Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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El hogar que nunca tuve
La mañana llegó envuelta en un silencio extraño, como si el mundo aún no supiera qué había ocurrido bajo ese cielo estrellado. Yo sí lo sabía. Cada estrella que cruzó anoche el firmamento pareció dejarme una certeza: algo había cambiado dentro de mí. Y también entre nosotras.
Entré al colegio con la sonrisa aún colgada en los labios. Diana no estaba en el patio, como de costumbre, y lo supe sin necesidad de buscarla: no importaba, porque ahora sabía dónde encontrarla, cómo leer sus silencios, cómo tocar su mundo sin romperlo.
Apenas crucé el portón principal, me encontré con mis amigos en el banco largo de siempre. Zadkiel estaba haciendo malabares con una manzana, mientras Iven hojeaba una revista de moda. Me saludaron como de costumbre, pero algo en su mirada me indicó que no todo era igual.
—¿Dónde estabas anoche, Anne? —preguntó Iven con una sonrisa cómplice—. Te desapareciste después de clases.
Zadkiel se inclinó hacia adelante, entre divertido y curioso.
—Sí, sí… ¿Acaso estabas con tu nueva amiga?
Me detuve. No por la pregunta en sí, sino por el tono. Ese “nueva amiga” estaba impregnado de una burla que no me gustó.
—Estaba con Diana —respondí con calma, aunque sentí cómo el calor se me subía a las mejillas.
Iven soltó una risita y levantó una ceja.
—¿Diana? ¿La chica que apenas habla? ¿Esa Diana?
—Sí, esa Diana —repetí, sin dejarme tambalear—. Estuvimos viendo la lluvia de estrellas.
Zadkiel resopló.
—Vaya… eso sí que es raro. Digo, ella es… ya sabes —hizo un gesto con los dedos junto a la sien, como si fuera un código universal para “extraña”.
Me quedé en silencio un segundo. No porque no supiera qué decir, sino porque me dolía que fueran ellos, quienes decían quererme, quienes hablaran así de alguien que apenas conocían. De alguien que me estaba enseñando más sobre mí que todos ellos juntos.
—¿Qué dijiste? —pregunté, sin ocultar la dureza en mi voz.
Zadkiel se encogió de hombros.
—Solo digo lo que todos piensan. Diana es una rarita, Anne. Va sola a todos lados, no habla con nadie, escribe cosas raras. ¿Qué se supone que le ves?
—¿“Rarita”? —repetí, saboreando la palabra como si fuera veneno—. ¿Eso la hace menos persona? ¿Menos digna de respeto?
—No te pongas así —intervino Iven, incómodo—. Solo queremos entender por qué de pronto estás tan… cercana a ella. Nunca habías sido así con alguien como Diana.
—¿Alguien como Diana? —me crucé de brazos—. ¿Qué significa eso, Iven?
—Alguien tan diferente —dijo el, bajando la voz.
Y ahí lo comprendí. No les molestaba Diana. Les molestaba lo que Diana despertaba en mí. Que no encajara en su molde. Que yo, su Anne perfecta y risueña, estuviera mostrando otra cara. Una que no podían controlar ni entender.
—Diana es diferente, sí —dije, con orgullo—. Diferente porque ve el mundo con otros ojos. Porque no necesita llenarlo todo de palabras vacías. Porque su silencio tiene más verdad que todas nuestras conversaciones juntas. Y sí, estoy cerca de ella, porque por fin alguien me mira como soy. No como esperan que sea.
Zadkiel me miró como si hablara en otro idioma.
—¿Estás diciendo que… te gusta?
Lo miré sin parpadear.
—Estoy diciendo que me importa. Y que no voy a permitir que ustedes, que dicen ser mis amigos, hablen así de alguien que ni siquiera conocen.
El silencio se hizo espeso entre nosotros. Iven cerró su revista, algo incómoda. Zadkiel lanzó la manzana al suelo, como si de pronto no supiera qué hacer con las manos.
—Anne, no te enojes… —intentó Iven.
—No estoy enojada. Estoy decepcionada.
Dicho eso, me giré y caminé hacia los jardines. Mi corazón latía con fuerza, pero no de rabia, sino de claridad. Por primera vez, no sentí culpa por defender lo que sentía. Por elegir estar con quien realmente veía más allá.
En el fondo del jardín, bajo el árbol que ya se había convertido en refugio, estaba Diana. Con el cuaderno sobre las rodillas y la mirada perdida entre los pájaros.
Me acerqué sin decir palabra, me senté a su lado y le extendí una de las galletas que me habían quedado del día anterior. Ella me miró, sorprendida.
—¿Estás bien? —preguntó en voz baja.
Asentí.
—Sí. Solo… tuve una conversación incómoda con mis amigos.
Diana frunció los labios. No necesitaba detalles. Sabía de qué se trataba. Me bastó con su mirada para entender que ella también había vivido eso muchas veces.
—Me llamaron rarita —dijo, casi con una sonrisa—. Me lo han dicho desde pequeña.
—Son idiotas —murmuré—. Si supieran todo lo que hay en ti…
Ella me miró, con esos ojos enormes llenos de mundo.
—¿Y tú? ¿Lo sabes?
La pregunta me desarmó. No por no saber la respuesta, sino porque comprendí que cada día lo sabía un poco más.
—Lo estoy descubriendo —le dije—. Y me gusta lo que encuentro.
Entonces Diana bajó la mirada, con una pequeña sonrisa, y sacó de su cuaderno una hoja doblada. Me la extendió sin decir nada. La tomé, la abrí, y leí:
“A veces, el mundo es ruidoso y yo no puedo seguirle el ritmo. Pero tú, Anne, no haces ruido. Tú cantas bajito. Y yo… por primera vez, quiero bailar.”
Mis ojos se llenaron de lágrimas. No de tristeza. De alivio. De reconocimiento.
La abracé. Por primera vez, la abracé. Y ella se dejó abrazar.
Y en ese gesto, bajo el árbol que nos amparaba, supe que ya no estaba sola.
La puerta crujió suavemente al abrirse, y Anne salió al porche con una sonrisa tan luminosa como el sol de verano.
—¡Diana! —exclamó, bajando los escalones con los brazos abiertos—. ¡Estaba esperando este momento todo el día!
Diana apenas alcanzó a devolver la sonrisa antes de ser envuelta en un abrazo tibio y apretado. No era un gesto forzado ni tímido, sino genuino, como si Anne le estuviera diciendo con los brazos: “Aquí estás a salvo”.
Al entrar en la casa, el aroma a pan recién horneado y lavanda la envolvió. Todo en ese hogar hablaba de cuidado: las cortinas bordadas, los libros ordenados con cariño, las flores frescas en un jarrón junto a la ventana.
—Subamos a mi habitación —dijo Anne, tomando su mano con naturalidad—. Tengo algo que quiero enseñarte.
La habitación de Anne era un rincón encantado: con paredes forradas de recortes, pequeños poemas escritos a mano, dibujos, cartas dobladas con esmero. Una colcha de retazos cubría la cama y había cojines por todas partes. Diana se quedó de pie, mirando en silencio. Anne se sentó en el suelo y le hizo un gesto para que se uniera a ella.
Diana se dejó caer, con la espalda recta y los ojos vidriosos.
—No sé cómo decir esto sin parecer tonta —susurró—. Pero… nunca me habían tratado así. Con tanta dulzura. Con tanto… cariño.
Anne la miró en silencio, sin interrumpir.
—Solo mi abuela —continuó Diana—. Ella me hablaba como tú. Me miraba como si yo valiera la pena. Pero ya no está. Se fue hace mucho, y pensé que nadie volvería a hacerme sentir así.
Un instante de silencio llenó la habitación. Entonces Anne le tomó la mano, con firmeza y ternura.
—Tú sí vales la pena, Diana. Y si mi cariño puede recordarte a tu abuela, entonces me honra saberlo. Aquí siempre serás bienvenida. Siempre.
Diana apretó su mano y una lágrima se deslizó por su mejilla, no de tristeza, sino de alivio. Por primera vez en mucho tiempo, no sentía que tenía que esconder su corazón.
Después de compartir confidencias en la habitación, Anne tomó la mano de Diana con entusiasmo.
—Vamos, mamá ha preparado su famoso estofado. Papá siempre dice que puede curar cualquier tristeza.
Bajaron las escaleras entre risas suaves. En el comedor, la mesa estaba ya servida con platos humeantes, pan recién hecho y una jarra de limonada fresca. La señora Shirley sonrió al verlas entrar.
—Diana, cariño, siéntate donde quieras. Espero que tengas hambre —dijo, mientras colocaba con esmero una servilleta sobre su regazo.
—¿Y qué tal la caminata por el bosque de los álamos? —preguntó el señor Shirley, alzando la vista del periódico con una calidez que solo un padre paciente puede transmitir.
—Fue perfecta —contestó Anne, guiñando un ojo a Diana—. Aunque creo que lo mejor vino después.
Diana observaba en silencio, cada pequeño gesto entre los Shirley era una melodía de amor cotidiano: cómo la madre de Anne servía con ternura, cómo el padre le acariciaba el hombro con discreción, cómo ambos se reían sin esfuerzo con las ocurrencias de su hija.
Durante la cena, no hubo prisas ni silencios incómodos. Hablaron de libros, de los patos del lago, de una vez en que Anne se cayó por perseguir mariposas. El señor Shirley le ofreció a Diana un segundo plato sin preguntarle si quería; solo lo hizo con una sonrisa que decía: “Eres parte de esto también”.
Después, mientras lavaban los platos entre bromas y anécdotas, Diana se quedó unos segundos observando desde la puerta de la cocina. Sintió algo apretado en el pecho, pero no era tristeza, era otra cosa. Una sensación cálida, casi desconocida: pertenecer.
Ya en el porche, cuando la brisa del atardecer se volvió más fresca y las primeras estrellas se asomaban en el cielo, Diana se volvió hacia Anne con la voz temblorosa.
—Esta casa… tu familia… se siente como el hogar que siempre imaginé. Como el que nunca tuve.
Anne no dijo nada, solo apoyó su cabeza en el hombro de Diana.
—Entonces quédate cuanto quieras —susurró—. El hogar también es donde alguien te espera.
Y esa noche, Diana sintió que, por fin, alguien la esperaba.