En un mundo dónde el sol es un verdugo que hierve la superficie y desata monstruos.
Para los últimos descendientes de la humanidad, la noche es el único refugio.
Elara, una erudita con genes gatunos de la élite, vive en una torre de privilegios y olvido. Va en busca de Kael, un cínico y letal zorro carroñero de los barrios bajos, el único que puede ayudarla a encontrar el antídoto para salvar a su pequeño y moribundo hermano.
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Capitulo 8: Entrenamiento
El resto de la noche transcurrió en un campamento improvisado y tenso. Jax trabajaba febrilmente en el casco abollado del reptador, el siseo de su soldador de plasma y sus maldiciones en voz baja eran el único sonido que rompía el silencio del páramo.
Orion, apostado en el techo del vehículo, vigilaba la oscuridad con una paciencia de granito. Y Rhea... Rhea observaba. Sus ojos grises se movían desde el perímetro oscuro hasta Kael y Elara, en su rostro tenía perfilada una expresión ilegible.
Kael llevó a Elara a un pequeño valle a unos cincuenta metros del reptador, un anfiteatro natural de rocas negras que atenuaria el sonido de sus prácticas. Le entregó el "Aguijón", y el arma se sintió extraña y pesada en la mano de Elara.
—Lo primero que debes aprender es que esto no es un amuleto —dijo Kael, su voz tranquila pero firme—. No te mantendrá a salvo solo por llevarlo. Tienes que respetarlo. Entenderlo.
Su primera lección no fue sobre disparar, sino sobre el arma misma. Le enseñó a expulsar la célula de energía, a comprobar su carga, a limpiar los emisores de plasma y a sentir su equilibrio. Era metódico, preciso. Explicaba cada componente con la misma reverencia con la que Elara podría describir un manuscrito antiguo.
Luego vino la postura. Se colocó detrás de ella, y Elara sintió un escalofrío a pesar del aire frío. Él no la tocó, pero sintió el calor irradiar de su cuerpo.
—Los pies separados a la anchura de los hombros —instruyó—. Las rodillas ligeramente flexionadas. No te pongas rígida. No luches contra él.
Cuando ella levantó el arma, sus brazos temblaron por el peso. —Pesa demasiado.
—Es porque usas la fuerza, no la estructura —dijo él. Esta vez, se acercó y tocó sus brazos, sus manos guiando las de ella. Sus dedos eran callosos y fuertes, pero su toque fue sorprendentemente suave mientras ajustaba su agarre—. Siente cómo el peso se distribuye por tus brazos hasta tu centro. No lo sostengas. Conviértete en su plataforma.
Elara se concentró, sintiendo la verdad en sus palabras. Dejó de luchar contra el arma y empezó a trabajar con ella. El temblor disminuyó.
—Bien —dijo él, su voz cerca de su oído. Se apartó, y Elara sintió una extraña sensación de pérdida por el contacto—. Ahora, el objetivo.
Había colocado una pieza de metal del caparazón de una Quimera en una roca a unos veinte metros.
—No apuntes al centro —le dijo—. Eso es lo que hace un soldado. Tú eres una erudita. Eres precisa. Apunta a la fisura más pequeña que veas. A la unión entre dos placas. Un disparo preciso vale más que diez disparos al azar.
Elara respiró hondo, levantó el Aguijón y alineó la mira. Encontró una pequeña grieta en el objetivo. Trató de mantenerla fija, pero la mira se movía al ritmo de los latidos de su corazón. Apretó el gatillo.
Un rayo de plasma violeta salió disparado con un agudo zumbido, impactando a un metro a la derecha del objetivo. Elara se desequilibró por el ligero retroceso.
—No contengas la respiración. Suéltala lentamente mientras aprietas el gatillo —la corrigió Kael con paciencia—. Y no aprietes. Presiona. Suavemente. Como si pasaras la página de un libro delicado.
Lo intentó de nuevo. Y otra vez. La mayoría de sus disparos erraban el blanco. La frustración comenzó a aflorar.
—No soy una guerrera —dijo, bajando el arma.
—No te estoy pidiendo que lo seas —respondió Kael—. Te estoy pidiendo que sobrevivas. Tu mente es tu mejor arma, Elara. La usaste para encontrarme. La usaste para planear el robo. Usa esa misma mente ahora. Analiza. Adapta. Corrige. Deja de pensar en fallar y empieza a pensar en qué debes cambiar para acertar.
Sus palabras hicieron eco en su mente. Se detuvo y cerró los ojos un momento. Dejó de ver esto como una prueba de fuerza y comenzó a verlo como un problema académico. Analizó su postura, su respiración, la presión de su dedo. Lo descompuso en variables, tal como lo haría con un texto antiguo.
Abrió los ojos. Levantó el Aguijón, con movimiento más fluido e intencionado. Exhaló lentamente, presionó el gatillo...
El rayo violeta cruzó la oscuridad e impactó directamente en la fisura del caparazón, partiéndolo en dos con un chasquido agudo.
Un silencio satisfecho se instaló entre ellos.
Kael no la felicitó, pero Elara vio una chispa de aprobación en sus ojos.
—De nuevo —dijo él.
Pasaron la siguiente hora practicando. Elara no se convirtió en una experta, pero pasó de ser un peligro para sí misma a ser alguien capaz de defenderse. Cada disparo certero era un pequeño acto de rebelión contra lo que antes ella había sido.
Cuando regresaron al reptador, el sol espectral que anunciaba el peligroso amanecer comenzaba a teñir el horizonte de un púrpura enfermizo. Jax les dio un pulgar hacia arriba; las reparaciones estaban listas.
Rhea se acercó a Kael, su mirada gris pasando por encima de Elara como si no existiera. —¿Hemos terminado de jugar? Cada minuto que pasamos aquí es un riesgo.
—Ya hemos terminado —respondió Kael, su tono no admitía discusión—. Prepara el reptador. Nos vamos.
Mientras Elara subía al vehículo, con el Aguijón ahora asegurado en una funda en su cadera, sintió la mirada de Rhea en su espalda, fría como el hielo. Pero por primera vez, no se sintió intimidada. El arma en su cadera no era solo metal y plasma. Era un peso nuevo, una responsabilidad. Y de alguna manera, la hacía sentirse más firme sobre sus pies.
El reptador reanudó su viaje, adentrándose más en el desierto mientras el mundo se preparaba para arder bajo un sol que ya no parecía tan invencible.
***
El horizonte oriental comenzaba a sangrar con un tenue color violeta, una hermosa y mortal advertencia del amanecer. Elara esperaba que Kael diera la orden de acelerar, de huir de la inminente amenaza del sol. En cambio, su voz sonó por el comunicador, calmada y autoritaria.
—Tenemos una hora. Empecemos la cosecha.
Elara lo observó, confundida, mientras Rhea y Orion saltaban del reptador con herramientas que parecían una mezcla de equipo de carnicero y de mecánico. Kael se acercó a ella.
—En las tierras baldías, nada se desperdicia —dijo, sacando un cuchillo de su bota—. Ni siquiera la muerte. Observa y aprende.
Lo que siguió fue una lección brutal de la economía de la supervivencia. Con una eficiencia que hablaba de años de práctica, Rhea y Orion comenzaron a desmantelar las Quimeras muertas. No era un acto de profanación, sino de pragmatismo.
—El blindaje del exoesqueleto —explicó Kael, señalando cómo Orion usaba una sierra de plasma para cortar las placas más grandes y menos dañadas del lomo de una criatura—. Es más ligero que el acero y casi igual de resistente. Lo usamos para parchear el casco del reptador o para reforzar los escudos personales.
Mientras tanto, Rhea, con la precisión de un cirujano, extraía las garras en forma de hoz de las patas de las bestias. —Las garras y los dientes mantienen su filo. Son un buen respaldo si las armas de plasma fallan. Jax puede convertirlas en puntas de flecha o cuchillos de combate.
Jax, el mecánico, no estaba interesado en el blindaje. Se acercó a una de las criaturas con un contenedor y comenzó a drenar un fluido viscoso y fosforescente de una glándula cerca de la mandíbula.
—Veneno —dijo Jax a modo de explicación al ver la mirada de Elara—. Altamente corrosivo. Unas pocas gotas pueden comerse una cerradura magnética. O los órganos internos de alguien. Y sus sacos de luz —añadió, señalando unos pequeños órganos en el abdomen—, producen una bioluminiscencia fría. Podemos usarlos como cebo o para tener luz sin gastar energía.
Elara observaba, una mezcla de horror y fascinación revolviéndole el estómago. En el Capitel, los libros de biología describían la fauna mutada como monstruos, abominaciones que debían ser erradicadas.
Aquí, eran un recurso. Una parte cruda y peligrosa del ciclo de la vida.
—¿La carne no se come? —preguntó.
Kael negó con la cabeza. —Es ácida. Te quemaría por dentro. Lección número uno de las tierras baldías: todo puede matarte. Incluso después de muerto.
Cuando terminaron, el reptador llevaba atadas a su casco varias placas de quitina oscura, y dentro, varios contenedores con los "tesoros" biológicos. El borde del sol ya era una línea de fuego puro en el horizonte.
—¡Nos vamos! ¡Ahora! —gritó Kael.