Siempre pensé que mi destino lo elegiría yo. Desde que era niña había sido un espíritu libre con sueños y anhelos que marcaban mi futuro, hasta el día que conocí a Marcelo Villavicencio y mi vida dio un giro de ciento ochenta grados.
Él era el peligro envuelto en deseo, la tentación que sabía que me destruiría, y el misterio más grande: ¿Por qué me había elegido a ella, la única mujer que no estaba dispuesta a rendirse? Ahora, mí única batalla era impedir que esa obligación impuesta se convirtiera en un amor real.
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Capitulo V La interrupción
Punto de vista de Diana
Llegamos a un restaurante cinco estrellas, el mismo que mi supuesta y perfecta familia solía frecuentar. Respiré profundo para controlar los nervios que sentía al pensar que podía encontrarlos en este lugar.
Por su lado, mi jefe caminó con firmeza al interior del lugar. A mí solo me tocó seguirlo como una sombra detrás de él.
Llegamos a una sala privada, cosa que agradecí inmensamente. El encierro de las cuatro paredes era ideal para mantenerme oculta. Estaba perdida en mis pensamientos sobre la humillación de mi familia y no me di cuenta de que mi jefe había detenido su andar, lo que hizo que chocara contra su espalda, un muro duro que dejó un punzante dolor en mi nariz.
—Señorita Vega, le voy a pedir que tenga más cuidado —Marcelo se giró, clavando sus gélidos ojos azules en mi rostro sonrojado.
—Lo... Lo siento, señor. Estaba entretenida observando... —hice una pausa, no quería que él supiera que me estaba ocultando de mi familia.
—Ya le dije que si quiere ver más solo tiene que pedirlo.
Abrí los ojos como platos al escuchar su tono seductor. ¡Mis intenciones se estaban malinterpretando de la manera más vergonzosa!
—No, no, señor... Yo... Solo...
—Tranquila. Mejor camine delante de mí y así no se distrae más.
Marcelo me dio paso delante de él, lo que me hizo sentir incómoda. Al llegar a la mesa, mi jefe saludó a los presentes para luego proceder a sentarse. Lo mismo hice yo, tomando asiento a su derecha con una libreta y un bolígrafo en mano.
La reunión era bastante aburrida. Esos sujetos solo buscaban la forma de sacarle provecho a la empresa de mi jefe, y en algunos casos sus peticiones eran exorbitantes y descaradas. Debido a mi naturaleza justa no podía solo quedarme callada, además había leído el contrato antes de venir al restaurante y lo conocía a la perfección.
—Señor Villavicencio —dijo uno de los hombres, un ejecutivo de unos cincuenta años con una corbata demasiado llamativa—, creo que lo más justo para la asociación es que la empresa cubra el sesenta por ciento de la inversión inicial, considerando el valor de nuestra marca en el mercado.
—Me parece un trato razonable —respondió Marcelo con su habitual tono imperturbable, pero pude notar un ligero tic en su mandíbula.
Mi bolígrafo se detuvo en seco. ¡Razonable! Esa petición era un robo en pleno día. Sabía, por la letra chica del acuerdo, que la empresa de ese hombre no tenía la solvencia ni la marca para exigir más de un treinta por ciento.
Antes de poder contenerme, mi rebeldía se impuso.
—Disculpe que lo interrumpa, señor —mi voz sonó más fuerte de lo que pretendía, y todos los ojos se clavaron en mí. Sentí el peso de la mirada de Marcelo.
El ejecutivo del sesenta por ciento me miró con fastidio. —¿Y usted es...?
—Soy la asistente del Señor Villavicencio, Diana Vega. Y, si me permite, su propuesta no es en absoluto razonable, Señor Ramos.
El ejecutivo se echó a reír, una risa condescendiente y ofensiva. —¿La niña de los recados tiene algo que decir?
—Según el punto 3.1 del Acuerdo de Colaboración Mutua, que usted firmó el mes pasado —continué, ignorando su insulto y abriendo la agenda en una página clave—, la inversión debe ser proporcional a la cuota de riesgo. Su empresa, Señor Ramos, enfrenta una deuda que triplica el valor de su "marca". Si el Señor Villavicencio invierte el sesenta por ciento, estaría comprando el ochenta por ciento de su riesgo, no de su ganancia. La única cifra razonable sería que usted asuma, como máximo, el setenta por ciento de la inversión total.
Un silencio pesado cayó sobre la mesa. El rostro de Ramos se puso rojo de rabia, pero lo ignoré. Lentamente, dirigí mi mirada hacia Marcelo.
Él estaba apoyado en el respaldo de su silla. No se veía molesto, ni sorprendido. Estaba sonriendo. Y esta vez, su sonrisa era amplia, genuina y terriblemente peligrosa.
—Tiene razón, Ramos —dijo Marcelo, su voz profunda resonando en la sala—. Mi secretaria está en lo correcto.
Por primera vez, me sentí útil para algo. El calor del orgullo recorrió mi cuerpo, opacando el dolor en la nariz.
—Esto debe ser un chiste, ahora resulta que una simple secretaria sabe de balances y leyes —El señor Ramos se rehusaba a dar su brazo a torcer, su rostro congestionado por la rabia.
—La decisión es suya, señor Ramos —intervino Marcelo, poniéndose de pie con una rapidez que no le dio tiempo al ejecutivo de replicar—. Ahora sí nos disculpa, debemos volver a la empresa. Cuando decida qué hacer, se comunica conmigo.
Marcelo salió de la sala rápidamente, lanzándome una mirada que no supe cómo descifrar antes de que cerrara la puerta. Me apresuré a tomar mis cosas y la agenda, siguiéndolo a toda prisa.
Una vez estuvimos en el auto, mi jefe volteó a verme. Se recostó contra el asiento de cuero, con esa calma calculada que rompía mis nervios.
—Nunca me vuelva a interrumpir, señorita Vega —ordenó, y mi corazón se encogió. El orgullo se desvaneció, reemplazado por la sensación de haber arruinado mi única oportunidad.
—Lo lamento, señor. Simplemente, la propuesta era un abuso y…
—Cierre la boca y escuche —su tono, aunque bajo, era una sentencia—. Usted no me interrumpió, Diana. Usted me salvó tres millones de la inversión. Y lo hizo con hechos, sin balbuceos. Me demostró que es mucho más que una graduada sin experiencia.
Me quedé en silencio, mi respiración superficial. ¿Era eso... un elogio?
Marcelo se inclinó sobre el reposabrazos que nos separaba, acercando su rostro al mío hasta que solo quedaron centímetros. El olor a su colonia me asfixió, y mis ojos se fijaron en la intensidad azul de los suyos.
—Mi primera regla fue: cero preguntas y cumplimiento de cada orden. Pero acabo de descubrir que su principal valor es que usted no obedece cuando la justicia y la lógica están de su parte. Esa rebeldía, Diana, es su única licencia en este trabajo.
Mi mente estaba en cortocircuito. Él no solo aprobaba mi insubordinación, sino que la estaba usando para atraparme aún más.
—¿Qué... qué quiere decir?
—Quiero decir —susurró, y su voz era más peligrosa que cualquier grito—, que la contraté para que fuera mi sombra obediente, pero resultó ser mi inesperada arma. Si me va a interrumpir y avergonzar en público, más le vale tener siempre la razón. Y la tendrá, porque a partir de ahora, cada contrato, cada balance, pasará por sus manos primero.
Se apartó con brusquedad, volviendo a su postura gélida. La tensión permaneció en el aire, como la estela de un relámpago.
—Y en cuanto a su recompensa por salvarle a la empresa unos cuantos millones... —dijo, sin mirarme—. El apartamento que figura en el contrato es suyo desde hoy. El chofer la llevará a la mansión Vega después de la última reunión para que recoja sus pertenencias. No volverá a dormir bajo el techo de ese hombre.
La orden me liberó y me ató a la vez. No era un favor, era una orden, y era la libertad que tanto anhelaba.
—Gracias, señor —dije, sintiendo que las lágrimas de emoción se mezclaban con el miedo.
—No me agradezca, Diana. Simplemente, cumpla su parte del trato. Y recuerde: Mi inversión en usted ha sido cuantiosa. Espero que rinda frutos.