En un mundo donde las apariencias lo son todo, Adeline O'Conel, una joven albina de mirada lunar, destaca como una joya rara entre la nobleza. Huérfana de madre desde su nacimiento, fue criada por un padre bondadoso que le enseñó a ver el mundo con ternura y dignidad. Al cumplir quince años, Adeline es presentada en sociedad como una joven casadera, y pronto, su belleza singular capta la atención de la corte entera.
La reina, fascinada por su porte elegante, la declara el diamante de la época. Caballeros, duques y herederos desfilan ante ella, buscando su mano. Pero el corazón de Adeline no se agita por ellos, sino por alguien inesperado: la primera princesa del reino, una joven de 17 años con una mirada firme y un alma libre.
En una época que no perdona lo diferente, Adeline y la princesa se verán envueltas en un torbellino de emociones, secretos y miradas furtivas. ¿Podrá el amor florecer bajo la luz de una luna que, como ellas, se esconde para brillar en libertad?
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El corazón de fuego
La princesa Juliette estaba sentada frente al ventanal de su recámara, con la vista fija en el horizonte rojizo que anunciaba el anochecer. Los dedos jugaban con la copa de cristal medio llena, pero no bebía. Hacía horas que los rumores habían llegado a sus oídos… y con ellos, la confirmación que tanto temía.
Adeline estaba comprometida con el duque Jonas del Corazón de Jesús.
Y no por elección.
—¡No puede ser! —gritó, lanzando la copa contra el mármol. El cristal se hizo trizas, al igual que su paciencia.
El ama de llaves se sobresaltó desde la puerta y murmuró una excusa para irse. Juliette se quedó sola, sintiendo cómo una oleada de angustia le recorría el cuerpo. Se apretó el pecho con una mano, como si pudiera contener el temblor que nacía en su interior.
Había esperado toda la noche anterior en su habitación. Como una tonta. Se había perfumado el cuello, había soltado el cabello, y cada vez que escuchaba pasos por el pasillo, el corazón se le aceleraba… pero Adeline nunca llegó.
Y ahora lo comprendía todo.
No fue un descuido. No fue olvido.
Fue el principio del final.
Apretó los dientes con furia contenida y salió de su habitación, sus pasos resonando con fuerza por los pasillos de piedra. No le importó si la veían. No le importó su título, ni el protocolo. Quería verla. Necesitaba verla.
Adeline no estaba en su recámara. Tampoco en la biblioteca ni en los jardines. Tuvo que rogarle a una doncella que le dijera su paradero, y esta, temblorosa, confesó que había sido vista junto al duque y su padre, hablando con una sonrisa rota en los labios.
El alma de Juliette se hundió un poco más.
No tardó en encontrarla. La vio saliendo del salón oeste, con el vestido de lino marfil que tanto le gustaba… y el rostro pálido, como si le hubieran arrancado el alma.
—¡Adeline! —gritó, sin importarle quién la oyera.
Adeline se detuvo de golpe. Giró lentamente, sabiendo que no podría evitar lo que venía. Sus ojos estaban aún vidriosos.
Juliette llegó hasta ella con el rostro ardiendo de rabia, pero al verla tan quebrada… sus palabras se atragantaron.
—¿Por qué no me lo dijiste? —susurró con la voz rota—. ¿Por qué me dejaste sola anoche… como si lo nuestro no valiera nada?
Adeline no respondió de inmediato. Sus labios temblaban.
—No podía… no sabía cómo —dijo al fin.
—¡Debiste confiar en mí! ¡Debiste decírmelo! —Juliette alzó la voz—. Soy la princesa heredera, ¡podría haber hecho algo! ¡Podríamos haber huido, hablado con la reina… cualquier cosa!
Adeline bajó la mirada.
—Mi padre no me dio opción. La reina aprobó la unión. Y… y yo no soy nadie para desafiarles.
—¡No eres nadie! —repitió Juliette con dolor—. ¡Eres todo para mí, Adeline!
Las lágrimas de Juliette comenzaron a caer, silenciosas, implacables. Dio un paso adelante y tomó su rostro entre las manos.
—Dime que no quieres casarte con él —suplicó—. Dímelo, aunque sea una mentira.
—No quiero. —La voz de Adeline fue apenas un susurro, pero era la verdad más pura que había dicho en su vida—. Te amo a ti, Juliette. Solo a ti.
La princesa la abrazó con fuerza, como si quisiera protegerla del mundo entero.
—No dejaré que te arrebaten de mí —dijo al oído, con un tono decidido—. No permitiré que te entierren viva en una mansión lejos de mí. Haré lo que sea, Adeline. Lo que sea.
Adeline sollozó en su cuello.
—No podemos contra todo esto…
—Sí podemos. Porque soy Juliette del Corazón de Fuego. Y por ti, lo incendiaré todo.
Juliette no era una princesa de papel. Su educación había sido rigurosa, su mente afilada como una espada, y su voluntad más dura que el acero. Durante toda su vida había obedecido las reglas, pero ahora, por primera vez, estaba dispuesta a quebrarlas por amor.
No bastaba con promesas entre susurros ni besos robados bajo la luna. Si quería liberar a Adeline del destino que le habían impuesto, tenía que jugar el juego político… y ganarlo.
Así que empezó a investigar.
Utilizó su posición con sutileza, haciendo preguntas entre los sirvientes, revisando archivos antiguos de los invitados nobles, y escuchando con atención las conversaciones entre las esposas de los ministros. Tardó días, pero finalmente, un susurro entre una doncella y un cochero encendió la chispa de la verdad.
—Dicen que el duque Jonas tiene un hijo… —murmuraban—. Uno que nunca fue reconocido. Que vive en una aldea a media jornada del castillo. Fruto de un romance con una campesina antes de su título.
Juliette no lo dudó. Montó a caballo al amanecer, escoltada por una sola sirvienta de confianza, y se dirigió a la aldea señalada. Allí, en una cabaña cubierta de hiedra y con olor a pan horneado, encontró a una mujer mayor con mirada cansada y un niño de ojos castaños que no se apartaba de su lado.
—¿Es suyo? —preguntó Juliette en voz baja.
La mujer dudó. Luego asintió.
—Es hijo del duque Jonas. Viene cada mes con bolsas de pan y monedas, pero jamás ha pronunciado su nombre ni me ha permitido decir la verdad. Lo mantiene en secreto, por conveniencia.
Juliette sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El mismo hombre que hablaba de honor, que regalaba flores y sonreía con nobleza… era capaz de esconder a su propio hijo para mantener una fachada limpia.
Regresó al castillo con el corazón ardiendo. No tardó en ir directamente al despacho de la reina.
La soberana la recibió con elegancia y cierta frialdad, sentada tras una mesa de roble y con los dedos entrelazados.
—Juliette, has irrumpido sin previo aviso. Esto debe ser importante.
—Lo es —afirmó la princesa, dejando sobre la mesa un retrato del niño y una carta firmada por la madre—. El duque Jonas del Corazón de Jesús tiene un hijo no reconocido, oculto por años.
La reina arqueó una ceja con desdén.
—Eso no impide este matrimonio.
Juliette apretó los dientes.
—¿Cómo puede decir eso? ¿Acaso Adeline no merece un matrimonio digno? ¿Uno basado en la verdad, en el respeto?
—Es una muchacha noble, sí —admitió la reina—. Pero no de sangre real. No es tu igual, Juliette, y no es motivo suficiente para oponerse a una unión que fortalecería alianzas.
Juliette dio un paso al frente. Sus ojos azules ardían.
—¿Y qué fortalecerá la reputación de la corona más que mostrar que cuidamos a nuestras doncellas, incluso cuando nadie más lo hace? Adeline es el diamante de esta época, madre. El pueblo la adora, la nobleza la respeta. ¿De verdad quiere verla atada a un hombre que esconde a su propio hijo como si fuera una vergüenza?
La reina guardó silencio largo rato. Observó la imagen del niño, luego el rostro de su hija, y finalmente se levantó.
—Lo pensaré —dijo, pero su tono era menos firme—. Si confirmo esta información, y si el escándalo pudiera afectar a la casa real… me veré obligada a reconsiderar este compromiso.
Juliette asintió, sabiendo que había logrado romper el muro, al menos una grieta. Cuando salió del despacho, el corazón le latía con fuerza, pero por primera vez en días, había esperanza.
El día comenzó con un rumor que se esparció como pólvora por los pasillos del castillo: la reina ha convocado una audiencia extraordinaria. Nadie sabía por qué. Los criados cuchicheaban, los nobles especulaban, y algunos pensaban que sería una proclamación de matrimonio o incluso una sentencia. Pero una cosa era cierta: cuando la reina hablaba ante todos, algo importante estaba por cambiar.
Adeline despertó con el alma aún encogida, sintiendo el peso del anillo que no deseaba y la promesa de una vida que no había elegido. El desayuno le sabía a nada, y cada paso que daba la acercaba al abismo de su destino. Vestida con un sencillo traje de lino perla, caminó junto a su padre hacia el salón del trono, sin imaginar que lo que allí sucedería alteraría por completo su vida.
La gran sala estaba decorada con tapices dorados, las antorchas encendidas pese a la luz del día. La nobleza se alineaba a ambos lados, y al frente, en su trono, estaba la reina. Juliette se encontraba a su derecha, con la cabeza erguida y una expresión que mezclaba tensión y esperanza.
El Duque Jonas también estaba presente, impecable en su uniforme escarlata, con su sonrisa imperturbable. Solo sus dedos, que se movían nerviosamente, delataban su inquietud.
La reina se levantó y el silencio cayó de inmediato.
—He convocado esta audiencia —comenzó con voz firme— para abordar un asunto de gran importancia, que afecta no solo a los involucrados, sino también al nombre de esta casa real.
Todos contenían el aliento. Adeline sintió que el corazón le latía tan fuerte que podía oírlo en sus oídos. Su padre mantenía la postura recta, ignorando las señales de incomodidad.
—En días recientes —prosiguió la reina— se ha anunciado el compromiso entre la señorita Adeline O’Conel y el Duque Jonas del Corazón de Jesús. Sin embargo, ha llegado a mi conocimiento cierta información que no puede ser pasada por alto.
Un murmullo corrió entre los presentes. Jonas dio un paso al frente, ligeramente inclinado.
—Majestad, estoy dispuesto a responder cualquier duda…
—No he terminado, Duque —lo interrumpió la reina con firmeza, y él retrocedió con una reverencia.
—Se ha comprobado que usted, Jonas, posee un hijo no reconocido, al que ha mantenido en secreto para preservar su reputación. El ocultamiento deliberado de esta información pone en tela de juicio su honor y sus intenciones hacia esta corte y hacia la señorita O’Conel.
Un suspiro colectivo llenó el salón. Adeline abrió los ojos como platos, sin entender del todo, hasta que vio a Juliette mirarla con dulzura, con esa expresión que decía yo lo hice por ti.
La reina continuó:
—He decidido, por el bienestar de la señorita O’Conel, y por el decoro de esta corte, anular inmediatamente el compromiso entre usted, Duque Jonas, y la dama en cuestión. Esta decisión es inapelable.
Jonas bajó la cabeza. No protestó. Sabía que no tenía escapatoria. El silencio fue roto solo por el susurro de las túnicas reales.
Adeline se llevó una mano al pecho, temblando. ¿Era real? ¿Era verdad? ¿Estaba libre?
La reina entonces miró directamente a ella.
—Señorita O’Conel, me disculpo en nombre de la corona por haber permitido que este compromiso avanzara sin el debido conocimiento. Desde hoy, usted vuelve a ser libre de elegir su destino.
Adeline quiso hablar, pero no pudo. Las lágrimas asomaron a sus ojos, y una corriente de alivio la recorrió. Dio un paso atrás, inclinándose ante la reina.
—Gracias, Majestad —susurró.
Cuando la audiencia terminó y todos comenzaron a retirarse, Adeline se mantuvo inmóvil unos segundos, perdida en su mundo. Fue entonces cuando Juliette se acercó por detrás, en silencio, y le tomó la mano.
—No pude permitirlo —dijo la princesa en voz baja, solo para ella—. No merecías vivir una mentira.
Adeline la miró con los ojos humedecidos.
—Tú me salvaste.
Juliette le sonrió con suavidad.
—Una vez tú me salvaste con una pregunta infantil… ¿Recuerdas?
—¿Mi color favorito? —rió Adeline entre lágrimas.
—Y ahora ya sabes cuál es el mío.
Adeline apretó su mano con fuerza, sabiendo que, por fin, quizás… tenían una oportunidad.
El cielo estaba cubierto por una capa de estrellas que parecían vigilar en silencio la tierra que dormía. Las calles estaban desiertas, y el silencio del campo envolvía la noche con una calma inusual. Aquel era su único momento. Su única libertad.
Adeline y Juliette habían escapado del palacio a escondidas, vestidas con capas oscuras, acompañadas únicamente por el viento. Adeline guiaba el camino, sus dedos entrelazados con los de Juliette mientras avanzaban hacia la vieja mansión familiar, una casa rodeada de rosales salvajes que llevaba meses sin recibir visitas. El polvo cubría algunas superficies, pero aún olía a hogar.
—¿Segura que nadie sabe que estás aquí? —preguntó Juliette, cerrando la puerta tras de sí.
—Nadie. Mi padre no ha venido desde que mi madre murió. Esta casa es todo lo que me queda de ella —respondió Adeline, encendiendo una vela.
Juliette observó los retratos cubiertos, los muebles antiguos, el piano silencioso en la esquina. Se acercó a la chimenea y con unas maderas secas, encendió un fuego que poco a poco calentó el salón principal.
—Es hermosa… como tú —dijo, con una sonrisa suave.
Adeline se le quedó viendo unos segundos, y luego bajó la mirada, como si temiera quebrarse con una sola palabra. Juliette se acercó a ella y le tomó el rostro entre las manos.
—Quiero que esta noche sea nuestra. Sin el peso de los títulos, sin los ojos del mundo. Solo tú y yo, como siempre debió ser.
La luz del fuego acariciaba los rostros de ambas, y Adeline, temblando, asintió.
Juliette buscó algo en su bolsillo, y luego, con la mayor seriedad que su corazón podía sostener, se arrodilló frente a ella. En su mano, sostenía un anillo sencillo, de plata opaca, con una pequeña piedra violeta.
—Adeline O’Conel… ¿te casarías conmigo, aquí, en esta noche robada, aunque el mundo se empeñe en separarnos?
Adeline se tapó la boca con la mano, las lágrimas brotando sin resistencia. Se arrodilló también, frente a Juliette, y sin decir nada le abrazó fuerte, con el pecho agitado.
—Sí —susurró con la voz quebrada—. Sí, princesa. Me casaría contigo cada vida, cada noche, cada instante.
No hubo testigos. No hubo firma ni sacerdote. Solo la luna colgada en el cielo y las promesas silenciosas que se dicen con el alma. En la habitación más cálida de la mansión, se entregaron la una a la otra. Sin prisas, sin miedos, sin máscaras.
El cuerpo de Juliette temblaba entre las sábanas mientras Adeline acariciaba su espalda desnuda. Cada beso era una promesa, cada roce una plegaria. Era amor real, amor sin artificios. Adeline entrelazó su mano con la de Juliette mientras la besaba con ternura, como si al hacerlo pudiera guardar ese momento dentro de su corazón para siempre.
—Esta noche… —murmuró Juliette mientras la abrazaba— …soy solo tuya.
—Y yo tuya —respondió Adeline, sintiendo que su corazón se partía entre la felicidad y el presentimiento.
Ninguna de las dos sabía que sería la última vez.
Porque cuando el sol comenzó a asomar tras los campos lejanos, y la luz dorada tocó sus rostros dormidos, ya todo estaba cambiando.
Un carruaje con el estandarte real avanzaba hacia la mansión.
Y el destino, cruel como solo puede serlo el destino, ya había tomado su decisión.
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