Desterrado. Marcado. Silenciado.
Kael fue expulsado de su manada acusado de traición, tras una emboscada que acabó con la vida del Alfa —su padrastro— y la Luna —su madre—. Desde entonces, vive apartado en las sombras del bosque, con cicatrices que hablan más que su voz perdida.
Naia, una joven humana traída al mundo sobrenatural como moneda de pago por su propia madre, ha sobrevivido a la crueldad del conde Vaelric, un vampiro sin alma que se alimenta de humanos ignorando las antiguas leyes. Ella logra lo imposible: huir.
Herida y agotada, cae en el territorio del lobo exiliado.
Kael debería entregarla. Debería mantenerse lejos. Pero no puede.
Lo que comienza como un refugio se transforma en un vínculo imposible. Y cuando el pasado los alcanza— con el nuevo Alfa, su medio hermano sediento de poder, y Vaelric dispuesto a recuperar lo que cree suyo— Kael ya no puede quedarse al margen.
Porque esta vez, no está dispuesto a ceder...
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Huyendo de un destino cruel
El Salón de los espejos era aún más aterrador de lo que Iriel había descrito.
No tenía ventanas, solo muros cubiertos de reflejos: espejos antiguos, pulidos, agrietados, cóncavos, convexos. Cientos de ellos. Algunos devolvían mi imagen multiplicada. Otros la deformaban. En algunos no aparecía en absoluto.
Y en el centro, una mesa alargada de mármol negro con candelabros de fuego azul. Dos copas, y cena para uno.
Vaelric estaba de pie frente a un espejo ovalado de marco dorado. Su reflejo no estaba. Solo el mío. Pequeña, indefensa, envuelta en encaje negro, con el rostro más pálido que nunca y los ojos bien abiertos.
Me miró al entrar, y por un segundo, pareció hipnotizado. Como si me viera de nuevo. Como si no pudiera creer que estuviera allí.
—Es bueno ver que obedeciste —dijo con voz suave.
Cerré la puerta tras de mí.
—Me dijeron que sería una noche especial.
Él sonrió. Un gesto de orgullo satisfecho.
—Lo es. Hoy, el tiempo se detendrá. Hoy… es cuando te toca elegir.
Se acercó, tomó mi mano con una delicadeza imposible de describir, y me condujo hasta la mesa. Me ayudó a sentarme, como si fuera una velada romántica y no la antesala de un destino sellado con sangre.
El plato frente a mí contenía frutas oscuras, carne cocida en vino espeso, y pan dulce. No toqué nada.
—Alimentate, por favor —dijo él mientras se sentaba a mi lado —No tiene magia. No hay engaños. Quiero que estés fuerte.
—¿Para qué?
Vaelric entrelazó los dedos sobre la mesa. Su mirada brillaba con una intensidad inhumana.
—Porque si aceptas, si decides por voluntad propia quedarte a mi lado, entonces quiero que seas tú misma. Quiero que recuerdes quién eras cuando cruces hacia lo eterno.
Lo miré sin fingir.
—¿Por qué yo?
—Porque no te quebraste. Porque me desafias con cada mirada. Porque no lloras. Porque llevas fuego bajo esa piel suave y no sabes cuánto me consume verlo.
Desvió la mirada hacia uno de los espejos, donde yo aparecía reflejada y él no. Su rostro, desde ese ángulo, parecía… casi triste.
—Hace siglos que busco a alguien así. Tu madre va a arrepentirse de esto. Me entregó a su propia hija sin saber el poder que tenía entre sus manos. No soy un monstruo, Naia. No quiero tomarte por la fuerza. Quiero que digas que sí voluntariamente.
Apoyé los codos sobre la mesa. Fingí estar calmada. La daga atada a mi muslo ardía contra mi piel.
—¿Y qué pasaría si dijera que no?
Se quedó en silencio unos segundos. Luego bebió de su copa y respondió:
—Entonces te dejaría marchar. Pero me consumiría el hambre. No te miento: al final iría a buscarte. Y ya no sería una elección para tí.
—¿Y si te ataco?
Vaelric sonrió, casi divertido.
—Puedes intentarlo. Pero no te recomiendo hacerlo.
Me incliné hacia él. El encaje crujió contra mi piel.
—¿Estás tan seguro?
—Sí —dijo, su voz apenas un susurro —Porque puedo sentir que en el fondo tú también me deseas —dijo, y si bien no puedo negar que el tipo es muy guapo. Tampoco estoy tan loca como para caer con un ser como él —Porque aunque me odias —continuó —sabes que yo veo lo que otros no ven.
Era el momento. Lo supe por su tono. Por su mirada, por la quietud en la sala.
Me levanté. Él también lo hizo en un acto reflejo.
—¿Entonces eliges quedarte? —preguntó, acercándose y tomando mí cintura.
Saqué la daga en un movimiento limpio y rápido, directo hacia su costado.
Vaelric intentó retroceder, pero no lo esperaba. La hoja entró limpia, entre las costillas, justo por debajo del corazón. No lo mataría, pero lo haría caer.
—Yo elijo vivir —escupí.
El grito que soltó fue agudo, brutal, inhumano. No de dolor, sino de traición.
Sangre oscura manó de la herida. Sus ojos se volvieron negros.
—¡Naia!
Corrí. Abrí la puerta antes de que pudiera alcanzarme. Los espejos vibraron, uno tras otro, estallando a mi paso. Gritos sonaron en los corredores. Los guardias. Los sirvientes. El castillo entero despertaba con furia.
Corrí por los pasillos como si la propia muerte me persiguiera. Y de hecho lo hacía.
Iriel me había marcado el camino. Izquierda en el corredor de mármol. Luego los escalones hacia la cocina oculta. Un pasadizo detrás de los barriles. Una trampilla bajo la despensa.
Escuchaba a los sabuesos. No eran animales normales. Eran sombras con forma de bestia, de fauces rojas, de aliento que quemaba. Los vi por el rabillo del ojo cruzando paredes, subiendo paredes. Me perseguían sin ruido.
Bajé por una escalera oculta. Una puerta pesada bloqueaba la salida. Tiré de ella, empujé, pateé. No se abría.
Entonces, de pronto, desde el otro lado, una mano tiró de la palanca oculta. Iriel.
—¡Corre!
Pasé. Ella cerró la puerta con esfuerzo, encajando un hierro en la cerradura.
—¡El bosque! —gritó —Buscá el árbol hueco. ¡No te detengas!
No pude decirle nada. Solo corrí.
No tengo ni idea de cuanto tiempo corrí sin detenerme, solo sé que lo único que quería hacer era escapar, alejarme.
Llegue al centro del bosque, la lluvia me recibió como un bautismo. Fría. Brutal. Real. El lodo me cubrió los pies. Corrí cuesta abajo entre ramas, raíces y espinas. La noche no era negra: era viva. El bosque parecía tener ojos.
Detrás de mí, los sabuesos salieron del castillo. Sus patas eran como cuchillas sobre la piedra. Uno de ellos rugió y sentí el aire cortarse junto a mi oído.
Corrí aún más.
Tropecé. Me levanté. Me corté las manos con zarzas, me levanté. Corrí otra vez.
Las hojas se abrían como cuchillos. El vestido se enganchaba. Los latidos en mi pecho eran tambores de guerra.
El árbol. Tenía que encontrar el árbol.
Recordaba la descripción de Iriel: raíces abiertas como dedos, tronco hueco, flores rojas en la copa. Lo vi. Al fin. A unos metros. Pero también lo vieron ellos.
Uno de los sabuesos se lanzó. Me lancé también. Me arrojé dentro del hueco del árbol justo cuando el animal saltaba. Sentí su aliento en mi espalda.
El interior del tronco era estrecho, pero me cubría. Me acurruqué, jadeando, las manos sangrando.
Afuera, los sabuesos olfateaban. Uno de ellos rascó la corteza. Otro gruñó. La lluvia caía cada vez más fuerte. El lodo cubría mi olor.
Apreté los ojos.
Los pasos se detuvieron de repente, sé oyeron gritos, los sabuesos aullaban como si estuvieran en dolor.
Y de un momento a otro...
Silencio.
Y entonces… lo sentí.
Algo más estaba allí.
No eran los sabuesos, tampoco los guardias que me habían estado persiguiendo al principio.
Oí el sonido de pisadas pesadas sobre el barro. Un gruñido grave, profundo, que hizo que mí cuerpo sé estremeciera. Un nuevo olor: bosque, tierra húmeda, animal salvaje… y algo más.
Abrí los ojos.
Frente al árbol, un animal enorme olfateaba el aire. Parecía un lobo, pero era más grande, más fuerte. Tenía cicatrices visibles incluso bajo la lluvia.
Me quedé quieta. No me vio. Solo se acercó al árbol, metió su hocico en la abertura…
Yo estornudé.
La corteza crujió. El árbol se agitó.
El animal retrocedió.
Salí rodando por la base, cubierta de barro, jadeante, sin fuerzas. Levanté la vista.
Y lo vi.
Era un hombre.
Grande. Con tatuajes oscuros sobre el pecho y brazos. Su cabello a la altura de los hombros mojado y pegado al rostro. Sus ojos… de un ámbar salvaje. Me miraba. Quieto. Perplejo.
Abrí la boca para hablar, pero no salió nada. Entonces mis fuerzas se quebraron.
Y antes de que pudiera hacer o decir algo más… me desmayé.