Su muerte no es un final, sino un nacimiento. zero despierta en un cuerpo nuevo, en un mundo diferente: un mundo donde la paz y la tranquilidad reinan.
¿pero en realidad será una reencarnación tranquila?
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Tormenta
Las velas ondeaban como bestias atrapadas.
El cielo, tan azul a la mañana siguiente de su partida, se había tornado gris, luego violeta, y finalmente un negro profundo, salpicado por luces efímeras que no eran estrellas.
Los truenos rompían la calma, y el viento azotaba las velas del barco como si quisiera arrancarlas del mástil.
Artemisa lo sintió antes de que los mercenarios anunciaran.
Una presión en el aire, una humedad distinta que se metía bajo la piel.
Apretó a Leo contra su pecho y buscó un rincón más resguardado de la cubierta, antes de que el capitán gritara la orden:
—¡Aseguren las velas! ¡Tormenta a la vista!
Leo, que al inicio observaba el vaivén del mar con asombro tranquilo, comenzó a gemir.
La presión, el viento, los gritos de pánico, todo era demasiado familiar para el.
Su cuerpecito se estremecía en los brazos de Artemisa, que lo envolvió con su capa.
—Shhh… mamá está aquí… —susurró, cubriéndolo con todo su cuerpo.
Entonces, el cielo se abrió.
La lluvia no cayó. Golpeó
No parecían gotas de agua en absoluto.
Los marineros gritaban mientras el viento les arrancaba la voz.
—¡Las velas se rasgan, capitán! ¡La mayor está perdiendo tensión!
—¡Amarren los cabos, Aldo! ¡Si se rompe el mástil, no llegamos ni a tierra maldita!
Aldo, un hombre de barba espesa y manos callosas, corría por la cubierta como un lobo viejo que aún sabía luchar contra la tormenta.
—¡El timón se resiste! ¡Tenemos que girar hacia el oeste, o nos arrastrará contra las rocas!
—¡Si giramos ahora, nos lanza de lado! ¡¡Maldita sea, aguanten!!
El barco crujía como si fuera de huesos y no de madera.
Las olas golpeaban el casco con la fuerza de una muralla viva. Cada impacto hacía que Artemisa sintiera que el suelo se partía en dos. El agua se filtraba por las rendijas, goteando sobre su capa, sobre Leo, que ya no lloraba: solo gemía, enterrando su carita en el cuello de su madre.
—Tranquilo, pequeño… estoy aquí… no voy a dejar que te pase nada…
Otro trueno. Un relámpago rasgó el cielo, y por un segundo, todo quedó blanco.
Aldo se tambaleó y cayó, pero se levantó de inmediato, con sangre en la ceja.
—¡Capitán! ¡Una ola viene del este, es enorme!
El capitán miró hacia el horizonte.
Lo vio.
Una pared de agua, alta como una montaña, acercándose con la furia de un dios despierto.
—¡AGÁRRENSE DE LO QUE PUEDAN!
El barco chilló como una bestia herida.
Artemisa abrazó a Leo con toda la fuerza de su alma.
El mundo se volvió ruido, agua y oscuridad.
—Aaah… ¡m-mah… ma…! —balbuceó, temblando, con la carita empapada no solo por la lluvia, sino por el calor que comenzaba a subirle a la piel.
El viento parecía querer arrancarlos del barco. Los marineros luchaban con las cuerdas, empapados hasta los huesos, sin prestar atención a la mujer encorvada con su hijo bajo una capa oscura.
Pero Artemisa solo tenía ojos para él.
Leo estaba caliente.
Demasiado caliente.
Lo abrazó aún más fuerte y se deslizó con él hacia la escotilla que llevaba a los camarotes. Una mano temblorosa le abrió el paso, y descendió los escalones resbalosos con el corazón en la garganta, mientras Leo gemía sin parar.
Llegaron a su camarote. Una pequeña habitación de madera crujiente, con una cama mediana y un baúl en el rincón. La lluvia golpeaba el techo con furia. El barco se mecía como si quisiera volcarse, y cada golpe del mar contra el casco era una amenaza.
Artemisa colocó a Leo sobre la manta. Su carita estaba roja, el pelo pegado a la frente, los ojos entreabiertos.
—No, no, no… Leo, cariño, mírame —susurró con voz temblorosa.
Él apenas movió la cabeza.
—Mmm… mah…
Era un quejido suave, ronco, y lleno de calor. Artemisa lo tocó. Ardía.
Desató el saco con manos urgentes. De la alforja sacó un pequeño frasco con gotas de raíz de sauco, algo que había preparado días antes por si enfermaba en el camino. Lo mezcló con unas gotas de agua en una cuchara de madera, y luego lo llevó con cuidado a la boquita de Leo.
—Toma esto, amor… mamá está contigo. No pasa nada, shhh…
Leo tragó sin fuerzas, y su cuerpo se relajó un poco. Artemisa lo envolvió solo con una sábana delgada, y colocó trapos húmedos sobre su frente. Afuera, el cielo seguía rugiendo, pero el mundo se había reducido a ese camarote oscuro, al calor de un cuerpo pequeño que ardía, y a la desesperación muda de una madre.
El barco se inclinó bruscamente hacia un lado. Algo golpeó contra la pared de madera, haciendo que la litera temblara. Artemisa se sostuvo del borde con una mano, sin apartar la otra de Leo.
No ahora… no cuando por fin estábamos lejos…
El agua comenzaba a filtrarse por la rendija de la puerta. Goteaba en el suelo con insistencia, como un recordatorio constante de que nada estaba bajo control.
Arriba, se escuchaban gritos.
—¡El mástil cedió! ¡La vela mayor ha caído!
—¡Sujétenlo o nos arrastra al fondo!
—¡Capitán, el timón no responde!
—¡Aldo! ¡¿DÓNDE ESTÁ ALDO?! ¡¿ALGUIEN LO VIO CAER?!
El pánico subía como el agua. Las voces eran cada vez más frenéticas, interrumpidas por el rugido del mar que golpeaba con furia.
Una tabla del techo se desprendió en algún rincón. El viento se colaba por las rendijas, aullando como una bestia enloquecida.
Artemisa presionó su frente contra la de Leo.
—Vas a estar bien. No importa si este barco se parte en dos… no voy a soltarte.
Cerró los ojos con fuerza.
El barco crujía.
Un sonido largo, como si se desgarrara por dentro.
Afuera, el océano rugía.
Artemisa que aun seguía junto a Leo, tenía su mano en la pequeña frente ardiente, los dedos temblorosos presionando el pañuelo húmedo que ya había perdido el frío.
El líquido de raíz de sauco, que siempre funcionaba con fiebres leves, no había hecho efecto.
Leo respiraba entrecortado, su pecho subía y bajaba con dificultad. Las mejillas estaban rojas, y la piel, cada vez más caliente al tacto.
—No… no, no, no —murmuró Artemisa, revisando el frasco con manos torpes—. ¿Por qué no funciona?
El contenido no estaba vencido. No era veneno. Lo había hecho ella misma, como siempre. Pero el cuerpo de Leo no lo aceptaba. O… algo más pasaba.
El barco se volvió a sacudir, y una ola más golpeó el casco con un estruendo hueco. El agua que se filtraba por la puerta se extendió como una lengua oscura por el suelo del camarote.
Artemisa se alzó y lo sostuvo contra su pecho otra vez, con desesperación.
—Resiste… solo un poco más, mi amor —le suplicó con voz baja, ronca de miedo.
Leo ya no lloraba. Solo emitía pequeños quejidos, débiles, como si se estuviera apagando lentamente.
El aire del camarote era tenso. La madera húmeda, el calor del cuerpo del niño, la tensión en sus músculos… todo estaba apretando a Artemisa desde dentro, como una cuerda invisible.
Afuera estaba hecho un desastre, ella no podía ir a pedir ayuda fácilmente, todos estaban tratando de sobrevivir ante esta tormenta.
Artemisa se dejó caer.
Arrodillada en el suelo con Leo entre los brazos, Artemisa sintió algo que no sentía desde hacía años.
Inutilidad.
No era una gran maga, Ella era una fugitiva. Una madre. Había escapado de los que la acusaron por traicion, había enfrentado amenazas que nadie imaginaría. Pero ahí, en ese camarote oscuro, sin poder utilizar magia de sanacion, sin médicos, sin nadie… no podía hacer nada.
Su bebé ardía en fiebre. Y ella no podía hacer nada.
Apretó los dientes y lo abrazó más fuerte, envolviendolo en su capa mojada.
—No te duermas, ¿sí? —le susurró al oído, con una voz temblorosa—. Mamá está aquí… no cierres los ojos todavía, Leo… solo un poco más.
Entonces, una nueva sacudida hizo que la lámpara de aceite colgada del techo cayera y se apagara.
La oscuridad los devoró.
En ese instante, Artemisa supo que no podía esperar más.
Si el mar no nos hunde esta noche… si no encuentro a un médico arriba voy a hacer lo que tenga que hacer. Lo que sea.
No importa si tengo que usar lo que juré no tocar jamás.
No dejaré que te apagues, Leo. No mientras yo respire.
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Ya habían pasado una hora desde que llegó a su habitación, y parecía que arriba se habían tranquilizado un poco las cosas.
El tiempo para Artemisa había pasado demasiado lento.
La calma del mar ahora parecía una mentira.
Leo no mejoraba. Su cuerpecito seguía ardiendo por dentro, pero su piel estaba cada vez más pálida, su respiración más lenta, como si el aire ya no quisiera entrar en sus pequeños pulmones. Artemisa lo tenía en brazos, temblando, con el corazón helado.
La medicina no había funcionado. Nada estaba funcionando.
Y entonces, un pensamiento cruzó su mente.
-Aún no… aún no puedo usarlo…
El artefacto. Falsa Esperanza.
El artefacto descansaba oculto en el fondo de su bolsa espacial, envuelto en un paño de lino, como una reliquia prohibida.
Era objeto antiguo, sellado con runas olvidadas, su madre se lo había dado.
Su apariencia era la de una pequeña esfera metálica, negra como obsidiana, marcada por líneas doradas que palpitaban débilmente, como si respiraran. En su interior, atrapada entre planos de existencia, había una chispa de alma prestada, un fragmento robado al borde del más allá.
No era una cura.
No era un milagro.
Solo un trato injusto con el tiempo.
Si se activaba, permitiría que la vida del portador continuara por diez años más. Exactos. Ni un día más, ni uno menos. A cambio, la persona que lo usara tendría que pagar un precio. Uno personal.
Artemisa nunca había descubierto cuál era ese precio.
Solo sabía que nadie lo había usado sin cambiar para siempre.
Era su última carta… su última defensa. Su castigo.
Además............
La condición para usarla es solo cuando la vida del portador se extinguiera. Solamente entonces me deja utilizar su poder. Y ese poder no curaba…
Era Un respiro. Un engaño. Una esperanza falsa, como su nombre lo indica.
“Si lo uso en Leo… si lo uso ahora… tendré diez años para encontrar una forma real de salvarlo. Diez años de vida robada… ¿pero a qué costo? ¿Y si no encuentro nada?¿ y si el precio es demasiado caro?”
Su alma se quebraba al pensarlo.
Su instinto gritaba que aún no era el momento.
Pero el calor que salía del cuerpo de su hijo era insoportable. Su piel se volvía más fría, como si el fuego en su interior lo estuviera consumiendo desde dentro. Y su luz… esa que solo una madre puede sentir… titilaba como una vela a punto de apagarse.
La calma del mar parecía una mentira.
Leo no mejoraba. Su cuerpecito seguía ardiendo, su respiración más lenta, más débil. Artemisa lo sostenía con brazos entumecidos, el corazón roto en pedazos cada vez más pequeños.
La medicina no había funcionado. Nada estaba funcionando.
Y entonces, sin pensarlo más, se puso de pie. Salió del camarote como una sombra, con Leo en brazos, buscando entre las sombras del barco al capitán. Lo encontró, como siempre, de pie y en silencio, observando las reparaciones tras la tormenta..
—¡Capitán! —llamó, la voz rasgada—. ¿Hay… hay un médico en este barco?
El hombre la miró de reojo. Su expresión era la misma de siempre.
—Sígueme.
No dijo más. Caminó sin mirar atrás, cruzando el puente principal y bajando por una escotilla a un pasillo estrecho. Se detuvo frente a una puerta sencilla, sin distintivos.
Golpeó dos veces.
—Elian.
La puerta se abrió casi de inmediato. Y Artemisa se encontró con unos ojos azules claros que parecían absorber la poca luz del pasillo. El hombre que apareció ante ella era joven, de rostro sereno y atractivo, con el cabello azul recogido en una trenza suelta que le caía sobre el hombro. Llevaba una túnica oscura, remangada hasta los codos, y en su mano brillaba un anillo plateado con una piedra azul pálida que parecía una gota de agua suspendida en hielo.
Su expresión cambió al ver al bebé en brazos de Artemisa.
—¿Está enfermo? —preguntó, con voz suave.
Ella asintió, sin poder hablar.
—Déjame ayudarte.
—¿Eres… médico?
—Se un poco de medicina—dijo con una sonrisa leve que no llegaba a los ojos—. Pasa.
El interior de la habitación era cálido, acogedor, con un brasero que ardía suavemente y repisas llenas de frascos, hierbas y herramientas ordenadas. Todo en él parecía limpio, casi sagrado.
Elian extendió los brazos.
—Puedo curarlo, pero necesito verlo primero.
Artemisa dudó un segundo… luego bajó la mirada a Leo, cuya respiración ya era un susurro. Su pequeña luz estaba apagándose.
Con manos temblorosas, se lo entregó.
Elian lo sostuvo con sorprendente delicadeza, como si ya lo hubiera hecho muchas veces antes. Lo llevó a una cama baja, cerca del brasero, y comenzó a revisarlo con rapidez y precisión.
El capitán observaba desde el umbral, y cuando Artemisa se volvió hacia él para agradecerle, solo recibió una frase:
—Él contuvo la tormenta. Solo alrededor de este barco, por el momento estamos todos a salvo.
Y se marchó sin decir mas más.
Artemisa miró a Elian con ojos llenos de gratitud.
^^^Continuara.......^^^
Pd... Aldo está bien, Elian lo salvo 💅💅💅