda sintió que tenía una oportunidad. Debía escapar.
Tomó lo poco que tenía: su bolso, el celular inútil y una botella vacía. Se calzó las botas, respiró hondo y salió del toldo.
El bosque se extendía ante ella como un océano verde. Árboles gigantes, tan altos que apenas dejaban ver el cielo. Flores del tamaño de su torso se abrían lentamente, despidiendo aromas dulces y penetrantes. Helechos colgaban como cortinas, y mariposas de colores imposibles danzaban en el aire.
Por un instante, se olvidó del miedo.
—Es… hermoso —susurró.
Una brisa fresca acarició su rostro, trayendo consigo risas leves, como campanillas. Leda frunció el ceño. De entre las ramas, diminutas figuras aladas se asomaban, observándola con ojos brillantes. Hadas.
—Estoy alucinando. Seguro que estoy muerta y esto es el cielo… —murmuró, pero su corazón latía con fuerza.
Siguió avanzando, esquivando raíces y arbustos. Vio hongos luminosos, un riachuelo cristalino que cantaba entre las piedras y, sobre todo, paz. Algo que no sentía desde que Ángel murió.
Se arrodilló junto al agua, se miró reflejada: ojeras, cabello enmarañado, la ropa hecha trizas. Suspiró.
—Si logro encontrar el portal… si logro volver…
Un crujido detrás de ella la hizo girar. Nada. Solo el susurro del viento. Leda se puso en pie, el corazón acelerado.
—No voy a volver, no pienso… —
—¿A dónde crees que vas, mujer?
La voz retumbó como un trueno. Leda giró y lo vio: Ikki, emergiendo entre los árboles como una bestia blanca. Estaba en forma humana, apenas cubierto por un trozo de cuero en la cadera, con el torso marcado por heridas que aún sanaban. Sus ojos grises ardían de furia.
—¡Al carajo contigo! —gritó Leda—. ¡Me largo de este mundo de locos!
Ikki caminó hacia ella, lento, como un depredador acorralando a su presa.
—No entiendes nada, ¿verdad? Aquí no sobrevives ni un amanecer sin mí.
—¡Prefiero morir a ser tu luna!
Ikki se detuvo a un paso de ella. Su respiración era pesada, caliente.
—¿Morir? —su voz era grave, cortante—. Mira detrás de ti.
Leda giró apenas… y su sangre se heló. Entre las sombras, ojos rojos los observaban. Rogues. Dos, quizá tres, moviéndose como sombras entre la maleza.
Sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
—Mierda…
Ikki sonrió de lado, con un brillo salvaje en la mirada.
—¿Sigues queriendo escapar, mujer?
Leda lo miró, temblando. Sabía que no podía enfrentarlos. Sabía que, sin él, estaba perdida. Pero su orgullo no la dejó callar.
—No me salves por lástima.
Ikki gruñó, un sonido grave que erizó la piel de Leda. Su cuerpo cambió en un parpadeo: huesos crujieron, músculos se estiraron, y frente a ella apareció Orión, el lobo blanco, enorme, con los ojos ardiendo como brasas.
Los rogues se lanzaron al ataque, y la batalla comenzó. Garras contra garras, colmillos desgarrando carne. El bosque se llenó de gruñidos y sangre. Leda corrió hacia un árbol, se abrazó al tronco, el corazón a punto de explotar.
Orión luchaba como un demonio. Cada movimiento era brutal y hermoso, como una danza mortal. En segundos, todo terminó: dos cuerpos de rogues yacían inertes, y el tercero huyó entre chillidos.
Ikki volvió a su forma humana, cubierto de sangre, jadeando. Se acercó a ella con paso firme.
—¿Lo ves ahora? —rugió—. ¡Este no es tu mundo, Leda! Aquí no hay reglas, no hay misericordia. Si no aprendes… mueres.
Ella lo miró, el pecho subiendo y bajando a toda prisa. Parte de ella quería gritarle. Otra parte… quería llorar. Porque tenía razón.
—No soy como ustedes —murmuró—. Nunca lo seré.
Ikki se inclinó hasta quedar a la altura de su rostro. Su mirada era intensa, salvaje.
—Tal vez… —susurró—. O tal vez ya empezaste a serlo.
Leda tragó saliva, paralizada. Entonces Ikki la levantó como si fuera una pluma y la echó sobre su hombro.
—¡Suéltame, animal! —pataleó, golpeándolo con todas sus fuerzas.
—Grita lo que quieras, mujer. —Ikki sonrió con ferocidad—. Pero de aquí no te mueves sin mí.
Y con ella luchando y maldiciendo, se internó en el bosque, rumbo a la manada.