Lo llamaban la flor del imperio. Tan perfecto, tan puro, tan irremediablemente suyo.
No era libre. No lo había sido desde que sus ojos cruzaron con los del emperador. Él lo llamo "La Flor del Imperio" y desde entonces no volvió a caminar solo.
Rodeado de lujos, pero encadenado al deseo de un hombre que confundía amor con poder, belleza con pertenencia.
—Eres mío— susurró —. Mi flor. Mi único tesoro y nadie roba lo que es del Emperador.
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Florecimiento
Eirian
El alba se colaba por los vitrales del palacio y pintaba de oro las piedras frías del pasillo. Yo estaba sentado, envuelto en una túnica blanca bordada con hilos dorados que parecían quemar mi piel. Los sirvientes se movían a mi alrededor, vestidos de negro, como sombras silenciosas.
Cada broche, cada hebilla, cada pliegue de la tela me parecía un grillete invisible que apretaba mi cuerpo y mi alma. Una sirvienta joven se acercó para ajustar mi capa; sus dedos temblaron al rozar mi piel.
—Majestad, no será tan terrible… —susurró, con la voz quebrada.
Pero un guardia la interrumpió, y ella bajó la cabeza, callada.
Me levanté y caminé hacia el espejo. Me miré fijamente, pero el reflejo me devolvió un rostro que no reconocía: pálido, marcado por la transformación, con ojos cansados y un cuerpo extraño.
¿Quién eres? me preguntó el silencio.
En el gran salón, la multitud esperaba en un murmullo contenido, como olas a punto de romper. El emperador apareció en el balcón, seguido de mí, que caminaba erguido, con paso firme, aunque mi corazón latía frenético.
El emperador tomó mi mano y la alzó ante el pueblo.
—Pueblo de Vanythar —declaró con voz fuerte—, este es Eirian de la Marca Prohibida. Mi consorte. Mi flor fértil. La sangre de la nueva era.
Un aplauso tímido se levantó, mezclado con susurros, miradas desconcertadas y rostros torcidos en desaprobación.
Una mujer mayor se santiguó y dio la espalda, y un niño lanzó una flor hacia nosotros. Atrapé la flor en el aire sin mirarla. En mi interior resonó una voz:
No soy una flor. Soy una espina. Una que sangra.
La carroza imperial avanzó lentamente por la calle principal, adornada con emblemas dorados y símbolos ancestrales. Me senté como una estatua viviente, el rostro inexpresivo. Las multitudes se agolpaban a ambos lados, y el sonido de los cascos de los caballos retumbaba como un latido pesado y constante.
Desde la multitud, una voz gritó:
—¡Impuro!
Los soldados silenciaron al desafiante, y el grito quedó ahogado entre murmullos reprimidos.
Una niña lanzó pétalos al aire, ignorante de la tragedia detrás de la pompa, mientras un anciano me observaba en silencio, con respeto y lástima.
A mi lado, el emperador caminaba con la máscara puesta, devolviendo a todos la ilusión de que aún controlaba cada movimiento
En un momento, la carroza se detuvo frente a una plaza llena de gente. Entre la multitud, vi unos ojos familiares. Un joven hizo un gesto sutil, llevó un dedo a sus labios pidiendo silencio.
Sentí una chispa: no estaba solo. No todo estaba perdido.
Cuando el desfile terminó, regresé al palacio arrastrando el peso de la transformación, la mirada pública, y mi destino. Exhausto, pero con una nueva determinación, pensé:
No soy un consorte. No soy una víctima. Soy la grieta por donde entrará la ruina.
Esa noche, el emperador me esperaba. Sin máscara, me besó en la frente con ternura y posesión.
—Hoy todos te han visto como mío —susurró.
Cerré los ojos, tomé aire y respondí con voz firme, a pesar del dolor:
—Hoy todos me han visto. Punto.
La puerta se cerró tras nosotros con un eco seco, dejando la penumbra como única testigo. Él me empujó contra la pared con una fuerza que no dejaba lugar a dudas: aquí no había espacio para la resistencia.
—Eirian —susurró, su aliento caliente rozando mi cuello—. No entiendes. No se trata solo de tu cuerpo. Se trata de la corona, del linaje, del poder.
Mi pecho se alzó con dificultad, la rabia burbujeando bajo la piel.
—¿Poder? —respondí, con voz cortante—. ¿Qué poder puede tener alguien que destruye lo que toca? ¿Que arrasa con mi voluntad y con mi alma?
Él sonrió, pero había algo oscuro, casi cruel, en esa sonrisa.
—Porque eres mía. Y solo yo puedo reconstruirte. Cada noche, cada acto, es un paso hacia la perfección. Una semilla que debe crecer.
Sus manos se posaron firmes sobre mis caderas, tirando de mí hacia él.
—Pero… —traté de apartarme—… no soy una semilla que quiera germinar.
—Eso es lo hermoso —dijo—. Porque aunque luches, florecerás. Aunque me odies, me necesitarás.
Me cubrió la boca con un beso, profundo y posesivo. La lucha se volvió tormenta adentro de mí, el fuego del dolor y la humillación mezclándose con un deseo que no pedí.
Me desperté al filo del alba, con la piel todavía ardiente, el cuerpo pesado y la mente fragmentada en mil pedazos.
Cada noche era una batalla. Cada encuentro, una mutilación del alma. Sentía cómo la magia, como una raíz venenosa, se extendía en mí, arrancando lo que quedaba de mi antigua identidad.
Pero hoy, había algo diferente.
El peso ya no era solo dolor o rabia. Era un cansancio abrumador, un vacío que absorbía todo mi fuego.
Me miré en el espejo del aposento. Mis ojos —esos ojos que antes brillaban con desafío— ahora eran un mar oscuro, profundo, donde se ahogaban mis sueños y mi resistencia.
—¿Quién soy? —me pregunté en voz baja, apenas un susurro.
No hubo respuesta.
Entonces entendí que luchar no me devolvería lo que había perdido. Que mi cuerpo, mi alma, se habían convertido en un lienzo pintado con la voluntad del emperador.
Sentí la traición más amarga: no había sido el enemigo quien me había quebrado, sino yo mismo, al permitirme caer.
Me senté en el borde de la cama, las manos temblando, y por primera vez no resistí el miedo, ni el dolor.
Los recuerdos de sus palabras, sus toques, sus imposiciones se mezclaron con los de mi propio cuerpo que respondía, que se entregaba a pesar del odio.
—Soy su flor —susurré, la voz rota—. Florezco, aunque sea en un jardín de espinas.
No quedaba fuerza para resistir.
No había planes. No había estrategia.
Solo un vacío profundo, donde la rabia, la esperanza y el orgullo se deshicieron en polvo.
Me convertí en una flor marchita, nacida en un terreno seco.
Aquel doblegarse no fue un acto de voluntad, sino de rendición inevitable.
Sentí cómo mi ser se fracturaba, cómo mis pensamientos se deshilachaban en fragmentos confusos.
El mundo a mi alrededor perdió nitidez.
Él seguía ahí, impasible, pero yo ya no era quien fui.
Ya no había fuego en mis ojos.
Solo un reflejo pálido, una sombra que existía porque debía existir.
Florecí no porque quisiera, sino porque no pude hacer otra cosa.
Y en ese doloroso florecer encontré una verdad oscura: a veces la derrota no es un fin, sino una forma de existir.
Una existencia rota, sí, pero aún existencia.
No sé qué me depara el mañana.
Solo sé que ahora camino con las raíces desnudas, expuestas al frío, sin la ilusión de un futuro brillante.
Pero camino.
Porque a pesar de todo, aún respiro.
Y a veces, eso basta.