En mi vida pasada, mi nombre era sinónimo de vanidad y egoísmo. Fui un error para la corona, una arrogante que se ganó el odio de cada habitante de mi reino.
A los quince años, mi destino se selló con un compromiso político: la promesa de un matrimonio con el Príncipe Esteban del reino vecino, un pacto forzado para unir tierras y coronas. Él, sin embargo, ya había entregado su corazón a una joven del pueblo, una relación que sus padres se negaron a aceptar, condenándolo a un enlace conmigo.
Viví cinco años más bajo la sombra de ese odio. Cinco años hasta que mi vida llegó a su brutal final.
Fui sentenciada, y cuando me enviaron "al otro mundo", resultó ser una descripción terriblemente literal.
Ahora, mi alma ha sido transplantada. Desperté en el cuerpo de una tonta incapaz de defenderse de los maltratos de su propia familia. No tengo fácil este nuevo comienzo, pero hay una cosa que sí tengo clara: no importa el cuerpo ni la vida que me haya tocado, conseguiré que todos me odien.
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Mi propio reflejo
Punto de vista de Dante
Observé cómo el color abandonaba los rostros de Henry y de la Abuela, no por la pérdida del treinta por ciento de su capital—que para ellos era un mero fastidio—sino por la promesa que acababa de salir de la boca de Katerine: la destrucción lenta y personal. Ella les había dado un golpe en la cara con guante de seda.
Katerine había resultado ser toda una caja de sorpresas. No solo era una mujer inteligente y hermosa, con un cuerpo que ahora se movía con gracia mortal, sino que también era fría, calculadora y, lo más importante, honesta con su maldad y eso me atraía más a ella. La manera en la que enfrentó a su familia fue deslumbrante, digna de los grandes criminales que dominan la ciudad.
El contraste con Clarisa era abrumador.
Mi mente retrocedió al patético encuentro en el salón. Clarisa, con su mirada lastimera y su desesperado intento de manipularme al exponer mi pasado con ella. Se dedicaba a hacerse la víctima, mendigando afecto y protección. Katerine, en cambio, usaba su propia victimización —el historial de abuso— como una herramienta estratégica, la convertía en su camuflaje. Ella exigía, no suplicaba.
La frialdad de Katerine no era una fachada; era su núcleo. Y esa absoluta falta de debilidad moral era la razón por la que mi fascinación por ella se había vuelto innegable.
Me atraía la voracidad en sus ojos grises. Ella era el reflejo perfecto de mi propia ambición desmedida, despojada de cualquier hipocresía social. Ella no era la mujer que yo debía querer (la dulce, la fácil de controlar). Ella era la mujer que yo necesitaba: una mente criminal tan afilada que ponía en riesgo mi propia seguridad.
Mientras Katerine se deleitaba con el terror de sus parientes, me di cuenta de que mi plan ya no era solo por venganza. Era para mantenerla cerca, para ver hasta dónde podía llegar su ambición.
Había invertido en una peón, pero había adquirido una reina. Y mi mayor desafío ahora no sería derrocar a esa familia, sino asegurar que esa reina no decidiera que yo era la siguiente pieza a sacrificar.
Punto de vista de Katerine
La Abuela se quedó sin habla, su boca seca y sus ojos fijos en la carpeta de Dante. Había intentado luchar por el dinero, pero no por la humillación. Henry se hundió en el sillón, con la cara entre las manos. Eran tan predecibles.
Di mi última sonrisa en esa mansión. No iba a darles la satisfacción de verme celebrar; la miseria lenta y la incertidumbre eran mi verdadero regalo.
—Dante —dije, usando su nombre como una orden—. Hemos cumplido con la formalidad. Retirémonos.
Él asintió de inmediato. La eficiencia era la base de nuestra alianza. Sin otra palabra o mirada a mi patética familia, nos dimos la vuelta. El sonido de nuestros pasos resonó en la sala de estar silenciosa, una declaración final de que el poder había cambiado de manos.
El salón de la fiesta seguía en un murmullo incómodo. Nadie se atrevió a acercarse. La gente había visto a la Katerine desaparecida entrar del brazo de Dante Viteri, y ahora la veían marcharse después de diez minutos de confrontación privada con los cabecillas de la familia. El pánico flotaba en el aire.
Dante me guió a través de la puerta principal. Al salir, el aire fresco de la noche me golpeó, y sentí que la debilidad de los últimos dos años se desprendía de mí como una piel vieja.
Una vez dentro del auto oscuro, el silencio fue diferente. Era un silencio compartido de dos estrategas que acababan de ganar una batalla.
—Ha sido un espectáculo digno de verse, Katerine —dijo Dante, arrancando el motor—. Pero ¿por qué la miseria lenta? ¿Por qué darles tiempo para reaccionar?
Me recosté contra el asiento de cuero, observando cómo las luces de la mansión se hacían pequeñas.
—Porque no se trata solo del dinero, Dante. Se trata del terror. Quiero que se despierten cada mañana preguntándose qué pieza de su vida arrancaré a continuación. Quiero que se odien entre ellos por haberme hecho esto. Y, además —añadí, girando mi cabeza para mirarlo, permitiendo que mi sonrisa se enfriara—, la destrucción total en una noche no me habría dado tiempo para confirmar ciertos intereses románticos que parecen complicar nuestro acuerdo.
La mano de Dante se apretó sobre el volante. Su mirada se fijó en la carretera, pero la tensión en su mandíbula me dijo que había entendido el mensaje perfectamente. La reina había hecho su primer movimiento sobre el tablero de ajedrez, y la pieza que estaba en peligro era él.