Mucho antes de que los hombres escribieran historia, cuando los orcos aún no habían nacido y los dioses caminaban entre las estrellas, los Altos Elfos libraron una guerra que cambiaría el destino del mundo. Con su magia ancestral y su sabiduría sin límites, enfrentaron a los Señores Demoníacos, entidades que ni la muerte podía detener. La victoria fue suya... o eso creyeron. Sellaron el mal en el Abismo y partieron hacia lo desconocido, dejando atrás ruinas, artefactos prohibidos y un silencio que duró mil años. Ahora, en una era que olvidó los mitos, las sombras vuelven a moverse. Porque el mal nunca muere. Solo espera...
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La Caída de la Ciudadela de la Luz
Los cielos ardían mientras Samael surcaba el firmamento en su pegaso, la mirada fija hacia el horizonte, los ojos empañados por lágrimas de impotencia. Abajo, la Ciudadela de la Luz, bastión sagrado de los paladines, era asediada por las hordas de Hazrral. Columnas de humo se alzaban como dedos del abismo, y la tierra temblaba con cada golpe de las catapultas orcas.
—¡Quemen todo! —bramó Hazrral desde una colina en llamas, con la Espada del Vacío en alto—. ¡Quemen hasta el último ladrillo, hasta que el sol no se atreva a salir sobre estas ruinas!
Sus berserkers, orcos deformados por la magia oscura, montaban lobos guargos, arrojándose contra las murallas con furia salvaje. Los paladines, desde los más jóvenes aprendices hasta los guerreros veteranos, formaban un muro de acero y luz, resistiendo como podían.
Dentro de la ciudad, el Gran Maestre levantó su martillo envuelto en luz dorada.
—¡Proteged la Luz! ¡Proteged a los aprendices! ¡Arcángeles, por nuestro Señor, no retrocedáis!
Miguel, su rostro endurecido por la batalla, giró hacia sus hermanos.
—¡Es ahora o nunca! ¡Por la Luz eterna!
Gabriel, blandiendo una espada resplandeciente, exclamó:
—¡Estos no son orcos! ¡Están poseídos… son demonios con piel de bestia!
Rafael, herido pero de pie, gritó:
—¡La ciudad no debe caer! ¡Somos el bastión donde nace el sol!
Jofiel, con su armadura brillante, se lanzó contra un grupo de berserkers.
—¡POR LA LUZ!
Pero antes de impactar, fue abatido brutalmente. Su cuerpo fue desgarrado ante los ojos de todos.
—¡¡NOOOOOOOO, JOFIEL!! —rugió Barachkel, sumido en una ira cegadora que desató un estallido de luz cegadora a su alrededor, arrancando vidas enemigas por decenas.
En las puertas ya abiertas por las explosiones, Hazrral avanzaba. Con cada paso, su magia oscura marchitaba el suelo. Cortaba paladines como si fueran hojas secas.
—¡No son rivales para la Espada del Vacío! —gritó con burla—. ¡Montad a los guargos, destruíd todo, FUEGO!
Las catapultas orcas no se detuvieron. Piedras envueltas en llamas arrasaban torres, templos, casas… El cielo era un mar de fuego.
Entonces, descendió el Gran Maestre, su rostro sereno, pero su mirada ardía con determinación. Frente al chamán orco, clavó su martillo en el suelo.
—Has traído la muerte a tu pueblo, Hazrral. No eres más que un siervo de sombras. Pero aquí… aquí es donde tu oscuridad encuentra la luz.
Hazrral rió con desprecio.
—Tú, anciano... eres el último eslabón de una cadena oxidada. Hoy la Luz muere.
Y comenzó el combate.
Chispas de luz y oscuridad cruzaban el aire como meteoros. El Gran Maestre luchaba como una leyenda viva, sus golpes desataban ondas de energía. Pero la Espada del Vacío era más. Era un arma forjada por el mismísimo Abismo.
Con un rugido bestial, Hazrral atravesó el pecho del anciano. El golpe fue tan brutal que la armadura sagrada se quebró como cris
—Tu ciudad —susurró Hazrral al oído del maestro— le pertenece a mis amos.
Y con un segundo golpe, desintegró su cuerpo en una explosión de oscuridad.
—¡¡¡MAESTROOO!!! —gritó Miguel, lanzándose al ataque. Los arcángeles lo siguieron, una tormenta de luz desatada.
Golpe tras golpe llovió sobre el brujo. Por un momento, parecía retroceder.
Pero Hazrral levantó el Anillo del Fin, y su cuerpo fue envuelto en sombras líquidas, tan densas como la muerte misma.
—¡¿Creéis que podéis herirme?! ¡Yo he sido tocado por los Señores del Abismo!
Con un rugido, liberó una ola de magia oscura que quebró los martillos, rompió las armaduras, y arrojó a los arcángeles como muñecos rotos al suelo.
Miguel, herido, sangrando, intentó levantarse. Hazrral le pisó el pecho, aplastándolo contra las piedras ardientes.
—La Ciudadela de la Luz cae esta noche. Y tú… vivirás para ver cómo la esperanza se convierte en cenizas.
Los otros arcángeles, rotos, apenas respiraban. Hazrral levantó su espada al cielo.
—¡Tomad a los sobrevivientes! ¡Necesitaremos esclavos para la forja del nuevo mundo!
Las llamas envolvían las torres sagradas mientras el estandarte de la Luz se derrumbaba por primera vez en milenios.
Desde los cielos, Samael lo vio todo. Lágrimas de rabia y dolor brotaban de sus ojos.
—Los dioses nos abandonaron… —susurró—. No… no… ¡Esto no termina aquí!
El pegaso voló más alto, llevando consigo la última esperanza. Mientras tanto, en el infierno sobre la tierra, comenzaba una nueva era: la era de la Oscuridad.
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