Ella tiene 17, él 25.
Ella quiere vivir, él quiere estabilidad.
Ella apenas empieza, él ya está listo para formar una familia.
No tienen nada en común... excepto lo que sienten cuando se miran.
Lía no está buscando enamorarse. Oliver no puede permitirse hacerlo. Pero el destino no siempre pregunta.
Un roce de manos, una conversación a medianoche y el miedo de amar cuando no se debe…
Una historia dulce, intensa y real sobre el amor que llega en el momento menos adecuado… o tal vez, en el más perfecto.
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capitulo 6
Un mes pasó volando.
Vacaciones era sinónimo de despertarse tarde, desayunar con mamá y papá cuando se podía, salir con las chicas, ir a la playa, fiestas en la noche, planes de último momento. A veces dormíamos en casa de alguna, y otras solo veíamos el amanecer desde el auto de la única que sabía manejar.
Yo no pensaba mucho en Oliver. No más de lo necesario.
Sí, era agradable. Un chico lindo, respetuoso, con una sonrisa capaz de desarmarte. Me caía bien. A veces cuando hablaba con Elías y él estaba con él, le saludaba por altavoz, y hablábamos por unos segundos. Nada más.
No era un personaje principal en mi vida. Ni siquiera un secundario fijo. Era como esos cameos que aparecen de vez en cuando. Pero algo en su forma de hablar se quedaba un poco más en mi memoria que el resto de las cosas.
Esa noche fue la típica fiesta que comienza inocente y termina en desastre. Demasiada música, luces de colores, vasos que nunca supe qué llevaban. Me sentía un poco mareada, pero no me preocupaba. Estaba con mis amigas.
—Voy al baño —le dije a Sofi.
Después de eso, no recuerdo mucho.
Sé que me senté en un sillón. Que alguien me ofreció agua. Que mi cabeza daba vueltas. Y que, en medio de ese caos, Sofi me quitó el celular.
—Voy a llamar a tu hermano —me dijo—. Ya no estás bien, Lia. No te puedes quedar aquí.
No protesté. Ni fuerzas tenía.
Elías llegó cuarenta minutos después. Con él, estaba Oliver.
—¿De verdad estaba así? —escuché decir a Elías cuando entraron.
—Sí. Nunca la había visto tan mal —respondió Sofi.
—¿Qué tomó? —preguntó Oliver mientras se acercaba.
—No lo sé. Creo que mezcló cosas… y no cenó —respondió otra de las chicas.
Oliver me miró. Me costó reconocerlo, pero esa voz era imposible de confundir.
—¿Lía?
No respondí. Solo me dejé llevar.
Entre los dos me levantaron con cuidado. Yo me dejé sostener. Sentía que flotaba.
—Tranquila —me dijo Oliver—. Ya estás bien.
No recuerdo el viaje en auto, pero sí el momento en que entramos al apartamento.
Todo olía a limpio. Luz tenue. Oliver me sostenía de un lado, Elías del otro.
—Pesa más de lo que parece —murmuró mi hermano.
—Es que mide como un palo, pero es músculo oculto —bromeó Oliver.
Me sentaron en el sofá. Al rato, sentí algo frío en mi frente. Oliver me había puesto un pañito húmedo.
—¿Estará bien aquí? —preguntó Oliver.
—Sí, va a dormir aquí en el sofá. Mañana temprano la llevo a casa —respondió Elías mientras traía una manta.
Oliver se quedó un momento conmigo. En silencio.
—No pensé verte así —murmuró, más para sí mismo que para mí.
Yo medio abrí los ojos.
—Tú otra vez —dije en voz baja.
Él rió.
—Sí, yo otra vez.
—No me digas nada… ya sé que me veo horrible.
—Te ves humana.
Pausa.
—Pero sí, un poco horrible también.
Solté una risa débil.
—Gracias por ayudar.
—No tienes que agradecer.
—No pensé que seguirías siendo tan amable después de desaparecer un mes.
Él me miró, sorprendido.
—¿Desaparecí yo?
Nos miramos.
Y por unos segundos, la conexión volvió a estar ahí. Esa cosa invisible que no tenía nombre ni forma, pero que hacía que todo fuera más… claro.
—Buenas noches, Lía.
—Buenas noches, Oliver.
Y así se fue. Como si nunca hubiera llegado.
A la mañana siguiente desperté con resaca, un dolor de cabeza intenso y el vago recuerdo de haber dicho algo que quizás no debí decir.
Pero también recordaba a Oliver. No como un príncipe, ni un héroe.
Solo como alguien que había estado cuando lo necesitaba.
Y eso, por alguna razón, me importó más de lo que esperaba.
[..]
La luz entraba por la ventana del apartamento de Elías como si alguien hubiese encendido un foco directo a mis ojos.
Gruñí. Me dolía la cabeza y tenía la boca seca como si hubiese comido arena toda la noche.
Me senté en el sofá, aún cubierta con la manta, y miré a mi alrededor. Todo estaba en silencio. A un lado había un vaso con agua, una pastilla para el dolor y una nota.
Tómate esto. No hagas preguntas. —Elías.
Sonreí. Mi hermano era lo más parecido a un papá gruñón joven.
—Ya estás viva —dijo desde la cocina cuando me oyó moverme.
—Apenas.
—¿Te llevo a casa o te pido un taxi?
—Prefiero desaparecer sin hacer mucho escándalo.
—Como quieras. Pero te acompaño hasta abajo.
Me puse mis zapatillas y me despedí con un abrazo.
—Gracias por no sermonearme.
—Todavía no estoy tan viejo —bromeó—. Pero te aviso que no vas a tener suerte la próxima vez.
—Apuntado.
—Y dile gracias a Oliver. Te cuidó más que yo.
Mi sonrisa se apagó un segundo.
—Lo haré.
Al llegar a casa, sentí que el mundo volvía a su eje. Me saqué la ropa, me metí a la ducha y dejé que el agua caliente me despejara los pensamientos. Después me puse mi pijama más cómodo, me enredé en las sábanas y dormí como si me hubieran apagado el botón de "estar despierta".
Me desperté con la luz naranja del atardecer filtrándose por la ventana. El estómago me gruñía.
Fui a la cocina, me preparé una pasta con salsa blanca y algo de pan de ajo que había congelado. Mientras comía, decidí llamar a mamá.
—¡Hija! Qué milagro —contestó ella.
—Hola, mami. ¿Qué hacen?
—Justo hablábamos de ti. Hoy vamos a cenar todos juntos, ¿te parece?
—¿En serio? —me levanté de golpe del sillón—. ¿No tienen guardia ni congresos ni cosas médicas que salvar al mundo?
—Hoy no. Y es en serio, ya hablé con tu papá. Te queremos en casa a las ocho. ¿Vale?
—Vale. ¿Qué cenamos?
—Sorpresa. Pero es tu comida favorita.
—¿Puré con estofado?
—Tal vez.
Sonreí como si tuviera cinco años otra vez.
—Ah, y no te olvides de tu chequeo mensual. Ya deberías haber pedido turno.
Rodé los ojos.
—Lo sé.
—Lía…
—¡Ya, ya! Lo haré. Pero sigo odiando las agujas. Lo sabes, ¿verdad?
—Hija de doctores, cosas que pasan.
—No firmé para esto.
—Tú firmaste al nacer, cariño. Es parte del contrato genético.
Nos reímos las dos.
—Nos vemos en la noche, ¿sí?
—Sí. Y gracias, mamá.
—¿Por qué?
—Por hacerme sentir como en casa.
—Es tu casa.
Colgué con una sonrisa tonta. A pesar de todo, de los turnos, del estrés y de que a veces sentía que no me entendían, mis padres siempre volvían a mí. Como un reloj que nunca fallaba.
Faltaban aún dos horas para la cena. Me tiré en la cama otra vez, mirando el techo, con el estómago más contento y el corazón un poco más tranquilo.
Y sin saber por qué, pensé en Oliver.
Solo un segundo. Solo un recuerdo fugaz.
Me pregunté si él también habría llegado bien a casa.
Pero no le escribí. Ni lo llamé.
Aún no.
[...]
La casa olía a estofado, pan recién horneado y hogar. No había lugar más seguro en el mundo para mí que ese comedor, con su lámpara antigua y sus platos de porcelana que mamá solo sacaba cuando estábamos todos juntos.
Papá servía vino. Mamá preparaba la ensalada. Yo me senté en mi sitio de siempre, al lado derecho de él, como cuando era niña.
—Vaya, no recordaba que te gustara tanto llegar temprano —bromeó mi papá.
—Es que no quería perderme tu famoso estofado —respondí con una sonrisa.
—Tú siempre has sido la lista —dijo mamá sentándose—. ¿Ya se sienten viejos, ustedes dos, cuando su hija ya sale de la secundaria?
—¡Mamá! —me quejé riendo.
—Es la verdad —dijo papá mientras se servía agua—. Pronto tendremos que prepararnos para dejarte ir… ¿Has pensado en lo que quieres estudiar?
Me quedé en silencio. El tenedor giraba en mi mano. Había pensado en mil cosas: fotografía, diseño, hasta psicología. Pero medicina… eso me sabía a encierro, a turnos de madrugada, a no tener vida.
—Todavía no sé —respondí sincera—. Estoy explorando.
Papá me miró con esa mezcla de atención y calma que solo él tenía.
—¿Te interesa alguna rama de la medicina? —preguntó, sin presión, pero con esa curiosidad esperanzada de padre doctor.
Tragué saliva.
—No lo sé. La verdad… hay muchas cosas que me gustan. A veces siento que si estudio medicina... estaría siendo alguien que no soy.
Pensé eso. No lo dije. Lo que dije fue:
—Creo que todavía estoy descubriéndome.
Papá asintió con una ternura inesperada.
—Mi cielo... tú puedes hacer lo que tú quieras. No necesitas seguir nuestros pasos para hacernos sentir orgullosos.
Lo miré, algo incrédula.
—¿En serio?
—Claro que sí —sonrió—. Mira a tu hermano. Estudió arquitectura y se especializó en paisajismo. Y yo estoy más que feliz con su trabajo. Es brillante.
—Pensé que lo dejaste porque no era tu hijo —dije sin pensarlo demasiado, como si fuera una verdad suelta de mi mente.
Papá dejó el tenedor y me miró con sorpresa suave. Mamá también me miró, con una ceja alzada.
—Lía... —dijo él, con una voz tan baja que me obligó a mirarlo a los ojos—. Tu hermano es mi hijo. Lo ha sido desde que tenía seis años. No me importa qué diga la biología. Yo lo elegí. Y él me eligió también.
Me mordí el labio. Sentí una punzada de culpa, pero también algo en mi pecho que se aflojaba.
—Lo siento, no quise sonar así.
—Lo sé. Pero recuerda esto, por favor: el amor no necesita sangre para ser real. Y yo no quiero que ninguno de ustedes viva bajo la sombra de nuestras decisiones. Quiero que encuentren su camino. Sea medicina, arte, cocina o... no sé, buceo extremo.
Reímos los tres. Mamá se acercó para servirme más jugo.
—Aunque preferiríamos algo que no implique tiburones.
—Anotado —reí, con un nudo tibio en el pecho.
Terminamos la cena hablando de tonterías, de series, de anécdotas de cuando Elías dibujaba castillos en las paredes y de cómo yo escondía galletas en las plantas.
No se habló más de medicina. Y por primera vez en mucho tiempo, no me sentí presionada.
Solo amada.
Hermosa historia gracias F1or😉