Thiago Andrade luchó con uñas y dientes por un lugar en el mundo. A los 25 años, con las cicatrices del rechazo familiar y del prejuicio, finalmente consigue un puesto como asistente personal del CEO más temido de São Paulo: Gael Ferraz.
Gael, de 35 años, es frío, perfeccionista y lleva una vida que parece perfecta al lado de su novia y de una reputación intachable. Pero cuando Thiago entra en su rutina, su orden comienza a desmoronarse.
Entre miradas que arden, silencios que dicen más que las palabras y un deseo que ninguno de los dos se atreve a nombrar, nace una tensión peligrosa y arrebatadora.
Porque el amor —o lo que sea esto— no debería suceder. No allí. No debajo del piso 32.
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Capítulo 9
Gael Ferraz se estaba volviendo loco.
No había otra explicación lógica para lo que sentía. Era como si una pequeña grieta se hubiera formado dentro de su pecho, y ahora, con cada mirada de Thiago, con cada silencio cargado de tensión, esa grieta aumentara.
Ya no conseguía ignorarlo. Ni disimularlo.
Lo peor era el después.
Después de la reunión.
Después de la mirada. Del susurro.
Después de aquel gesto sutil, pero tan cargado de intención que parecía resonar por dentro de la piel.
Thiago había hecho algo con él. Algo sin toque, sin beso, sin nada. Pero que lo dejó despierto hasta las tres de la mañana mirando al techo, intentando convencerse de que aquello era solo provocación. Solo juego de poder. Solo respuesta emocional a un momento vulnerable.
Pero no lo era.
Era otra cosa.
Y odiaba no saber nombrarla.
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A la mañana siguiente, Gael canceló dos reuniones y condujo solo hasta el barrio donde había crecido. Un lugar que él raramente visitaba. Caserones antiguos, calles arboladas, muros bajos. Paró frente a una casa beige con ventanas azules.
Tocó el timbre.
Camila abrió la puerta con el pelo recogido en un moño desordenado y una taza de té en la mano.
— ¿Gael Ferraz en mi puerta? ¿Está lloviendo en el desierto?
— Necesito hablar.
— Si es sobre matrimonio, terapia o dinero, estoy fuera.
— Es sobre mí.
Ella se puso seria. Le dio espacio para entrar.
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Camila era su amiga desde los ocho años. Estudiaron juntos. Crecieron juntos. Ella fue la única que lo vio llorando cuando el padre murió. La única que sabía que, por detrás de la frialdad, había un niño que solo quería ser aceptado por la madre.
Y era por eso que Helena la odiaba.
Porque ella veía lo que nadie más veía.
— Habla, Ferraz. ¿Qué te trajo hasta aquí con esa cara de quien se tragó vidrio?
Gael respiró hondo. Miró la taza en las manos de ella. El sofá viejo. La estantería desordenada. Todo allí era desorganizado. Real. Humano.
— Hay alguien en mi trabajo — comenzó. — Un funcionario. Un… hombre.
Camila lo encaró. No dijo nada.
— No sé lo que está pasando conmigo. Él me irrita. Me provoca. Me saca de eje. Pero… me quedo pensando en él. Tipo… demasiado. De un modo extraño.
— Gael.
— Nunca sentí eso. Nunca. No por un hombre.
— Y ahora sientes.
— ¿Y si eso es real?
— Entonces es real.
Gael se levantó. Caminó por la sala, afligido.
— ¿Y mi madre? ¿Y los socios? ¿Y la puta de mi reputación?
Camila bebió un sorbo del té. Lo miró como quien ya sabía la respuesta hace mucho tiempo.
— La reputación es lo que vistes. ¿Pero y lo que sientes? ¿Vas a continuar escondiendo? ¿Enterrando? ¿Fingiendo?
— No sé qué hacer, Camila.
— Yo sí. — Ella se acercó y puso la mano en el hombro de él. — Para de huir.
Gael se sentó. Cubrió el rostro con las manos.
Y por primera vez, sintió miedo.
No de lo que podía perder.
Sino de lo que estaba comenzando a sentir.
Gael todavía estaba sentado, manos en el rostro, cuando Camila habló de nuevo.
— Necesitas parar de vivir la vida que tu madre proyectó para ti.
Él no respondió.
— Estás cercado de lujo, estatus, respeto… pero vives como un hombre acorralado. Tú crees que eres libre, Gael, pero todo lo que haces, cada decisión, cada palabra… es para mantener esa imagen de CEO inquebrantable. Imagen esa que ni siquiera es tuya.
— No es tan simple.
— Es exactamente simple. Solo es doloroso.
Ella se arrodilló frente a él.
— Puedes pasar el resto de la vida negando. Casarte con Helena, tener dos hijos, fotos en Instagram, cenas perfectas… y ser infeliz hasta el fin. O puedes parar de huir.
Gael la encaró. Los ojos rojos.
— ¿Y si me arrepiento?
Camila sonrió, triste.
— Gael… ya te estás arrepintiendo. De lo que no viviste.
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A las 16h18, él volvió a la empresa.
Pasó por los corredores sin mirar a nadie. La postura impecable de siempre estaba allí, pero el alma parecía ausente.
Clarissa intentó hablar con él. Él apenas asintió.
Entró en su propia sala y cerró la puerta, sin decir nada.
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Thiago percibió de inmediato.
Algo estaba errado. El modo como Gael andaba, como no miraba a nadie a los ojos, como el mentón estaba menos firme, como los hombros cargaban un peso que no era trabajo.
A las 17h12, agarró la carpeta con las planillas actualizadas y fue hasta la sala de él.
Golpeó.
— Entra — vino la voz, fraca.
Thiago entró despacio. Estaba más calmo que lo habitual. Más atento.
— Aquí están las planillas que el señor pidió. Actualicé los márgenes y corregí los números del segundo trimestre.
Gael agarró la carpeta, pero no miró.
Thiago se quedó parado por un instante. El silencio era diferente. Denso. Casi… triste.
— ¿Qué está pasando? — preguntó, con la voz baja, firme. — Estás extraño. Estás… lejos. No eres el mismo de siempre.
Gael lo miró por primera vez en horas.
Y allí, en el fondo de aquellos ojos, Thiago vio algo nuevo. Algo crudo. Algo que nunca había visto en el hombre frío y poderoso del piso 32.
— Thiago… — Gael comenzó, pero no terminó.
Las palabras murieron en la garganta.
Ellos se quedaron allí. Parados. El mundo girando allá afuera. Pero en aquella sala, el tiempo paró.
El silencio ahora no era vacío.
Era preludio.
Thiago sintió el corazón acelerar.
Gael sujetaba la carpeta con fuerza, como si fuera un escudo.
Y entonces, los ojos de ellos se encontraron de nuevo.
Hondo. Recto. Sin armaduras.
Algo estaba a punto de suceder.
Pero no en aquel segundo.
Aún no.