Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.
Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.
Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.
Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.
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El hombre del ascensor
Elías había olvidado cómo se sentía el silencio real. No el del hospital, ese mutismo espeso lleno de zumbidos lejanos y respiraciones invisibles. Sino el verdadero: ese instante en que el mundo se calla no porque no haya ruido, sino porque uno mismo ya no sabe si está vivo o muerto.
Ese silencio era el que ahora reinaba en el pasillo del tercer piso.
Las luces parpadeaban con menos violencia que en otras ocasiones. No había sombra viva ni figura invertida. Por primera vez desde que despertó en el hospital, todo parecía... quieto.
Demasiado quieto.
Fue entonces cuando escuchó el “ding”.
El ascensor.
No recordaba que hubiera uno ahí.
Estaba al final del pasillo, empotrado entre dos muros desconchados, como si lo hubieran instalado a la fuerza. Las puertas se abrieron con lentitud, y de su interior no salió nadie. Solo una ráfaga de aire helado que le erizó la piel.
Elías se acercó, cauteloso.
Dentro, el panel de pisos no tenía números. Tenía símbolos.
Una espiral.
Un ojo.
Un feto.
Una silla vacía.
Y en la parte inferior, una mancha negra que latía.
Elías extendió la mano hacia el panel, y al tocar el símbolo del ojo, las puertas se cerraron.
No eligió bajar ni subir.
El ascensor descendió solo.
Durante el descenso, no hubo luces de piso.
Solo una pantalla que mostraba recuerdos.
Primero fue su infancia: la vez que se perdió en el bosque, los gritos de su madre, su respiración agitada mientras algo lo seguía entre los árboles.
Luego, su primer año en la residencia médica. El pasillo blanco, los pacientes sin rostro. La enfermera que se ahorcó en la sala de descanso y a la que nadie mencionó jamás.
Después, su hija.
El momento exacto en que dejó de moverse.
Elías cerró los ojos, pero no logró evitar la imagen. La pantalla no era solo una pantalla. Era parte de él.
El ascensor se detuvo con un sonido sordo. Las puertas se abrieron.
El lugar no era parte del hospital. Al menos no de la estructura original.
Era una sala octogonal, iluminada por una luz azul tenue que no parecía provenir de ninguna fuente visible.
En el centro, un hombre sentado en una silla de ruedas. Llevaba un pijama de hospital, la cabeza rapada y un tubo de respiración que colgaba, desconectado.
—Tardaste —dijo sin moverse—. Pensé que te habías rendido.
Elías frunció el ceño.
—¿Quién sos?
—Ya estuviste aquí antes. Aunque con otra cara.
—¿Qué es este lugar?
El hombre sonrió, y sus dientes eran todos iguales. No en forma: en tamaño. Como si los hubiera esculpido él mismo en su encías.
—Es donde vienen los que recuerdan demasiado. Este hospital no es solo un lugar físico, Elías. Es una cárcel de memoria. Cada ala, cada piso, contiene un fragmento tuyo que quisiste enterrar.
—¿Por qué?
—Porque fuiste vos quien lo diseñó.
Elías retrocedió.
—Eso no es posible.
—¿Seguro? ¿Nunca te preguntaste por qué sabías cómo moverte por aquí, incluso sin recordar?
El hombre se levantó. Su cuerpo era delgado, casi esquelético, pero cada paso que daba resonaba como si arrastrara cadenas invisibles.
—Fuiste parte del Proyecto Velmont. Uno de los creadores. Vos y cuatro más. Pero tu experimento se salió de control.
—¿Qué experimento?
—Quisieron guardar la conciencia humana en estructuras artificiales. Crear un espacio donde las almas fragmentadas pudieran enfrentarse a sí mismas antes de despertar… o disolverse para siempre.
—¿Y funcionó?
—A medias. Vos fuiste el primero en ofrecerte. Pero trajiste algo más con vos. Algo que no pertenece a este plano.
El hombre sacó del bolsillo de su pijama una llave oxidada.
—Tenés que usarla. La cerradura está en el subsuelo. Pero no vas a estar solo.
—¿Qué hay ahí?
El hombre se acercó y le susurró:
—El reflejo.
El ascensor lo dejó en el nivel más bajo. No tenía nombre. Solo una placa que decía “NO INGRESAR SIN APROBACIÓN ÉTICA”.
El pasillo era estrecho, sin iluminación. Elías avanzó guiado por el sonido de su respiración.
Las paredes empezaron a humedecerse. Una especie de musgo negro las cubría. De vez en cuando, se escuchaban voces. No hablaban. Rezaban.
Elías llegó a una puerta de acero. Tenía una cerradura oxidada y un símbolo pintado: un círculo con una X en el centro.
Usó la llave.
La puerta se abrió con un chirrido grave, como un animal despertando.
Dentro, no había nada.
Nada excepto un espejo.
Pero esta vez no reflejaba a Elías.
Mostraba una sala diferente. Una habitación infantil. Una cuna, una lámpara de osito, y una mujer de espaldas.
Elías sintió un nudo en la garganta.
—…¿Marina?
La mujer se giró.
No tenía rostro.
Solo piel lisa y húmeda, como cera derretida.
Pero en brazos sostenía a la niña.
La niña lo miraba. Y sus ojos eran los suyos.
—Papá —dijo con voz lejana.
El espejo estalló.
Elías despertó dentro de la habitación infantil.
No supo cómo. Ni cuándo. Solo que estaba allí.
La cuna estaba vacía. En el suelo, una nota escrita con crayón:
“Los sueños no son para siempre. Pero los errores sí.”
La puerta de la habitación se abrió sola.
Un pasillo nuevo lo esperaba. Distinto al hospital.
Este parecía hecho de madera, con cuadros colgados de las paredes.
Fotos antiguas. En blanco y negro.
Todas de él.
O de alguien como él.
El pasillo terminaba en una puerta. Detrás, se escuchaba algo moverse.
Como si alguien… respirara.
Elías giró el pomo.
Entró.
Dentro, una sala de operaciones vacía. Solo una camilla en el centro. Y sobre ella… una figura tapada con una sábana.
Se acercó. Tiró de la tela.
Él.
Muerto.
Pálido. Ojos abiertos. Bisturí en el pecho.
Y en su mano, un papel arrugado:
“Uno de nosotros debía morir. Vos elegiste quedarte.”
Las luces parpadearon.
El suelo tembló.
Una risa comenzó a sonar. Grave. Profunda.
Y del techo descendió algo.
El reflejo.
Más deforme que nunca. Piel suelta, ojos vacíos, dientes por fuera de la boca.
—No hay salida, Elías —dijo la criatura—. Este lugar es mío ahora. Vos sos el intruso.
—¡No! Este lugar es mi mente. ¡No sos más que un eco!
—Soy lo que dejaste crecer.
Elías agarró el bisturí del cadáver.
—Entonces es hora de cortar ese lazo.
El combate no fue físico.
Fue mental.
Por cada golpe que lanzaba, una memoria se distorsionaba.
Por cada herida, una verdad emergía.
Recordó la conversación con su esposa antes del accidente. Las discusiones. La rabia.
Recordó cómo deseó por un instante que todo desapareciera.
Y ese instante fue suficiente.
El hospital nació de ese deseo.
Elías hundió el bisturí en el pecho del reflejo.
Este gritó.
Pero no con su voz.
Sino con la de su hija.
—¡Papá!
Todo se detuvo.
El hospital colapsó.
Despertó en su consultorio.
Papeles en el suelo. El reloj andando. Todo normal.
Demasiado normal.
Se levantó. Miró por la ventana. Ciudad. Día. Tráfico.
Pero al girar… el espejo aún estaba allí.
Y su reflejo… lo observaba con una sonrisa torcida.