FERNANDO LÓPEZ fue obligado a asumir a una esposa que no quería, por imposición de la “organización” y de su abuela, la matriarca de la familia López. Su corazón ya tenía dueña, y esa imposición lo transformó en un Don despiadado y sin sentimientos.
ELENA GUTIÉRREZ, antes de cumplir diez años, ya sabía que sería la esposa del hombre más hermoso que había visto, su príncipe encantado… Fue entrenada, educada y preparada durante años para asumir el papel de esposa. Pero descubrió que la vida real no era un cuento de hadas, que el príncipe podía convertirse en un monstruo…
Dos personas completamente diferentes, unidas por una imposición.
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Capítulo 13
Cuando Fernando llegó y vio las luces del ático encendidas, subió las escaleras y encontró a Elena frente a la inmensa fotografía de Valeria García; la luz suave se reflejaba en el cuadro. Notó cuando la empleada de su abuela salió sin hacer ruido.
Fernando se acercó. Sus ojos encontraron la figura delicada de su esposa, inmóvil frente a la foto que parecía pesar sobre ambos.
Fernando pasó la mano por su cabello, como quien buscaba una explicación que no tenía. Se acercó lentamente, con pasos firmes, pero con una expresión cargada de un desconcierto que rara vez dejaba traslucir.
—No imaginé que te encontraría aquí...— dijo en tono contenido.
Elena mantuvo los ojos fijos en la imagen, como si quisiera arrancar alguna respuesta de aquel retrato. Cuando habló, su voz salió baja, pero firme:
—Es imposible no encontrarla. Ella está en todas partes, pero aquí...— señaló con la barbilla hacia la fotografía— Aquí, ella es absoluta.
Fernando respiró hondo, desviando la mirada hacia la pared. Por algunos segundos, pareció encarar a Valeria también, como si aquel cuadro fuera un recordatorio incómodo de algo que él prefería olvidar.
—Si no te gusta, puedes mandar a retirarla.— las palabras salieron directas, casi bruscas.— Puedes cambiar lo que quieras en este apartamento. Ahora es tuyo.
Elena se giró despacio para encararlo. Su corazón se aceleraba, pero sus ojos claros traían una mezcla de dolor y dignidad.
—No, Fernando.— respondió. — Este apartamento nunca fue mío. Siempre fue de ella.
Un silencio denso se instaló entre los dos. Fernando desvió la mirada y caminó hasta el bar, sirviéndose un vaso de whisky, gesto automático para disimular el desconcierto.
Elena acompañó cada movimiento, intentando comprender a aquel hombre que, desde el matrimonio, se mantenía como una fortaleza inaccesible.
Él bebió un sorbo largo, respiró hondo y volvió a mirarla:
—Ya te dije... si no te gusta, cámbialo. No tengo apego a estas cosas.
Elena suspiró, resignada. Con cada palabra de él, percibía el muro invisible que los separaba.
—Como quieras.— murmuró, y salió despacio en dirección al comedor, cerrando el asunto.
Fernando la observó partir, con una expresión difícil de descifrar. Había orgullo, pero también algo semejante a la culpa esculpida en las líneas de su rostro.
En el comedor, la mesa ya estaba puesta. Carmem era la gobernanta y conocía los gustos de Don Fernando. La porcelana impecable y un pequeño arreglo de flores componían la mesa. Elena se sentó, acomodando la servilleta sobre su regazo. Fernando luego tomó su lugar en la cabecera.
—Espero que te hayas adaptado bien hoy.— comentó él, intentando sonar cortés.
—El ático es... impresionante.— Elena respondió, evitando mirar a su marido. — Pero no es el lugar lo que me asusta, Fernando.
Él arqueó las cejas, interesado.
—¿Qué, entonces?
Ella respiró hondo, pero no dijo nada. Prefirió llevar el tenedor a la boca, degustando en silencio. Fernando, percibiendo el límite que ella establecía, no insistió.
Durante la comida, él habló un poco. Él hablaba sobre negocios, viajes, compromisos que tenía por la mañana. Ella escuchaba, pero su pensamiento estaba en otro lugar, dividido entre la foto y el vacío que sentía a su lado.
Al final de la cena, Fernando sacó del bolsillo interno de su chaqueta una tarjeta negra, brillante, y la colocó delicadamente frente a ella.
—Úsala sin restricciones. Es ilimitada. Compra lo que quieras, decora el ático a tu gusto. No te faltará nada.
Elena levantó los ojos hacia él. Había cierta dureza en su voz, pero también un intento mal disimulado de cumplir algún deber.
—No necesito tarjetas, Fernando.— respondió firme, pero sin elevar el tono.— Necesito un marido.
Él sostuvo la copa de vino por un instante, sin beber. Se recostó en la silla y la encaró con una mirada profunda, pero distante.
—No puedo darte eso ahora.— dijo, seco.
Las palabras cayeron como una piedra sobre el corazón de Elena. Aún así, ella levantó la barbilla, mostrando un coraje que tal vez ni siquiera sabía que poseía.
—Entonces haré lo posible con lo que me des.— concluyó, guardando la tarjeta consigo.
Fernando asintió, en silencio y la cena terminó en un clima pesado.
Horas después, ambos se recogieron al dormitorio principal. Elena, aún con la mente agitada, se sentó en el tocador para soltar su cabello largo y oscuro. El espejo reflejaba su rostro cansado, pero había determinación en sus ojos. Ella había esperado por este matrimonio durante diez años; no permitiría que fantasmas la vencieran.
Fernando entró en el cuarto, quitándose la corbata con un gesto impaciente. Dejó el saco sobre el sillón y una nueva botella de whisky sobre la bandeja.
—Bebes demasiado.— dijo Elena, casi en un susurro.
Él se detuvo, mirándola a través del reflejo del espejo.
—Y tú hablas demasiado.— respondió, pero sin agresividad. Era solo una constatación fría.
Elena bajó los ojos, controlando las ganas de replicar. Se levantó y fue hasta la cama. Se acurrucó entre las sábanas de seda, sintiendo el perfume amaderado que aún exhalaba de su ropa.
Fernando, tras algunos minutos bebiendo en el balcón, volvió al cuarto. Sin decir nada, se quitó solo los zapatos y se acostó a su lado. El colchón se hundió levemente, aproximando sus cuerpos, pero él se giró hacia el otro lado, de espaldas.
Elena permaneció inmóvil, con el corazón latiendo rápido. Esperaba, tal vez, un gesto, un toque, un beso. Algo que mostrara que aquel matrimonio no era solo un arreglo entre familias. Pero nada llegó.
En la oscuridad, oyó solo el sonido de su respiración, firme y constante, mezclada al aroma fuerte del whisky.
Ella cerró los ojos con fuerza, conteniendo las lágrimas que amenazaban con caer. Ella creía que detrás de aquella frialdad, había un hombre capaz de amar.
Elena despertó en medio de la noche, aún sin sueño. La luna entraba por la cortina entreabierta, iluminando parcialmente el cuarto. Fernando dormía profundamente, con una expresión relajada que contrastaba con la dureza que mostraba en vigilia.
Ella lo observó en silencio. Cada trazo, cada línea del rostro, parecía cargar historias que no conocía. Se preguntaba si algún día tendría espacio en su corazón, o si pasaría la vida como una sombra delante de Valeria.
Se levantó despacio, caminó hasta el balcón y respiró el aire frío de la madrugada. Allá abajo, las luces de Madrid centelleaban como joyas esparcidas. Elena se sintió pequeña delante de tanto brillo, pero una llama dentro de ella quemaba: no sería olvidada, no sería solo una sustituta.
Regresó a la cama, se acostó a su lado, y finalmente, dejó que el sueño la venciera.