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Enamorada En Las Venturas Del Magnate

Enamorada En Las Venturas Del Magnate

Status: En proceso
Genre:CEO / Aventura de una noche / Posesivo / Mafia / Maltrato Emocional / La mimada del jefe
Popularitas:512
Nilai: 5
nombre de autor: Damadeamores

Viajes, estafas, strippers. Carl Johnson solo conoce ese estilo de vida. Una ambición sin medida entre el brillo de los casinos y la adrenalina de golpes magistrales, desde el robo de diamantes hasta la infiltración en bóvedas de alta seguridad.

Eso es hasta que aparece una mujer de curvas tentadoras; pero de ojos que creen ciegamente en el amor. Una creencia tan pura que puede resultar peligrosa.

¿Cuánto tienes que matar y conocer para saber que el atraco más arriesgado y traicionero podría ser el de tu propio corazón?

OBRA ORIGINAL © Damadeamores
No es anime.

NovelToon tiene autorización de Damadeamores para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 7

Capítulo 7

Ese beso sí que lo excitó, no lo negó a su reflejo en el retrovisor. Le dolían los huevos, estaba aguantando demasiado.

Miró el reloj en su mano izquierda y esperó paciente, seguro de que no se resistiría.

Miró a lo lejos, una silueta se movió entre lo oscuro y ella salió con una capucha. Miraba a todos lados. Él parpadeó las luces del auto, ubicándola. Vio como el alma le llegó al cuerpo cuando subió al auto, roja como tomate. Él sonrió de lado.

— Me alegra que aceptaras.

— Gracias... —dijo sin dirigirle la mirada— Ahora vámonos. No quiero que mi jefe se entere o me vea.

Carl hizo lo que quería, relajado. Tampoco le convenía que los viera, por el bien de ella.

— Emm... ¿Podemos ir a mi casa para cambiarme de ropa? No es adecuado ir así.

Él negó, en silencio, y se detuvo en la primera tienda de ropa que vio. Entraron, ella no chistó. Le pareció ver como no lograba conversar con él.

Abby se dirigió a la zona de vestidos y él la siguió, siendo el blanco de muchas mujeres que estaba allí.

Ella lo vio de reojo, simulando elegir un vestido. Era una cita.... extraña. Y le molestaban las miradas.

Se distrajo en sus pensamientos y no notó cuando él se acercó por sus espaldas. Le señaló uno rojo de tela brillosa y escote suelto.

— Es un color que combina perfecto con tu piel... —habló cerca de su oído.

Ella se sobresaltó y asintió, yéndose a los vestidores.

Él se sentó en un sofá, cerca de las ventanas. Carl Johnson en una tienda de ropa femenina, esperando a una chica. Algo era seguro: jamás había hecho tal cosa por las otras mujeres.

Abby salió de detrás de las cortinas verdes. Se miró en el espejo, de todos ángulos. Carl la vio de pies a cabezas, su silueta, sus caderas. El dolor entre sus piernas volvió. ¿Aguantaría la maldita cena para poder ganársela?

A ella le gustó y se lo dejó, sacando su tarjeta para pagar cuando él puso la suya en el mostrador. Ella la quitó, mirándolo. Estaba más segura de sus actos.

— Yo puedo pagarlo. Sola.

Él se echó atrás, alzándose de hombros.

— Como quieras.

La dependiente se divirtió y Abby creyó que le estaba coqueteando de miradas al mulato. Él no le hizo caso, sin embargo la castaña no lo dejó pasar desaparecido.

Salieron y él le abrió la puerta como todo un caballero. Se dirigieron a un restaurante, el más caro que conocía. Quería deslumbrarla, como con todas. Era lo que funcionaba. Cosas caras y muchas copas.

En cambio, a ella no pareció sorprenderle los lujos ni las lozas brillosas. Parecía haberlas visto antes.

Al llegar la hora de pedir la orden, ella se mantuvo en silencio, leyendo la carta. Él solo la miró. No tenía necesidad de leer nada, sabía lo que quería. El filete de siempre.

— Quiero una sopa de almejas y refresco, gracias.

— ¿Nada de alcohol? —preguntó el mesero.

— Yo sí quiero. —dijo Carl— El más caro.

Ella se rió por los adentros. "Un pobre con fachada de rico", pensó. De todos modos, eso le daba igual. No era el dinero lo que buscaba en los hombres.

Al llegar los platos, les sirvieron vinos a ambos.

— Pero yo no quiero.

El mesero se detuvo, pero por señas de Carl continuó sirviendo.

— Un brindis conmigo, al menos.

Ella lo vio y aceptó, levantando la copa. Moría de hambre, así que empezó a comer. Moderó modales, pero su estómago sí que gruñía a cada rato.

Él se quedó observándola. Sus gestos eran graciosos. Degustó de la comida como una crítica experta. Veía el plato como un manjar de exquisitas almejas.

— ¿Quieres?

— ¿Me brindas de tu comida? —él pareció no creérselo.

— ¿Es algo malo? —bebió refresco, tragando— Puedo compartir.

Se veían horribles, la verdad; por ello no las probaría ni muerto.

— Gracias... —contestó— Come tú, mejor.

— Vale. —se encogió de hombros, llevando un mechón de sus cabellos detrás de su oreja— ¿Pero puedes dejar de mirarme mientras como?

Él cambió el gesto a seductor.

— ¿Por qué? Eres hermosa.

— Me incómoda, me quita el apetito.

Sus párpados bajaron a la mesa y él asintió, empezando a comer. Simuló no mirarla por un buen rato, cosa que se le hizo chistoso a la castaña. Ambos no podían hablar, tampoco ocultar la sonrisa en sus labios.

— ¿Puedes serme sincero? —se terminó la copa de vino.

— Lo soy.

— ¿Por qué me dijiste que no tenías casa aquí? ¿En Las Venturas?

— Son apartamentos que tengo alquilados.

— Igual podías irte a un hotel.

— Es cierto. —bebió vino y pinchó un trozo de carne con el cubierto—. Podía, pero tú me ofreciste quedarme en tu casa, gratis.

— Entonces... ¿solo se debió a eso? ¿Cuánto te iba a costar?

— No. —una amplia sonrisa se le dibujó en el rostro—. El dinero no me es un problema. Haberme negado a tal invitación, sí lo habría sido.

— Me mentiste.

— ¿Y la pasamos mal?

Se inclinó hacia delante, con la servilleta colgando de su cuello. Ella tenía un resto de comida en la comisura del labio inferior. Él la limpió con delicadeza, disfrutando en cámara lenta sentir su labio bajo la llema de su pulgar. Las mejillas de ella se enorejecieron y se alejó, carraspeando.

— No... debo admitirlo.

Él se le quedó mirando, ella se atrevió a preguntar.

— ¿Qué?

— ¿Sigues teniendo miedo?

— No...

Se apoyó en la silla, viéndola mejor. Ambos casi terminaban su comida.

— ¿Quién te dijo que yo mato a las mujeres que conozco?

— Es lo que dicen.

Pudo sentir su corazón apachurrarse. No era eso lo que decía su ego. ¿Matar mujeres? Más bien tenían que decir que las enamoraba con la mirada. Dio por sentado que de seguro eran resentidas que no habían tenido el gusto de estar con él.

— ¿Quiénes?

— Las personas.

— ¿Qué personas? —hizo ademán de un guiño, casi ladeando la cabeza por efímeros segundos— No venía a esta ciudad hace años.

— Bueno... las cosas no se olvidan.

Suspiró, dándole sentido al tema en su cabeza.

— A lo que me refiero es que no tienes porqué creerles.

— Carl, son mis amigas. Obvio les creo.

Le dio la última cucharada a su plato y masticó, limpiando sus labios con la servilleta. Él la miró como si quisiera quitarle la ropa con los ojos.

— Sí es así, ¿por qué estás aquí?

— ¿Por qué lo estás tú?

— Porque te quiero coger.

Ella se retractó con seriedad. Apartó la mirada, bebiendo del refresco que le quedaba. Él notó su incomodidad. Sabía que no era la respuesta que esperaba. Se dejó llevar por sus pensamientos y habló sin pensar. Ya estaba hecho.

— ¿No querías sinceridad?

— Sí y la agradezco. —tomó su bolso en manos, viendo la hora en su celular—. Pero las cosas no funcionan así conmigo.

Hizo un ademán de levantarse y él la cogió por la mano, sonriente. Era bueno para aparentar cualquier situación y hablar sin mover los labios.

— Abby, no te vayas. Terminemos la cena. ¿O es costumbre tuya dejar las cosas a medias?

— No he dejado nada a medias.

— Todas nuestras conversaciones son así, a medias.

Ella se sentó, sonriendo igual que él.

— Ni siquiera te conozco.

— Para eso estamos aquí —suelta su mano—. Para conocernos.

— No necesito conocerte para saber quién eres.

— Yo creo que sí.

— No, no. —le negó al mesero de servir más vino en su copa.

— Y no hablo de amor. No creo en eso.

— ¿No? —le miró fijo.

— No. Solo sentimos atracción y nos llevamos por ella, eso maneja las emociones. Pero amor no hay, no existe.

Ella le sonrió a su discurso, convencida de sus creencias.

— El amor sí existe.

— ¿Lo has visto?

— Lo he sentido.

— Quizás no fue amor.

— Sí lo fue.

— Estarías con ese amo, ¿no crees? Y no aquí cenando conmigo.

Ella apretó los labios y tragó, aceptando el golpe bajo.

— A veces... el amor no es correspondido.

— A veces, las personas se dejan llevar por cursilerias y lo llaman amor hasta que se acaba.

Terminó su vino, sus labios brillaron levemente; hidratados.

— ¿Nunca te has enamorado?

— No. —contestó desafiante— Porque no existe.

Ella se abstuvo a contestar. No lo haría cambias de parecer ni aunque quisiera, lo tenía claro.

— Sé sincero conmigo. ¿Jamás? ¿Ni un amor ligero?

— Estoy siendo sincero. Es más, mira. —se acomodó en su lugar, apoyando los codos en la mesa— Planeaba ser romántico y todas esas cosas cursis para llevarte a la cama, pero no lo he hecho. Te lo estoy diciendo.

Los ojos tiernos de ella lo miraron como alguien muy grande. Como un niño ve a un señor que lo intimida, pero busca entenderlo de alguna forma.

— Soy incapaz de disimular algo que no soy.... siento decirlo así.

— Tienes el corazón frío... ¿qué daño te hicieron?

— No me hicieron daño. —sonrió, viendo la hora—. Te estoy dejando en tus manos si quieres o no seguir la noche conmigo. No te mataré si te vas o te quedas.

— Ya entendí.

Le negó con una sonrisa, mirando las otras personas cenar. Parecían felices en familia. Terminaron la cena y al salir, él abrió la puerta de ella y echó el asiento hacia delante.

— Sube atrás.

Ella lo vio, sin hacer ademán de obedecer.

— No lo haremos en el auto.

— Tengo ganas... —se apoyó en el techo, todo un niño chiquito haciendo morritos.

— ¿Y a mí qué? Las bacterias que han de haber ahí.

Echó el asiento atrás y subió, cerrando la puerta. Él apartó la mano a tiempo, antes que le cogiera los dedos y se subió, refunfuñando.

— Existen lavados de auto. ¿Lo sabes, Abby?

Ella le torció los ojos, mirando al frente. Él le tocó el cachete, buscando una pizca de pre-seducción y ella lo manoteó.

— No me toques.

— Ya veremos...

Pisó el pedal del acelerador y movió la palanca, sin apartarle la mirada a sus tiernos cachetes redondos.

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