Cuando Aiden despierta en una cama de hospital sin recordar quién es, lo único que le dicen es que ha vuelto a su hogar: una isla remota, un padre que apenas reconoce, una vida que no siente como suya. Su memoria está en blanco, pero su cuerpo guarda una verdad que nadie quiere que recuerde.
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Cosas que aún huelen a ti
El consultorio de Leo olía a desinfectante, a crema dermatológica y a esa calma fingida que los pacientes buscan cuando entran con una mancha en la piel y salen con un diagnóstico. Algunos venían por acné, otros por rosácea, algunos pocos temían cáncer. Leo los atendía con profesionalismo. Con cortesía. Con precisión.
Pero ya no con el alma.
Desde que Aiden desapareció, todo lo que no fuera encontrarlo se sentía como un acto vacío.
Era como si el mundo hubiera seguido funcionando con una versión reducida de sí mismo.
Atendía desde las ocho hasta las seis, con la puntualidad de un hombre que no quería pensar demasiado. Solo pausaba entre paciente y paciente para mirar su celular, esperando un mensaje que nunca llegaba, o para revisar —una vez más— el buzón del correo electrónico donde había activado alertas con su nombre completo: Aiden Kael Makoa.
Nada nuevo.
Nada desde hacía nueve meses.
Esa noche volvió al apartamento. Se quitó la bata blanca y la colgó junto a la puerta como cada día. Encendió las luces cálidas del pasillo. La casa seguía igual: ordenada, silenciosa, con una taza de café a medio lavar aún sobre la encimera. Nadie la usaba desde hacía semanas, pero Leo se negaba a moverla.
Era la taza de Aiden.
Una blanca con el borde azul desgastado.
La misma que usaba cada mañana para el café con leche y el trocito de chocolate amargo que le gustaba rallar encima.
Leo la lavó finalmente esa noche.
No como un cierre.
Sino como un gesto.
Como si de alguna forma Aiden fuera a volver y notara que su taza estaba limpia.
El cuarto de Aiden permanecía intacto.
La cama hecha.
Las cortinas claras.
Un atrapasueños colgando junto a la ventana que aún tintineaba con el viento.
Y sobre el escritorio, el objeto que Leo no había podido guardar:
una camiseta gris de algodón, suave, arrugada, que aún olía a él.
La doblaba con cuidado una vez por semana, como un rito.
Nunca la lavó.
Tenía la sospecha absurda de que al hacerlo, borraría los últimos rastros de su presencia.
Y no estaba listo para eso.
Se sentó en la cama y la sostuvo entre las manos.
La apretó contra su pecho.
Cerró los ojos.
Y el recuerdo llegó.
Estaban en ese mismo cuarto.
Era de noche.
Aiden se vestía mientras Leo lo observaba desde la cama, medio dormido.
—¿Vas a pintar tan tarde? —preguntó Leo, con la voz ronca.
—Sí. Hay algo que no me deja dormir. Necesito sacarlo. —Aiden se puso la camiseta gris y tomó la mochila—. Vuelvo antes de que amanezca.
Leo lo detuvo tomándolo de la muñeca.
—¿Puedo ir contigo?
Aiden lo miró un instante, sorprendido. Luego sonrió.
—¿De verdad?
—Quiero verte pintar. Quiero ver cómo se ve tu mundo cuando nadie lo está mirando.
Aiden se quedó quieto. Después, con una dulzura casi rota, dijo:
—Te advierto que es un desastre.
—Me gustan tus desastres —respondió Leo.
Fue una de las pocas veces que Aiden no se fue solo.
El recuerdo se desvaneció como humo.
Leo se recostó en la cama.
La camiseta sobre su rostro.
Conteniendo el llanto.
El teléfono sonó a las 2:37 a. m.
Leo se levantó con el corazón desbocado.
Era un número desconocido.
Contestó sin pensarlo.
—¿Aiden?
Silencio. Luego, una voz masculina:
—¿Doctor Kim? Lo llamamos del hospital de Wharekura. Usted dejó este número como contacto en un antiguo registro. Lo sentimos si es muy tarde, pero necesitamos confirmar unos datos. ¿Es usted familiar de Aiden Makoa?
Leo se quedó sin aliento.
—Sí. Sí, lo soy. ¿Qué ocurrió?
—Lo tuvimos registrado hace meses por un ingreso de emergencia. Amnesia post-traumática. Pero fue dado de alta bajo la custodia del padre. Recientemente, una persona que investiga su caso nos pidió acceso a su archivo, y por eso reactivamos los datos de contacto. Disculpe la hora.
Leo se apoyó en el escritorio con una mano. Todo le daba vueltas.
—¿Una persona?
—Una enfermera. Maia Tanaka. Dijo estar preocupada por él. Mencionó su nombre, por eso lo llamamos.
Leo cerró los ojos.
—¿Puede darme más información? ¿Dónde está Aiden ahora?
—Lo sentimos, señor. Legalmente no podemos compartir nada más. Pero si está vinculado al caso, la señorita Tanaka probablemente lo contacte. Buenas noches -Click- La línea murió.
Leo se quedó de pie en la oscuridad, con el celular temblando entre los dedos.
Aiden estaba vivo.
En Wharekura.
Con su padre.
Y alguien más lo sabía.
A la mañana siguiente, Leo entró al consultorio y canceló todas las citas del día.
Tenía los ojos rojos y el corazón latiendo como si hubiera vuelto de entre los muertos.
Abrió su correo y escribió una sola línea:
Para Maia Tanaka:
Sé quién es Aiden. Necesito hablar con usted. Urgente.
Adjuntó su número personal.
Y pulsó enviar.
Por primera vez en meses, sintió que estaba caminando hacia él.
Y no solo buscándolo en la memoria.