Cecil Moreau estaba destinada a una vida de privilegios. Criada en una familia acomodada, con una belleza que giraba cabezas y un carácter tan afilado como su inteligencia, siempre obtuvo lo que quería. Pero la perfección era una máscara que ocultaba un corazón vulnerable y sediento de amor. Su vida dio un vuelco la noche en que descubrió que el hombre al que había entregado su alma, no solo la había traicionado, sino que lo había hecho con la mujer que ella consideraba su amiga.
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CAPITULO 6
Capítulo 6.
Cecil demostró su determinación desde el primer día al frente de los negocios. Aunque su tía la había guiado durante el primer mes, pronto se ganó la admiración y el respeto de la mayoría de los empleados. Mostraba firmeza en las decisiones y empatía en el trato con los trabajadores. Había heredado la visión pragmática de su padre y el sentido de justicia que siempre admiró en su madre.
Sin embargo, no todo era perfecto. Algunos empleados, especialmente aquellos que conocían su historia, murmuraban entre ellos, cuestionando su capacidad para liderar. La consideraban indigna por su pasado. Cecil escuchó algunos comentarios hirientes, pero su autoestima, fortalecida por meses de trabajo interno, la ayudó a no dejarse humillar. “Soy mucho más que mis errores”, pensó cada vez que alguien intentaba desestabilizarla. Respondía con profesionalismo y hechos, demostrando que estaba más que preparada para enfrentar cualquier reto. Su temple comenzó a ganarse incluso a los más escépticos.
Todo parecía marchar de maravilla hasta que, en una cena de negocios, el pasado regresó de una forma cruel e inesperada. Cecil había asistido a la reunión con varios socios potenciales, lista para cerrar un acuerdo importante. Mientras disfrutaban del primer plato, una risa familiar capturó su atención.
Volteó hacia la entrada del restaurante y lo vio: Edwards Harper. No estaba solo. Lo acompañaba una mujer a quien Cecil reconoció de inmediato. Era Clara, su antigua mejor amiga. Pero lo que realmente la destrozó fue ver a un niño pequeño con ellos, que los llamaba “papá” y “mamá”.
El aire pareció desaparecer de sus pulmones. El mundo a su alrededor se difuminó. Cecil sintió un torrente de emociones desgarradoras que amenazaban con consumirla. Sin decir una palabra, se levantó de la mesa y salió corriendo del lugar. Los murmullos de sus socios quedaron atrás; en ese momento, no le importaba lo que pensaran de ella.
Llegó a su casa temblando, cerró la puerta de su habitación y se derrumbó en la cama. Las lágrimas comenzaron a fluir sin control mientras revivía cada momento de su pasado. Se maldijo a sí misma por haberse permitido soñar, por haber confiado en Edwards y en Clara.
“¿Por qué?” gritó al vacío, su voz rota por el dolor. Recordó cómo ellos la habían traicionado, cómo le habían quitado todo lo que alguna vez amó. Ese encuentro fugaz había sido un golpe brutal, un retroceso que amenazaba con destruir todo el progreso que había logrado. Cecil se acurrucó sobre la cama, sintiendo que volvía a caer en el abismo del pasado. Pero, incluso en medio del sufrimiento, una voz interior luchaba por hacerse escuchar: “¡No puedes rendirte ahora! Has llegado demasiado lejos.”
De regreso en su habitación, Cecil se derrumbó. Las lágrimas fluían sin control mientras maldecía su pasado, recordando los diez años que pasó en prisión por culpa de Edwards y su amiga. Todo el progreso que había logrado se desmoronó en un instante, dejándola atrapada nuevamente en el dolor y la vergüenza.
Su tía, al verla regresar en ese estado, se preocupó profundamente. Sabía que no podía consolarla sola, así que tomó una decisión. Llamó a la única persona en quien Cecil confiaba plenamente y a quien, sin duda, escucharía: Adrien. “Ella te necesita”, le dijo con urgencia al teléfono. Adrien no lo dudó ni un segundo. Dejó todo lo que estaba haciendo y fue a la mansión.
Cuando llegó, encontró a Cecil hecha un mar de lágrimas en su habitación. La escena le destrozó el alma. Sin decir una palabra, se acercó y la abrazó con fuerza. Cecil, tan sumida en su tristeza, no notó su presencia hasta que sintió sus brazos a su alrededor. Al principio se sobresaltó, pero luego se dejó consolar, hundiéndose en su calidez.
“Estoy aquí, Cecil”, susurró Adrien, con la voz cargada de emoción. “No estás sola.”
Pasaron largos minutos así, hasta que el llanto de Cecil comenzó a amainar. Adrien la ayudó a sentarse en el sofá y se quedó a su lado, ofreciéndole apoyo silencioso. Poco a poco, el ambiente en la habitación mejoró. Cecil, aunque agotada, encontró un poco de alivio en la presencia de Adrien.
“Lo siento”, murmuró ella, con la voz ronca por el llanto. “No quería que me vieras así.”
Adrien negó con la cabeza. “No tienes nada que disculparte. Estoy aquí para ti, en las buenas y en las malas.”
Cecil dudó por un momento, pero luego tomó una decisión. Era hora de enfrentar su pasado, incluso con Adrien. “Hay algo que necesito contarte”, dijo, su voz temblando ligeramente. “El por qué pasé diez años en prisión.”