Salomé Lizárraga es una joven adinerada comprometida a casarse con un hombre elegido por su padre, con el fin de mantener su alto nivel de vida. Sin embargo, durante un pequeño viaje a una isla en Venezuela, conoce al que se convertirá en el gran amor de su vida. Lo que comienza como un romance de una noche resulta en un embarazo inesperado.
El verdadero desafío no solo radica en enfrentarse a su prometido, con quien jamás ha tenido intimidad, sino en descubrir que el hombre con quien compartió esa apasionada noche es, sin saberlo, el esposo de su hermana. Salomé se encuentra atrapada en un torbellino de emociones y decisiones que cambiarán su vida para siempre.
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El eco de la enfermedad
Aquella noche, que debía ser la más feliz por el regreso de mi hermana y la celebración de mi cumpleaños, se transformó en una pesadilla. Me encontraba atrapada en una situación de la que no sabía cómo escapar. Durante toda la velada, no tuve más opción que fingir una sonrisa, mientras que por dentro moría de dolor e impotencia al observar que me hermana se veía feliz, pero que esa felicidad podía acabarse si yo le decía toda la verdad. Estaba segura de que no me lo iba a perdonar a pesar de que yo no sabía que Alberto era su esposo.
Al día siguiente…
La fiesta se extendió hasta altas horas de la madrugada. Cuando finalmente se retiraron todos los invitados, logré huir lejos de la multitud y busqué refugio en mi habitación. No pude dormir; estaba alterada y nerviosa. Era angustiante saber que Alberto se encontraba durmiendo con mi hermana en la habitación de huéspedes, a solo unos metros de la mía. Imaginar que podría estar teniendo relaciones con ella, como él lo había hecho conmigo aquella noche en la isla, me llenaba de celos. Era aterrador sentir un torbellino de emociones tan intensas y dolorosas.
Al amanecer, mi celular sonó de repente. Era un mensaje de Alberto. Mi corazón comenzó a latir descontroladamente; mis manos estaban frías y casi no podía sostener el teléfono. Abrí el mensaje: “Hola, es Alberto. Te espero en media hora en el parque que está a tres calles de aquí”.
“¡Dios mío! ¿Cómo se le ocurre pedirme eso?” pensé, asustada y temerosa de que alguien se enterara. Justo cuando estaba a punto de responder, Ernestina entró en mi habitación sorpresivamente, provocando que me sobresaltara y se me cayera el celular al suelo.
—Buenos días, ¿por qué estás tan nerviosa, Salomé? ¿Acaso olvidaste que siempre entro a tu habitación sin avisar? —dijo sonriendo, mientras yo permanecía inmóvil, con una expresión de sorpresa.
—No, no es eso. Solo que has estado fuera tanto tiempo que había perdido la costumbre de tus visitas inesperadas.
—Pero mira, hasta has dejado caer el celular. Déjame recogerlo.
—¡No! Yo lo recojo —grité de manera histérica, sin darme cuenta de mi actitud. No podía arriesgarme a que Ernestina viera el mensaje de Alberto.
—Cálmate, Salomé. Solo quiero ayudarte. ¿Acaso hay algo que no deseas que vea? —dijo con picardía, mientras recogía el celular del suelo y yo sentía que perdía el control.
—No, no, claro que no. Es solo que… —estaba tan nerviosa que no sabía qué decir.
—Ya, hermanita, no te pongas así. Toma tu celular y no te preocupes, no tengo intención de ver esos mensajes apasionados que seguro te envía Diego. ¿O me equivoco?
—No, bueno, sí. Jeje, claro que es eso. Me da mucha pena contigo. Jeje —respondí, tratando de calmarme mientras abrazaba el celular contra mi pecho.
—Quería que desayunáramos juntas, porque mis padres todavía están durmiendo y Alberto salió a caminar muy temprano.
—¿Así? ¿Y no te dijo a dónde iba? —pregunté ansiosa, deseando asegurarme de que Ernestina no supiera nada de lo que estaba sucediendo.
—No, solo mencionó que iba a hacer un poco de ejercicio. Creo que no durmió bien, se siente incómodo aquí en casa.
En ese momento, mi celular volvió a sonar, haciendo que mi corazón latiera con más fuerza. Temía que mi hermana pudiera escuchar mis latidos. Al mirar la pantalla, vi que era Alberto, insistiendo porque no le había respondido. “Salomé, te estoy esperando y no me iré hasta que hablemos. Por favor, respóndeme”.
—¿Y quién te envía un mensaje tan temprano? ¿Es mi cuñado Diego, que no puede vivir sin ti? —bromeó.
—Es mi amiga Loli, que tiene un problema y quiere que nos veamos ahora —mentí, improvisando.
—¿Ahora? Entonces yo te acompaño, así aprovecho para saludarla.
—¡No! Es mejor que vaya sola; debe ser algo personal y hace tiempo que no te ve.
—Vale —dijo, decepcionada—. Entonces no me queda otra opción que desayunar sola.
—Lo siento, Ernestina, pero prometo regresar lo más pronto posible. Ahora, por favor, déjame sola; necesito arreglarme.
—Está bien, te dejo tranquila. Tengo la casa para mí sola. Jejeje. Voy a ordenar un gran desayuno. Que te vaya bien, te amo, hermanita —dijo, dándome un beso en la mejilla.
Al quedarme sola, no pude evitar llorar. El dolor en mi corazón era abrumador, pero debía resolver esta situación con el principal responsable de todo.
Conduje el auto a toda prisa, ansiosa por llegar. Estacioné frente al parque y toqué la bocina. Allí estaba Alberto, sentado en uno de los bancos. Bajé la ventanilla y, al darse cuenta de mi presencia, se acercó y se subió al auto.
Vestía un mono deportivo y unos lentes oscuros para ocultar mis ojeras.
—Hola, estás preciosa —dijo al entrar.
—Tu cinismo no tiene límites. Mejor vayamos a otro lugar, estamos demasiado cerca de la casa y nos pueden ver —respondí, arrancando el auto rápidamente, sin saber a dónde ir, pero decidida a alejarme de la mansión.
—Lo siento, discúlpame, Salomé. No lo dije con mala intención, solo que es verdad, te ves muy bella.
No pronuncié palabra alguna hasta llegar a un café alejado de mi casa, pensando que allí podríamos hablar con más calma.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó.
—No quiero nada. Estoy aquí porque necesito que me aclares lo de la supuesta enfermedad de mi hermana.
Él pidió un café, tomó un sorbo y luego me miró a los ojos mientras comenzaba a explicarme:
—Ernestina y yo nos conocimos en México. Ella fue a mi consulta para un chequeo de rutina, nos gustamos, comenzamos a salir y después con el tiempo decidimos casarnos. Ambos estábamos muy solos.
—¿Pero te enamoraste de ella no es así?
—Me agradaba, pero en el fondo no estaba enamorado. La soledad que ambos experimentábamos, lejos de nuestro país, nos llevó a acercarnos, de modo que la rutina se volvió más poderosa que mis verdaderos sentimientos hacia ella.
—¿Es cierto lo de su enfermedad? ¿Es cierto o solo lo inventaste para que yo no le cuente la verdad a mi hermana?
—Lamentablemente es cierto, hace un par de años cuando la conocí fue a hacerse un chequeo por un pequeño tumor en su seno.
Hizo una pausa, visiblemente afectado, lo que me indicó que no me estaba mintiendo. Continuó:
—Por supuesto, en ese entonces ordené estudios más profundos para determinar si se trataba de un tumor maligno. Afortunadamente todo fue un susto, fue un quiste que no trajo consecuencias que lamentar.
—¿Por qué no nos dijo nada? Somos su familia, teníamos derecho a saberlo.
—Porque ella no quería alarmarlos. Como no se trataba de un tumor maligno, solo se sometió a una cirugía para extirparlo y continuó con su vida normal. —Hizo una pausa para tomar aire; lo que venía era aún más grave—. Sin embargo, se ha formado un nuevo tumor en el mismo seno, y los estudios recientes han diagnosticado que tiene cáncer.
—¡Dios mío! No puede ser, ¿Pero por qué no ha dicho nada? Ella se ve muy feliz. No parece que estuviera enferma.
—Porque Ernestina no lo sabe. Los estudios me llegaron hace apenas unos días y el congreso que realicé en la isla fue precisamente para especializarme más sobre el tratamiento para su enfermedad.
Sentí sus palabras como un puñal en el pecho. Si antes me sentía mal, ahora la culpa era aún mayor. Me avergonzaba de lo que había pasado entre nosotros.
—Aún así, sabiendo que mi hermana estaba enferma, tuviste el cinismo de serle infiel. ¡Eres un degenerado! —alcé la voz, olvidando por un momento el lugar en el que estábamos.
—Por favor, Salomé, intenta calmarte. No ganamos nada alterándonos. Estamos aquí para encontrar una solución.
—Lo único que sé es que no quiero volver a verte nunca más. ¿No te das cuenta de que no hay solución?
—No quiero hacerle daño a Ernestina, nunca ha sido mi intención, en todo este tiempo solo la he apoyado. Pero después de lo que pasó entre nosotros, siento que no puedo seguir a su lado.
—Eres un cínico. No debiste serle infiel a mi hermana; estás casado con ella la ames o no.
—¿Pero de qué hablas? Tú estás comprometida y te casas dentro de un mes. Eso no me lo dijiste, y sin embargo, hiciste el amor conmigo.
—Tienes razón, y no sabes cuánto me arrepiento de haberle hecho esto a Diego. Él no se lo merece. Lo mejor es que me vaya; esto es demasiado para mí.
Cuando estuve a punto de levantarme de la mesa, Alberto me tomó del brazo y, con voz firme, me dijo:
—No te vayas, por favor. Todo lo que tenga que ver contigo me interesa, y lo que vivimos esa noche fue real. Te hice el amor como jamás lo he hecho con otra mujer.
—¡Cállate! —le grité, furiosa, mientras me soltaba del brazo. De repente, escuché una voz detrás de mí que decía:
—¡Salomé!
—¡Diego! —mi corazón comenzó a latir descontroladamente, mientras Alberto se quedó paralizado. Lo último que esperaba era encontrarme con mi prometido en ese lugar.
(...)