Tora Seijaku es una persona bastante peculiar en un mundo donde las brujas son incineradas, para identificar una solo basta que posea mechones de color negro
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Ejecución de Brujas
Tora apretó los puños con fuerza, sintiendo cómo las uñas se clavaban en la palma de su mano. Cada palabra de Carton lo carcomía, como si fueran garras hurgando en lo más profundo de su paciencia. Pero respiró hondo, tragándose el veneno de su furia. No podía estallar allí, no en ese lugar lleno de guardias, no mientras Meli seguía encadenada.
—Tienes razón, señor Carton —dijo finalmente, forzando una sonrisa cortés que le costó más que cualquier batalla—. No queremos causar problemas, solo estamos... aprendiendo.
Syra mira de reojo, sorprendida de que no hubiera saltado de inmediato contra aquel hombre. Ella misma sentía la ira hervir en su pecho, pero entendía el motivo de la contención: no era momento de ser héroes.
Carton asintió satisfecho, convencido de que había cortado la tensión.
—Así me gusta. Forasteros que saben escuchar.
El silencio pesó por unos instantes. Tora no se permitió mirar a Meli, aunque sentía la fuerza de sus ojos clavándose en él. La bruja no dijo nada, pero aquella leve sonrisa que había mostrado antes permanecía intacta, como si hubiera entendido el mensaje sin palabras: la paciencia también es un arma.
—Entonces —dijo Tora con calma medida—, ¿qué otras costumbres deberíamos aprender de este pueblo para no cometer errores?
Carton se giró, orgulloso, dispuesto a mostrarles la ciudad con aire de anfitrión, ignorando por completo que en el silencio forzado de Tora ya se estaba forjando un plan.
Carton avanzó con pasos medidos, como si cada piedra del suelo le perteneciera. Los guardias se abrieron a su paso, reverenciando su presencia, y los forasteros no tuvieron otra opción que seguirlo.
—Observen bien, forasteros —dijo con voz altiva mientras alzaba una mano hacia las calles amplias—. Esta ciudad es un ejemplo de equilibrio. Aquí no reina el caos de los espíritus, ni la anarquía de las brujas. Aquí todo fluye bajo control.
Tora y Syra lo acompañaban en silencio, aunque los ojos de ambos se desviaban una y otra vez hacia los alrededores. Las casas estaban adornadas con inscripciones rúnicas, no meramente decorativas: emitían un resplandor tenue que parecía mantener alejados a los espíritus errantes. Los postes de luz funcionaban con cristales de maná incrustados, vibrando en distintos tonos que iluminaban la calle con un resplandor casi antinatural.
Más adelante, los llevó hasta un enorme arco de piedra en medio de la ciudad. El portal pulsaba con energía, runas cambiantes flotaban alrededor del marco como engranajes etéreos en constante movimiento. Varias personas pasaban a través de él con naturalidad, desapareciendo en un destello de luz.
—Este es nuestro orgullo mayor: el Portal del Orden. Nos conecta con otros asentamientos y nos permite controlar el flujo de viajeros. Nadie entra ni sale sin que lo sepamos.
Tora guardaba silencio, fingiendo admiración, aunque en su interior hervía. Lo que veía no era orden, era una prisión disfrazada de progreso.
Carton se detuvo frente al portal y los miró con satisfacción, como si esperara un aplauso.
—Todo esto, forasteros, es posible porque sabemos controlar lo que los demás temen. Y ustedes... ustedes podrían ser parte de este orden, si saben jugar bien sus cartas.
El silencio de Tora y Syra fue su única respuesta. Pero en lo más profundo, los dos ya sabían: cada paso en ese pueblo los llevaba más cerca de una decisión peligrosa.
El recorrido terminó en la plaza central. Allí, la multitud se aglomeraba con un murmullo contenido que se mezclaba con el crujir de las cuerdas y el sonido de la madera ajustándose.
Tora y Syra se detuvieron en seco cuando vieron lo inevitable: un cadalso elevado con tres horcas preparadas. Tres mujeres jóvenes, con las manos atadas y el cabello desordenado, aguardaban bajo las sogas. Sus miradas eran distintas: una contenía rabia, otra resignación, y la última temblaba con un miedo que se podía sentir en el aire.
—Han llegado justo a tiempo —dijo Carton con una sonrisa orgullosa, extendiendo los brazos hacia el espectáculo—. Aquí podrán ver cómo mantenemos el equilibrio. Cada espíritu que estas brujas atraen debilita nuestras defensas. Así que no tenemos piedad.
Los guardias ajustaron las sogas alrededor de sus cuellos, tirando con brusquedad. El verdugo, vestido con un uniforme blanco manchado de polvo, subió los escalones del cadalso.
Syra apretó los dientes, clavando sus uñas en la palma de la mano.
—¿Todo esto… es necesario? —preguntó con voz baja, intentando que no sonara como un reproche abierto.
Carton la miró de reojo y respondió con naturalidad, como quien explica el clima.
—Por supuesto. El orden tiene un precio. Y lo que verán hoy es el costo de la tranquilidad de cientos.
Un tambor resonó en la plaza, profundo y grave. La multitud calló.
Las tres mujeres miraron al frente. Una de ellas, la de cabello enmarañado y ojos azules, alcanzó a gritar:
—¡No somos plaga, somos hijas de la tierra!
Un guardia la golpeó en el abdomen, silenciándola.
Tora bajó la mirada, sus puños cerrados hasta blanquear los nudillos. Sentía el peso de cada palabra de Azul: algún día tomarás una decisión.
El verdugo levantó una mano, esperando la señal. Carton, erguido en el balcón de la alcaldía, miró con frialdad y la dio con un simple gesto de su dedo.
Las compuertas del cadalso cayeron.
El sonido de la madera golpeando resonó en todo el pueblo.
Las sogas se tensaron.
El murmullo de la gente se mezcló con un silencio pesado, casi insoportable.
Syra dio un paso hacia atrás, conteniendo un jadeo. Tora, en cambio, permaneció inmóvil, aunque su mirada se endureció como nunca antes.
Carton aplaudió lentamente, satisfecho.
—Y así, forasteros, es como mantenemos la paz.
Sin embargo, no esperaba la reacción de Syra. Sus ojos, encendidos como brasas, no soportaron más la injusticia. Extendió la mano con un gesto brusco y, desde gran distancia, su fuego brotó como un rayo vivo. Las llamas recorrieron el aire como serpientes rojas y anaranjadas, alcanzando las sogas.
El calor fue instantáneo: la cuerda ardió y se deshizo en ceniza. Un segundo después, las brujas cayeron al suelo, golpeando la tierra pero vivas, respirando con desesperación.
Hubo un silencio de asombro. Luego, un clamor de gritos. Los guardias reaccionaron al unísono, rodeándolos con lanzas, escudos brillantes y runas encendidas en sus armaduras.
—Siento meterte en esto, Tora... —dijo con voz baja, aunque en medio del caos sonó como un trueno entre ambos.