Cathanna creció creyendo que su destino era convertirse en la esposa perfecta y una madre ejemplar. Pero todo cambió cuando ellas llegaron… Brujas que la reclamaban como suya. Porque Cathanna no era solo la hija de un importante miembro del consejo real, sino la clave para un regreso que el reino nunca creyó posible.
Arrancada de su hogar, fue llevada al castillo de los Cazadores, donde entrenaban a los guerreros más letales de todo el reino, para mantenerla lejos de aquellas mujeres. Pero la verdad no tardó en alcanzarla.
Cuando comprendió la razón por la que las brujas querían incendiar el reino hasta sus cimientos, dejó de verlas como monstruos. No eran crueles por capricho. Había un motivo detrás de su furia. Y ahora, ella también quería hacer temblar la tierra bajo sus pies, desafiando todo lo que crecía.
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CAPÍTULO OCHO: CORAZONES DIVIDIDOS
Katrione se encontraba en la habitación de Cathanna. Había llegado hace una hora, claro, de manera secreta para que nadie supiera que se encontraba ahí. Estaba recostada en la pared, observando a su amiga con el ceño fruncido. Desde que llegó, había notado ese nerviosismo, pero no el que solía tener. Era otro, uno que la inquietaba.
—Cathanna —llamó su nombre con suavidad, pero con firmeza—. ¿Qué pasó? ¿Por qué estás tan nerviosa? Y no me digas por qué tienes miedo de que me encuentren aquí.
Cathanna negó con la cabeza, apretando los labios. No quería hablar de ello. No quería recordarlo. Tampoco deseaba que Katrione cargará con la culpa de algo que no lo era. Guardar el secreto la hacía sentir segura, pero al mismo tiempo la consumía por dentro.
—No es nada —forzó una sonrisa —. Es solo que estoy algo cansada con el entrenamiento. Taris ha estado muy ruda conmigo últimamente. Dice que estoy mejorando, pero que aún me falta pulir las habilidades. Además de que tengo que soportar a Runa y sus comentarios de que soy una inútil.
Katrione entrecerró los ojos, con desconfianza. Aquellas palabras habían salido nerviosas, sin la compañía de la sinceridad que tenía su amiga. Pero no quería presionar, no cuando sabía qué estaba pasando por cosas tediosas.
—Entonces déjame hacerte un masaje. —Mostró una sonrisa —. No acepto respuestas negativas.
Se acercó y apoyó los brazos en el respaldo del sofá, justo detrás de Cathanna. Con movimientos lentos, comenzó a masajear sus hombros, procurando no ejercer demasiada presión, aunque no había dolor que aliviar. En realidad, la que estaba tensa era ella. Su garganta se cerraba con un nudo que parecía no deshacerse, como si las palabras que quería decir estuvieran atrapadas ahí, sofocándola.
Cathanna era la única persona en el mundo en la que podía confiar. Eran amigas desde hace más de cinco años, y cada vez que algo pasaba, recurría a ella. Su madre no era buena escuchando, no porque juzgara, sino porque no le prestaba demasiada atención. Sus otras amigas, quienes trabajaban en el paraíso, no eran de mucha confianza. Lo había descubierto a las malas, cuando regaron un chisme que le costó muchas monedas y maltrato por parte de los encargados del lugar.
—Cathanna… ¿Puedo contarte algo? —Detuvo sus manos en sus hombros.
—Sabes que me puedes decir cualquier cosa.
Katrione trago saliva. Sus manos estaban temblorosas, y un escalofrío cargado de electricidad, le recorrió la espalda. Se dejó caer en el sofá, con la mirada en sus manos, incapaz de subirla. Lo que estaba por decir era algo que nunca antes había pasado. No sabía cómo reaccionaría Cathanna. Esperaba que no fuera de mala manera.
—Yo… No sé qué hacer —murmuró —-. Estoy muy asustada. — Entonces las lágrimas comenzaron a rodar por sus rojas mejillas, silenciosas al principio, hasta que sollozó escapó de sus labios temblorosos.
Cathanna abrió los ojos levemente, sorprendida. Nunca antes había visto así a Katrione. No era una persona de llorar, y cuando estaba por hacerlo, empezaba a reír suave y presionar sus ojos con fuerza. Algo que estaba mal, porque las emociones nunca se debían reprimir. No era malo llorar, era malo creer que, por hacerlo, ya era débil.
—Estoy embarazada —confesó con la voz quebrada. Su mirada se nubló debido a las lágrimas que seguían bajando como una cascada —. No sé de quién es… Podría ser de cualquiera de los clientes que han pagado por mí. Estoy asustada. Demasiado. Yo… no quiero tenerlo. No quiero ser madre.
Cathanna sintió que el aire se volvía denso a su alrededor. Esperaba cualquier cosa, menos esa. Llevó su mirada al vientre de su amiga, que está ligeramente abultado, pero no para deducir que era un embarazo. No sabía qué decir. No encontraba las palabras correctas para mostrar su apoyo.
—Pero… Tener un hijo es maravilloso —dijo Cathanna, con la voz temblorosa—. No puedes matarlo. Él no tiene la culpa de nada. No importa quién es su padre. Debes hacerte responsable de él. Es una bendición.
Katrione soltó una risa amarga, una que no tenía rastro de alegría.
—Cathanna, no tiene nada de maravilloso. El fruto de mi vientre solo será bendito si yo lo deseo, y en este momento, no lo quiero —susurró, con la mirada perdida—. No estoy lista, nunca lo estaré. No quiero traer al mundo un hijo nacido de la prostitución.
Su voz se quebró, y apretó los puños sobre sus piernas. Soltó un sollozo más fuerte. Estaba entre la espada y la pared. Su madre le hablaba del embarazo de una manera que la hacía estar segura, de que no quería tener hijos. Decía que los hijos se volvían una maldición cuando se estaba sola, cuando no había un apoyo de los padres. Y ella lo sabía mejor que nadie, porque, aunque su padre no desapareció de su vida por gusto propio, anhelaba cada día tener su presencia en cada, como cuando era una niña.
—Lo único que le daría sería vergüenza… —Prosiguió, buscando la mirada de Cathanna—. Vergüenza de tener una madre como yo, una madre que sobrevive vendiendo su cuerpo. Y no quiero eso. No quiero que lo señalen, que lo condenen solo por nacer de mí. Y realmente ya lo decidí. Quiero sacarlo de mi cuerpo.
—Katrione…
—Sé qué dirán que está mal —la interrumpió —. Que no tengo derecho a terminar una vida que no me pertenece. Pero no me importa. No quiero este embarazo con el que no me siento cómoda, porque la maternidad debe ser una elección. No una imposición de la sociedad.
Cathanna no apoyaba el aborto en ninguna de sus presentaciones. Sentía que era un pecado imperdonable, o eso era lo que su abuela le decía cuando tocaban el tema de los embarazos. Pero en ese momento, mientras miraba a Katrione, comenzaba a tener ciertas dudas. ¿Por qué un dios que decía amarlos a todos por igual, se molestaría si una de sus hijas decidiera no tener hijos? No la juzgaría. No tenía el derecho ni quería hacerlo.
—No estás sola, Katrione… —susurró al fin, con la voz temblorosa—. No importa qué decidas, estaré contigo. Haz lo que tengas que hacer, pero no se lo digas a nadie más. Debe ser un secreto entre las dos.
—Pensé que intentarías hacerme cambiar de opinión
—No, Kat. —Acaricio su cabeza —. No soy nada para imponerte cosas a ti. Me lo has enseñado todo este tiempo. Cada persona es libre de decidir qué hacer.
—Gracias por ayudarme.
—Somos amigas. Siempre lo. —Sonreí un poco—.¿Sabes cuánto tiempo de gestación tienes?
—No lo sé aún, pero creo que menos de cinco meses.
—Ay, Katrione… ¿Cómo te diste cuenta?
—He presenciado muchos embarazos. Conozco los síntomas. — Tomó aire con dificultad antes de hablar de nuevo —-. ¿Me acompañarías con la comadrona Celia?
Cathanna apretó los labios con fuerza. Celia era un nombre conocido en toda la ciudad, tanto por traer niños al mundo como por interrumpir embarazos. La maldecían por ello, la llamaban asesina a escondidas y en público, pero ella no se inmutaba. Seguía haciendo su trabajo sin importar el desprecio de la alta sociedad, que jamás permitiría que tocara a sus bebés recién nacidos, pero sí la buscaban en secreto cuando necesitaban deshacerse de un problema.
—Tú sabes que yo no… —tragué saliva —. Yo no voy a esos lugares.
—Por favor, no quiero hacerlo sola. No tengo a nadie más. Solo a ti.
Cathanna sintió su pecho apretarse. Entendía el miedo a estar sola, ser juzgada. Pero tampoco quería ir a otro lugar que ella le dijera, no después de lo sucedido en paraíso, donde, por un momento, se vio muerta. Sin embargo, tampoco quería dejarla sola, que pasara ese momento tan traumático sin alguien que le dijera que todo estaría bien.
—¿Cuándo irás? —su voz salió como un hilo.
—Pienso ir en un día.
—Te acompañaré.
Sus labios temblaron antes de que soltara un suspiro ahogado. No dijo nada más. No necesitaba hacerlo. Se abrazaron con fuerza. Cathanna sintiéndose vulnerable por los recuerdos, y Katrione sintiéndose la persona más horrible del mundo. Eran tan diferentes, pasaban por cosas tan diferentes, que, en un punto, se entrelazaban, porque ambas serían repudiadas por la sociedad si sus secretos llegaran a salir a la luz.
La puerta se abrió de golpe, dejando ver a Anne con un elegante vestido azul hasta las rodillas, tacones altos y un maquillaje suave. Lo primero que sus ojos vieron, fue a Katrione, quien se separó de Cathanna.
—¿Qué hace esta mugrosa en mi casa? —Se acercó más —. Cathanna, sabes que no me gusta que hables con personas como estas. Te pasará los piojos que ha de tener ese cabello.
—Hola, señora Anne. —Katrione movió ambas manos, en señal de saludo, con una sonrisa débil—. ¿Cómo se encuentra hoy? Está muy hermosa.
—D'Allessandre —corrigió Anne—. Así debes referirte a mí, irrespetuosa.
—Prefiero llamar a las mujeres por su nombre, no por sus apellidos de casada.
—Quiero que te vayas ya de mi casa —ordenó —. No quiero que te robes nada.
—Madre no seas dramática —dijo Cathanna, rodeando los ojos —. Katrione no está haciendo nada malo. Solo vino a acompañarme, ya que no me dejas ni ir a la esquina sin tener guardias encima. Es tedioso.
—No me hables en ese tono, Cathanna. Y la que manda aquí soy yo, no tú. Quiero que esta prostituta barata se vaya ya mismo o te juro que llamo a los guardias para que la saquen como es debido.
Katrione apretó los labios. No porque se sintiera incómoda, sino porque quería evitar una risa. Amaba causar eso en las personas, en especial, a la madre de Cathanna, que siempre se esforzaba en hacerla sentir menos que todos.
Katrione sabía que era una prostituta, sabía que era pobre, que necesitaba dinero para comer. No encontraría otro trabajo que le diera dinero de esa manera. No tenía estudios, ni nada. Y que muchos se encargaran de recordárselo, era gracioso. Actuaban como si ella no estuviera consciente del mundo en el que se encontraba.
—Sabes que… mejor olvídalo —sonrió Anne, dejando ver sus hoyuelos que eran idénticos a los de su hija —. Quédate, Katrione. Estás invitada a la fiesta. Solo para que veas cómo es la alta sociedad, ya que nunca podrás llegar a eso.
—¿Fiesta? —preguntó Cathanna, confundida —. ¿De qué fiesta hablas, madre?
—El ministro y su hijo estarán aquí dentro de nada. La servidumbre vendrá enseguida. Espero quedes hermosa. Y diles, por favor —dijo mirando a Katrione de arriba abajo—, que pongan a esta mujer decente. Definitivamente, a su madre le quedó grande educarla.
Katrione sintió la rabia subir a su cabeza.
—Mi madre me educó muy bien —ataco —. Y por eso puedo hacer lo que se me venga en gana sin pensar en que dirán los demás de mí. No vuelva a hablar de ella sin siquiera conocerla.
—Y por lo visto, tampoco te enseño a guardar silencio. Típico de… gente pobre como tú —hizo un mohín de asco —. Espero que el esposo que te escoja, te haga cambiar. Nuestra sociedad ya está harta de prostitutas como tú.
Cathanna apretó los labios con fuerza, conteniendo las palabras que deseaban escapar. Su madre salió de la habitación, dejándola atrapada en un silencio que le pesaba como una losa. Ese mismo silencio que parecía gritarle lo que no quería escuchar, lo que había estado intentando evitar. Desde que era niña, le habían inculcado la idea de que su destino estaba trazado: se casaría con alguien que le ofreciera estabilidad, que le diera una vida "digna", como decía su madre.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Katrione, alejándose de ella —. ¿Por qué no me dijiste que harías una fiesta hoy?
—Orpheus Daveri. El hijo del ministro de delitos civiles. Y yo sabía que vendrían hoy.
Katrione trago duro al escuchar ese nombre.
—He escuchado mucho de él. No es muy agradable que digamos.
—Perfecto —dijo con sarcasmo—. Lo que me faltaba.
La servidumbre entró en la habitación y, tras un tiempo, Cathanna y Katrione se encontraron de pie frente al espejo, observándose con atención.
El cabello de Cathanna había sido arreglado con esmero: la mitad estaba recogida en una trenza que formaba moño, asegurado con palillos de metal con mangos en forma de flor. La otra mitad caía en ondas en su espalda, mientras algunos mechones sueltos estaban en su rostro.
El vestido que habían traído desde la tienda de Fany estaba en su cuerpo, al igual que los zapatos. La imagen que veía en el espejo era la de una mujer fuerte, una muy segura de sí misma y de las decisiones que tomaba. Pero sin duda, la realidad era otra. En su interior, una tormenta de pensamientos amenazaba con lanzarla al suelo.
—Luces realmente hermosa, Cathanna.
Cathanna rió con ironía, sin molestarse en ocultar su amargura.
—¿Hermosa? —murmuró mientras giraba para mirarla—. Me alegra saberlo…
—Espero que esta noche sea grandiosa para ti. Y, sobre todo, que aquel hombre cumpla con todas tus expectativas.
—Azlieh… ¿Tú estarías feliz en mi lugar?
Azlieh no respondió de inmediato. La verdad era evidente, pero decirlo en voz alta lo haría aún más real. No, no estaría feliz. ¿Quién podría estarlo? Era un matrimonio por conveniencia, un pacto sellado con el sacrificio de alguien más.
—Es lo que se debe hacer —dijo finalmente, con la voz controlada.
—No te pregunté qué es lo que se debe hacer. Te pregunté si… ¿Estarías feliz? Porque yo no lo estoy. Pensé que cuando llegara el día de conocer a mi prometido, estaría feliz, pero no lo estoy. Solo siento un dolor en el pecho que me hace imposible respirar bien.
Azlieh bajó la mirada.
—Cathanna, nadie es feliz en un matrimonio arreglado. Pero puedes tomar decisiones que cambien lo que está pasando… aunque siempre con la certeza de que el destino es impredecible. No sabemos cuál será el resultado final.
—No te atormentes con eso —intervino Katrione, acercándose y tomando su mano con firmeza.
Llevaba uno de los vestidos de Cathanna, un tono rosa. Su cabello suelto caía en ondas, adornado con pequeñas cuentas de metal. Se veía hermosa, aunque sus ojos demostraban lo triste que se encontraba en ese momento.
—Todo saldrá bien —susurró, con la seguridad de alguien que quería creer en sus propias palabras —. Te lo aseguro.
Cathanna respiró hondo.
—Acompáñame —dijo Azlieh a Katrione—. Te llevaré a la fiesta. Cathanna, puedes ir en unos minutos. Tómate este tiempo para calmar tus pensamientos. Lo necesitarás mucho hoy.
Ellas salieron.
Cathanna se sentó en la cama, mirando a un punto fijo, recordando la ceremonia donde la presentaron cómo un objeto de su padre hasta que pasara a manos de su esposo. Tenía siete años cuando esa ceremonia llegó. Estaba en el templo de Vhaul, donde se realizaban estas desde hace doscientos años.
Recordaba que estaba feliz, porque le habían dicho que era algo importante de cada mujer. Que ninguna podía vivir sin realizarla. Y ahora, que estaba por pasar de ser propiedad de su padre, para serlo de un esposo, se sentía mal.
Le aterraba pasar de las manos de su padre, un hombre, que, aunque era bueno en su mente, poseía una capacidad para hacer sentir menos a su madre, como si ella fuera una simple cucaracha, a las manos de un desconocido que posiblemente la trataría de la misma manera o incluso peor. No quería recibir golpes, insultos, órdenes de nadie que no fuera de su familia.
Pero, ¿por qué debía normalizar esos tratos de alguien? ¿Por qué no podía defenderse como lo haría una persona libre? Cierto, porque ella no lo era. Nació bajo la sombra de violencia tras violencia, viendo como mujeres dentro de esa familia morían a mano de sus esposos. La injusticia le apretaba el pecho, pero no tenía voz que alzar, no cuando sabía que, si lo hacía, se llevaría el mismo destino.
Estaba cansada de vivir con miedo.
Salió de la habitación con pasos lentos, sintiendo el eco de sus tacones resonar en el pasillo. Todos sus familiares se encontraban en la sala de fiestas, un lugar tan grande como una casa aparte. Puso su mano en la baranda de la escalera, enmudeciendo el murmullo.
Sus ojos recorrieron las miradas que la observaban, pero se detuvieron en una en particular. La de un hombre que destacaba entre los demás. Era mayor que ella, por unos diez años, de porte distinguido y con una elegancia que parecía casi ensayada.
Vio a Katrione que se encontraba tomando una copa de vino, a una distancia considerada de la familia. No le molestaba nada. Ni las miradas que recorrían su cuerpo. Muchos hombres la conocían por ser una prostituta, porque claro, ninguno de los que se encontraban dentro de esa sala, era un santo. Todos eran depravados sexuales, personas que juzgaban los actos que hacían las mujeres, cuando ellos también los hacían.
Descendió las escaleras con cuidado, asegurándose de no tropezar con su vestido. Al llegar al final, su padre se adelantó con una sonrisa radiante y la envolvió en un fuerte abrazo.
—Estás hermosa, hija mía —dijo su padre con un entusiasmo tan desbordante que parecía iluminar la habitación—. Estoy seguro de que Orpheus quedará encantado contigo.
Ella miró al susodicho. Aunque llevaba una sonrisa en el rostro, esta no irradiaba calidez ni sinceridad. No era una sonrisa de felicidad, sino una de superioridad, de alguien acostumbrado a estar por encima de los demás.
Cuando estuvo frente a ella, Orpheus inclinó ligeramente la cabeza en un gesto que pretendía ser cortés, pero que solamente reforzó esa sensación de altanería que lo envolvía. Cathanna apretó los labios con fuerza, haciendo una reverencia.
—Cathanna —dijo con voz suave, pero con un tono que delataba su condescendencia—, es un placer finalmente conocerte. Las palabras no le hacen justicia a tu belleza.
—Es un gusto para mí conocerte —habló en un tono susurrante.
Él la observó como un ave que estaba a punto de atrapar a su presa.
—No pareces tan convencida.
—¿Por qué piensas eso?
—Soy adivino —respondió con un toque de sarcasmo en su voz, aunque su expresión permaneció serena—. Pero tranquila, te prometo que tu vida conmigo será fascinante.
—Eso espero —respondió con un tono educado pero distante—. No me gustaría terminar decepcionada de nuestro matrimonio. Eso sería realmente triste.
—No te preocupes por eso. Tengo todo bajo control.
Ella dibujó un rictus amargo.