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Aurora: Una Belleza Eterna

Aurora: Una Belleza Eterna

Status: En proceso
Genre:Dejar escapar al amor / Amor-odio / Amor eterno / Demonios / Brujas / Leyendas de fantasmas
Popularitas:626
Nilai: 5
nombre de autor: Sebastián Suarez

En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.

Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.

Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.

NovelToon tiene autorización de Sebastián Suarez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 09: "El lienzo de la mentira"

El sol me golpea en el rostro. Es una sensación extraña, cálida, real. Un recuerdo olvidado. El calor de un amanecer después de una noche sin dormir. ¿Cuánto tiempo hace que no dormía? Siglos. Siglos de vigilar, de vagar, de ser un eco de lo que fui. No tengo lugar en este mundo, pero por ahora la torre de la iglesia del pueblo es el único techo que encontré. Un lecho improvisado de polvo y recuerdos de plegarias.

Me levanto, sintiendo el crujido de mis huesos como si mi cuerpo fuera un traje que me acabo de poner. Miro por la ventana de la torre, y todo el pueblo se extiende a mis pies como un juguete. Pequeñas figuras se mueven, preparándose para empezar el día. Hombres llevando cestos, mujeres que lavan ropa, niños que corren por las calles. Una vida simple, una vida que nunca tuve.

Mis ojos, sin embargo, no buscan a la gente, sino a la gran mansión en la colina. Ahí está la vida que ahora ansío. La vida que me pertenece. Y ahí está él.

Toda la noche, las palabras de Lyonel se repitieron en mi cabeza, como un mantra silencioso. “Me gustaría dibujarte. Y pintarte. Mañana serás mi musa.” Musas. Nunca fui una musa. Fui un capricho, una obsesión, un pacto. Pero nunca fui la inspiración de un hombre. La idea de que me viera, de que quisiera capturar mi belleza en papel, me llenó de un calor que no había sentido desde que estaba viva. Un calor que me hizo pensar que tal vez, solo tal vez, mi existencia valdría algo más que una tumba en el cementerio de una familia.

Pero la duda me carcome como una espina. ¿Estoy realmente lista para esto? Para mostrarle una parte de mí que no está cubierta por la mentira de “Anna”. Él quiere ver mi alma, y mi alma es un lienzo cubierto de sangre y venganza.

Me pregunto qué pensaría si supiera que la mujer que se desmayó en el camino era un fantasma. O si supiera que la mujer que se levantó para sentarse a la mesa con él, lo hizo con la sangre de un demonio en sus ojos. ¿Huiría de mí? ¿O se quedaría para dibujar también esa oscuridad? Mi corazón se aprieta.

No puedo dar marcha atrás. No lo haré. Me ha dado una invitación que jamás tuve. No soy una simple campesina, no soy una intrusa en este mundo. Soy la musa de Lyonel Sinclair. Y si es la única forma de acercarme a él, entonces la tomaré.

Bajo la torre, sintiendo cada paso. Mi cuerpo es débil, pero mi voluntad es de acero. Hoy seré su musa, su inspiración, el objeto de su admiración. Y al final del día, él será mío, y nada, ni siquiera la dulce Eliza, podrá impedirlo.

A las afueras de la mansión, el sol de la mañana caía sobre mi piel como una promesa de renovación. El aire olía a rocío y piedra húmeda, pero mis pasos resonaban más pesados de lo que deberían. Caminaba con un cuerpo prestado, con una voluntad de hierro. No más susurros, no más vacilaciones. Solo pasos que me llevaban hacia él.

El mayordomo me abrió la puerta. Su mirada, fría y calculadora al principio, se suavizó en cuanto mencioné el nombre de Lyonel. Me condujo hasta el estudio. Allí me esperaba Eliza.

Su sonrisa, tan impecable como la noche anterior, me atravesó como una daga disfrazada de caricia.

—¡Anna! —exclamó, con una dulzura que me heló más que cualquier reproche—. Qué puntualidad. Lyonel aún no baja… ¿te molestaría esperar conmigo?

Asentí y tomé asiento frente a ella. La mesa estaba colmada de platillos: panes tiernos, frutas frescas, jarras de miel y un café humeante cuyo aroma me hizo rugir el estómago. No tenía hambre, pero mi cuerpo me traicionaba. Eliza notó mi debilidad al instante.

Con un gesto casi maternal, tomó un plato y me lo tendió.

—Vamos, come algo, Anna. No quisiera que volvieras a desmayarte.

Sus palabras parecían un cuidado sincero, pero el tono… el tono era otra cosa: dulzura con filo.

—Claro que estás bien —añadió, mirándome con esos ojos claros que parecían no pestañear—. Anoche Lyonel me hablaba de ti… decía que eras hermosa, que tu mirada parecía esconder un mundo entero.

Sentí que el corazón me golpeaba contra el pecho. Pero entonces llegó la estocada:

—Ya sabes cómo son los pintores. Ven belleza en todo lo que se les pone enfrente.

El aire se me atragantó en la garganta. ¿Me estaba advirtiendo? Sí. Me estaba diciendo: No creas que eres especial. Para él solo eres un rostro más en su colección de musas.

Tragué saliva, sonreí con la mejor máscara que encontré.

—Gracias, Eliza. Es usted muy amable.

Ella rio suavemente, pero su risa no tenía inocencia.

—No me digas “usted”, Anna. Somos amigas, ¿no lo recuerdas?

La palabra amigas me sonó como un insulto. Una cadena invisible.

—Claro, Eliza… —respondí, devolviendo la cortesía como quien devuelve un arma envainada—. Y, por cierto, te ves muy linda hoy.

Justo en ese instante, él entró en la habitación. Su sola presencia me hizo olvidar por un momento la punzada en mi pecho. Su cabello caía desordenado sobre la frente, como si el día lo hubiera sorprendido demasiado pronto, y en sus ojos brillaba esa inocencia que me hacía temblar.

—Anna —dijo, con una sonrisa que me robó el aire—, ¿estás lista?

—Sí… estoy lista.

Pero la voz de Eliza se alzó como un lazo que me sujetaba de los tobillos.

—No, todavía no lo estás —dijo, con la serenidad de quien mueve piezas invisibles en un tablero—. ¿Acaso olvidaste lo que te dije ayer, Anna? Te prometí regalarte uno de mis vestidos.

—¿R-regalar? —pregunté, confundida—. Creí que solo pensabas prestármelo.

Ella sonrió como una madre indulgente ante la torpeza de una niña.

—No, tontita —respondió con dulzura, casi acariciándome con la voz—. Quiero regalártelo. Estoy segura de que te quedará mejor que a mí.

La sinceridad en sus palabras era desconcertante. Sonaban limpias, transparentes. Pero en lo más profundo de mí, algo se resistía. ¿Es verdad lo que dice? ¿O es solo otro movimiento en este juego silencioso?

Me obligué a mantener la cabeza erguida. No. No voy a confiar en ella. No voy a ser débil.

La rabia se acumuló en mi garganta, amarga como hierro oxidado. Me obligué a respirar despacio, a no delatarme, a mantenerme inmóvil. Sin embargo, cada latido de mi corazón golpeaba con tal fuerza que juraba que podía escucharse en toda la estancia. Eliza seguía sonriendo, pero fue Lyonel quien me miró de verdad. Sus ojos buscaron los míos con esa calidez que me desarmaba, con esa ternura que era mi única grieta.

—¿Estás bien, Anna? —preguntó en voz baja, como si me hablara al oído y no delante de Eliza.

Me mordí la lengua antes de responder.

—S-sí, estoy bien —mentí, y la mentira se me incrustó en el pecho como una espina.

Eliza, tan impecable como siempre, aprovechó ese momento de vulnerabilidad para clavar su puñal envuelto en terciopelo.

—Le prometí a Anna que le daría uno de mis vestidos —dijo, con esa dulzura impecable que más que ternura era veneno—. Y las promesas, querida, deben cumplirse.

Me temblaron las manos bajo la mesa. Su amabilidad no era un regalo, era un recordatorio de mi desnudez, de mi fragilidad. Era como si me dijera: “Tú no eres nada sin lo que yo te doy. Si luces como una dama, será porque yo lo permito.”

Tragué saliva.

—No se preocupe, Eliza. No es necesario —respondí, forzando una sonrisa que sabía hueca.

—Claro que sí, querida. —Sus ojos chispearon con triunfo contenido—. Tengo un vestido que te quedará perfecto. Ven conmigo, quiero mostrártelo.

Su tono, tan ligero, escondía una orden disfrazada. Sentí el impulso de rebelarme, de gritarle quién era yo en realidad, de arrojarle la verdad a la cara: “No necesito tus vestidos. Fui una reina. He tenido más que tú en toda tu vida.” Pero guardé silencio. Porque mi silencio era mi máscara. Y porque la venganza, lo sabía bien, no se sirve caliente.

Me levanté lentamente, clavando los ojos en Lyonel. Él me observaba con una mezcla de curiosidad y desconcierto, ajeno al duelo invisible que se libraba entre su hermana y yo. Quizá me veía como una campesina agradecida, quizá como una niña frágil. O quizá, y eso me dolía más, no veía nada.

—Vamos, Anna —repitió Eliza, su voz suave como miel fresca.

La seguí por los pasillos de la mansión, cuyos retratos antiguos nos miraban desde las paredes como jueces silenciosos. El crujido de mis pasos sobre la madera se mezclaba con el eco del suyo, tan ligero que parecía burlarse del mío.

Cuando abrió la puerta de su habitación, sentí que entraba a otro mundo. Las paredes estaban cubiertas con telas delicadas, un tono marfil que atrapaba la luz del día. Los muebles, oscuros y pulidos, desprendían un aroma a cera y madera vieja. El tocador estaba coronado de frascos, peines de plata, joyas desperdigadas como si fueran trofeos de batallas íntimas. Pero lo que me dejó sin aliento fue el vestidor: un mar de vestidos colgando en orden perfecto, sedas, terciopelos, muselinas. Cada uno parecía tener una historia, y todos hablaban de privilegio.

Eliza me observaba mientras se adentraba en su arsenal de telas y colores. Finalmente, sacó un vestido de seda carmesí oscuro. El tono, profundo como la sangre, parecía latir en sus manos.

—Aquí está —dijo con una sonrisa que parecía triunfal, pero que llevaba escondida una sombra de algo más—. El vestido perfecto para ti.

Lo extendió frente a mí, y por un instante, mi rabia se disolvió en sorpresa. Era hermoso, imponente, como si la tela misma respirara. No era un regalo. No. Era un arma.

Me lo puse. La seda se deslizó por mi piel como un susurro, ajustándose a cada curva con precisión. Al mirarme en el espejo, me estremecí. No vi a la campesina torpe que Eliza quería exhibir. Vi a una reina. Una mujer. Una amenaza.

Eliza, por primera vez, no sonrió de inmediato. Me contempló, y en sus ojos vi algo inesperado: una chispa de envidia, mezclada con una admiración que no podía ocultar.

—Anna… eres… —susurró, incapaz de terminar la frase.

Yo sí terminé la escena.

—Gracias, Eliza —dije, con una sonrisa que llevaba veneno y poder a partes iguales—. Eres muy amable.

La palabra “amable” fue mi propia daga. Y en el fondo de mi pecho, junto con el latido acelerado, nació algo nuevo: no solo el deseo de sobrevivir, no solo el deseo de venganza… sino la certeza de que sería más que una musa pasajera. Sería la dueña de todo lo que ella temía perder.

—Vayamos —dijo Eliza, con la voz impregnada de esa dulzura que parecía inquebrantable, como si la tensión anterior no hubiera existido jamás. Su serenidad era desconcertante, una calma calculada que me envolvía más de lo que quería admitir.

Descendimos juntas hacia el estudio de Lyonel. El silencio entre nosotras no pesaba: era ligero, pero no inocente. Era el silencio de alguien que se sabe en ventaja.

Al abrirse la puerta, Lyonel levantó la vista y, al verme, sus ojos se abrieron de par en par. La sorpresa que asomó en su rostro fue tan genuina, tan desarmada, que no pude evitar que mis labios se curvaran en una sonrisa apenas contenida.

—Anna, estás… —murmuró.

No terminó la frase. Pero no hizo falta. La forma en que sus pupilas se encendieron, la manera en que se quedó mirándome como si todo lo demás hubiera dejado de existir, me revelaron lo que sus palabras callaban. Le había gustado. Le había gustado mucho.

—Eliza, tienes un don para esto —dijo Lyonel entonces, y su voz rebosaba de admiración sincera. Sus ojos todavía estaban puestos en mí, pero las palabras eran para ella. Y esa mezcla, ese triángulo invisible, me llenó de un placer extraño, casi cruel, como si al fin supiera lo que era vencer en un terreno que no entendía del todo.

Eliza sonrió, apenas inclinando la cabeza con la gracia de quien recoge un elogio ya esperado.

—Es un placer —respondió suavemente, y esas dos palabras, aunque amables, cayeron como un sello de propiedad.

Avancé hasta el sillón que había elegido y me senté. El roce de la seda contra mi piel me hizo estremecer. El carmesí del vestido me abrazaba como fuego, y por un instante sentí que estaba jugando un papel más grande que yo misma. Una diosa, pensé. O al menos, alguien capaz de parecerlo.

Lyonel se sentó frente a mí con un cuaderno en el regazo, un lápiz en mano. Sus ojos recorrieron mi rostro con una concentración casi febril, como si quisiera retener cada trazo antes de siquiera dibujarlo. Esa mirada me hizo temblar, pero no de miedo. Era algo distinto, algo más íntimo.

—Anna —dijo con voz baja, como si pronunciara un secreto—. ¿Estás lista?

—Sí —respondí, y aunque lo dije con seguridad, dentro de mí latía una tormenta.

Pero entonces, como si no pudiera permitir que ese instante me perteneciera, la voz de Eliza volvió a surgir. Era tan delicada como una caricia y tan implacable como una orden disfrazada.

—Lyonel, ¿no crees que sería mejor que Anna se sentara allí? —señaló con una mano elegante un sillón apartado, en el rincón más oscuro del estudio—. Así, la luz caería directo en su rostro y podrías capturar mejor la profundidad de sus ojos.

Su tono era impecable, razonable, hasta amable. Pero debajo había un filo: un recordatorio de que ella podía moverme a voluntad, como a una pieza más de un tablero invisible.

Lyonel giró hacia ella, considerando sus palabras. Ese simple gesto me atravesó. En mi pecho, la rabia se agitó, una rabia limpia, ardiente, que no buscaba gritar, sino afirmarse. No quería ser un objeto colocado de aquí para allá. No quería ser una musa desechable. Quería ser más.

—No —dije, y mi propia voz me sorprendió. Sonó firme, clara, cargada de una seguridad que hasta ese momento no sabía que me habitaba.

Eliza se tensó apenas, un destello mínimo en sus labios. Lyonel me observó con los ojos muy abiertos, sorprendido, pero no sólo sorprendido. Había en él una chispa distinta, un reconocimiento silencioso.

—Me quedaré aquí —añadí, sin apartar la mirada.

Y entonces ocurrió: nuestros ojos se encontraron, y el mundo pareció replegarse en torno a esa única conexión. Por un instante, no me miraba como a una musa ni como a un capricho pasajero. Me miraba como a una mujer. Una mujer que, por primera vez, estaba reclamando un lugar en su mundo… y quizás también en el suyo.

Él sonrió, y en sus ojos brilló una chispa que me atravesó como un rayo. Con un leve gesto de la mano, me indicó que tomara asiento en el centro de la habitación. Obedecí en silencio. La seda carmesí de mi vestido susurraba con cada paso, rozando mi piel como un secreto ardiente. Me senté erguida, la espalda recta, el mentón en alto. No era una campesina en ese instante. Me sentía coronada, como si una diadema invisible pesara sobre mi frente. Una reina en un trono prestado.

Lyonel tomó asiento frente a mí, el lápiz en su mano parecía temblar con la misma ansiedad que me recorría. Su mirada se posó sobre mí con una intensidad insoportable. No era la mirada de un artista que observa un modelo: era la de un explorador que, fascinado, busca adentrarse en lo desconocido. Sentí que trataba de atravesar cada capa de mí, de arrancar mis máscaras y encontrar la verdad que escondía en lo más hondo. El pulso se me aceleró; mis manos, incapaces de sostener la calma, se estremecieron. Las apreté en mi regazo con fuerza, como si al hacerlo pudiera sujetar también mi destino.

Entonces ocurrió.

Un rayo de sol, súbito y casi violento, atravesó el ventanal. La luz dorada se derramó sobre mí como una bendición o una condena. El carmesí del vestido ardió con un fulgor líquido, como un río de sangre que se encendiera bajo el sol. Mi cabello cambió de matiz, proyectando sombras profundas que lo volvían más oscuro, más enigmático. Y mis ojos… mis ojos parecían contener un fuego antiguo, como si una estrella se hubiera quebrado dentro de ellos y todavía palpitara en silencio. En ese instante, me convertí en algo más que humana. No era Anna. Era una visión. Una criatura que pertenecía tanto al mundo de los vivos como al de los sueños. Una diosa nacida de la penumbra.

El lápiz resbaló de los dedos de Lyonel y cayó al suelo con un golpe sordo. Él no se inclinó a recogerlo. Se quedó mirándome, con el asombro pintado en cada línea de su rostro.

—Anna… —susurró, apenas un aliento.

Eliza, que hasta entonces había permanecido en silencio en un rincón, se levantó de golpe, como si la realidad misma le hubiese arrebatado el aire. Sus ojos, que antes transmitían dulzura y seguridad, se abrieron con un desconcierto aterrador. La sonrisa que solía sostener se deshizo en un instante, dejando en su lugar un rostro desencajado por la incredulidad y el miedo.

—Lyonel… —murmuró, con la voz quebrada y los ojos abiertos de par en par—. ¿También estás viendo lo mismo que yo?

Los dos me miraban, atrapados en un mismo silencio. En sus rostros se mezclaban el desconcierto y la fascinación, un reverente temor que los volvía casi niños frente a lo desconocido. Yo ya no era una invitada torpe ni una campesina disfrazada de seda. En sus ojos, me había transformado en algo que los sobrepasaba: Aurora, la reina de los fantasmas, la musa que arde y devora a los poetas, la visión que puede unirlos o condenarlos.

Las horas se deslizaron con una suavidad casi cruel, como arena escapando entre los dedos. Nadie pareció notarlo hasta que la penumbra ya había cubierto los ventanales. Afuera, el cielo se había hundido en un azul profundo, casi negro, mientras dentro del estudio las velas parpadeaban sobre la mesa y las estanterías, tiñendo todo de un resplandor cálido y titilante. La luz oscilante jugaba sobre el lienzo frente a Lyonel, dotando a mis facciones pintadas de una vida inquietante, como si la versión de mí que habitaba en esa tela respirara en silencio.

Lyonel dejó caer el pincel con un suspiro satisfecho. Una fina capa de hollín de grafito ensuciaba sus mejillas, como si hubiera librado una batalla secreta contra la obra. Se estiró, agotado pero con los ojos encendidos, más brillantes de lo que jamás se los había visto. En un rincón, Eliza se había quedado dormida sobre un sofá, con un libro deslizándose de su regazo y un suspiro que apenas rozaba el silencio de la sala.

—Creo que por hoy es suficiente —dijo Lyonel, quebrando la quietud con su voz ronca.

—Ya… ¿es de noche? —murmuré, sorprendida de oírme a mí misma. No recordaba la última vez que habíamos hablado. Él había pintado. Yo había observado. Y sin embargo, esa mutua soledad compartida nos había tejido en una intimidad extraña, más fuerte que cualquier palabra.

—Sí, tienes razón —respondió con una media sonrisa. Se pasó una mano por el cabello manchado y me miró con una expresión que me atravesó. Parecía agotado, pero feliz—. Es increíble lo que puede lograrse cuando alguien encuentra a su musa.

Eliza abrió los ojos de golpe, como si ese instante hubiera sido su llamado.

—¿Qué hora es? —preguntó con sobresalto, llevándose la mano al pecho.

—Muy tarde —repuso Lyonel, sin soltar aún esa sonrisa.

Ella se incorporó, se sacudió el vestido y nos dedicó una mirada ligera, casi cómplice.

—Pues entonces, cenemos. He hecho preparar la mesa; estoy segura de que necesitamos reponer fuerzas.

Atravesamos los pasillos silenciosos de la mansión, donde cada eco de nuestros pasos parecía cargar con un presagio. La cena aguardaba servida en una mesa larga, vestida de plata y cristal. Platos rebosantes de panes tibios, quesos, frutas y carnes que apenas recordaba de mi otra vida. El aroma me revolvió el estómago, y aunque no tenía hambre, mi cuerpo me traicionó con un rugido vergonzoso.

Eliza tomó asiento frente a mí, Lyonel a su lado. Ambos esperaron, en un gesto silencioso y amable, a que yo ocupara mi lugar. Me senté, con la sensación de estar aceptando un destino en ese preciso instante.

—Anna, ¿cómo te sentiste hoy? —preguntó Lyonel, con genuino interés.

—Fue… fue maravilloso —respondí, aunque la emoción quebró mi voz.

Él me sonrió, y sus ojos parecieron iluminarse.

—No tienes idea de lo que has regalado a este lienzo. No es solo tu imagen: es una historia.

Eliza intervino con una dulzura calculada:

—Lyonel siempre ha sido así. Desde niños lo fue. Yo solía posar para él durante horas.

Sus palabras me hirieron más de lo que debían. Era un recordatorio de que yo no era única, de que había existido un pasado compartido que me desplazaba. Pero callé, tragándome la bilis de la rabia.

—¿Y tú, Eliza? —pregunté, forzando la calma—. ¿Qué es lo que más disfrutas?

Ella ladeó la cabeza, con un aire soñado.

—Lo cotidiano. Pasear a caballo, ver atardeceres en el mar, reír en compañía de quienes quiero. Esos momentos simples son los que se convierten en recuerdos eternos.

—¿Y tú, Lyonel? —dije, desviando la atención hacia él.

Él sostuvo mi mirada, y la palabra salió de sus labios con la lentitud de un dardo certero:

—Me gusta todo lo que me haga sentir vivo: la música, la poesía, el arte… y el amor.

La última palabra me golpeó de lleno. El calor subió a mis mejillas antes de poder ocultarlo.

Eliza rió, aunque su risa me sonó amarga.

—Siempre ha sido un romántico. Y un buen hijo, ¿verdad, Lyonel?

—Eso dicen —respondió él con un encogimiento de hombros—. Aunque no siempre pienso como mis padres. Mi padre insiste en que debo casarme y tener hijos para alcanzar la felicidad. Mi madre, en que debo elegir una mujer de mi misma clase social.

Me sorprendió la sencillez con la que lo decía. No había arrogancia en su voz, ni ese tono de superioridad que esperaba de alguien como él. Solo sinceridad. Y en ese instante lo pensé: qué lindo era cuando hablaba así, sin máscaras. No importaba la distancia de nuestras clases sociales, no me importaba ser yo la intrusa en su mundo; al escucharlo, todo eso parecía desvanecerse.

—¿Y tus padres, Eliza? —pregunté, buscando mantenerme firme.

—Ellos siempre me han apoyado —contestó con una sonrisa impecable—. Solo me han pedido una cosa: que me case con alguien que me ame por encima de todo.

Sus palabras fueron un espejo cruel, y en ese reflejo descubrí lo evidente: yo no pertenecía a ese mundo. Mientras ellos hablaban de padres que los guiaban, de futuros que podían moldear con sus propias manos, yo me veía obligada a enfrentar el hueco de mi propia historia. No tenía raíces que me sostuvieran, ni recuerdos nítidos a los que aferrarme. Lo mío era un pasado deshecho, como un tapiz arrancado de cuajo, y un presente prestado, que se me podía arrebatar en cualquier momento.

—¿Y tú, Anna? —preguntó Lyonel con una suavidad que dolía más que cualquier filo—. ¿Qué hay de tus padres?

La pregunta me atravesó como una daga que no esperaba. Por un instante quise desaparecer, huir antes de dejar que mis labios revelaran el vacío. Podía mentir, podía tejer una historia falsa que me envolviera como un manto. Pero en ese momento, casi sin darme cuenta, decidí aferrarme a lo único verdadero que quedaba en mí: un recuerdo vago, frágil, casi deshilachado por el tiempo.

—Ellos… eran muy buenos —murmuré, y mi voz tembló como si cada palabra saliera de una herida abierta—. Siempre eran amables con todos, siempre tenían una sonrisa. Yo recuerdo… recuerdo que me protegían de todo. Como si nada malo pudiera alcanzarme mientras estuviera con ellos.

Las imágenes eran difusas, como sombras bañadas por una luz lejana: una mano acariciando mi cabello, una risa que estallaba cálida en la cocina, unos brazos que me rodeaban cuando tenía miedo. Apenas retazos, pero en ellos se escondía toda la ternura que había perdido.

La voz me ardía, quebrándose entre la nostalgia y el dolor. Aquellas palabras no eran mentira, pero tampoco una verdad completa. Eran lo único que quedaba en pie de una vida deshecha. Una plegaria disfrazada de memoria.

—Y, Anna, ¿cómo está Rose? —preguntó Eliza con una dulzura tan genuina que me desarmó al instante.

El nombre me golpeó como una piedra en el pecho. Rose. La mentira que había inventado a la ligera, la hermana que no existía. ¿Cómo podía haberse quedado con ese detalle? Sentí el estómago encogerse y un escalofrío recorrerme la espalda. Mi respiración se volvió pesada, como si de pronto el aire de la sala se hubiera vuelto demasiado denso para mis pulmones.

—E-está muy bien, gracias por preguntar —respondí al fin, la voz quebrada, tartamudeando como una niña atrapada en una travesura.

Lyonel arqueó las cejas con sorpresa, y en sus ojos brilló una curiosidad inocente que me atravesó como una daga.

—¿Tienes una hermana menor? —dijo con entusiasmo sincero—. ¡Qué genial! ¿Y es tan gentil como tú?

El corazón me retumbaba con fuerza. Mentira sobre mentira. No podía detenerme ahora. Me obligué a sonreír, aunque por dentro me temblaban hasta los huesos.

—Sí… sí, es muy gentil con todos —murmuré, aferrándome a esa vaga imagen, como si al repetirla pudiera darle vida a la sombra que yo misma había inventado.

Eliza sonrió con entusiasmo, y esa calidez suya que solía tranquilizarme, esta vez se volvió una tortura.

—¡Me encantaría conocerla! ¿Por qué no la traes mañana a jugar a la casa? Estoy segura de que se llevarían bien.

Las palabras me cayeron como un relámpago. Mañana. Ella quería conocerla mañana. Una niña que no existía. Mi cuerpo entero se tensó; sentí un sudor frío recorrerme la nuca. No era solo la mentira lo que me ahogaba, era la cruel ironía de que justo mañana… mañana el pacto con Dantalion me despojaría de esta frágil humanidad, devolviéndome a mi forma espectral. Y la próxima vez que podría volver a ser humana sería dentro de dos semanas.

Tenía que reaccionar. Tenía que inventar algo ya.

—Lo siento mucho —dije, esforzándome por sonar convincente mientras mi voz temblaba como una hoja en medio del viento—. No podré traerla mañana. Mi padre… quiere que viajemos a un pueblo cercano. Para vender ganado y… comprar provisiones para la siembra.

Era una mentira burda, hilada con la desesperación del momento, pero salió de mi boca con el peso de la verdad.

—¡Oh, qué lástima! —exclamó Eliza, y en su rostro se dibujó un gesto de tristeza sincera. Luego, con un dejo de esperanza, añadió—: ¿Y cuánto tiempo estarán fuera?

Tragué saliva. La respuesta me quemó la garganta.

—Dos semanas —susurré.

Eliza y Lyonel intercambiaron una mirada, y vi en sus ojos un brillo de decepción que me atravesó el pecho. Esa tristeza inocente era peor que cualquier reproche.

—Bueno… nos veremos en dos semanas —dijo Lyonel al fin. Su voz cargaba una desilusión tan palpable que me dolió. Me sostuvo la mirada un instante, y añadió con ternura—: Prométeme que la traerás. A ella… y a ti, por supuesto.

Sonreí débilmente, aunque sentía que el suelo se abría bajo mis pies.

—Lo prometo —susurré, sabiendo muy bien que era una promesa imposible.

Y en ese momento lo entendí con brutal claridad: tenía dos semanas. Dos semanas para encontrar cómo llevar al mundo una niña que no existía. Dos semanas para urdir una salida antes de que mi mentira se desplomara sobre mí.

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Anna
Ariadne tenía razón 😢
Anna
Q linda es Ariadne 🥰
sebastian
Pobre Ariadne
sebastian
Pobre Ariadne
Lector de vida
me parece muy interesante la trama, continua así 👌
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
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