En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.
Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.
Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.
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Capítulo 05: “El Fin de un Sinclair”
El mundo se había reducido al barro frío y al cielo de plomo. Cedric permanecía allí, tumbado sobre el empedrado húmedo, el frío de la piedra calando en sus huesos, con la ropa sucia y el cuerpo entumecido, como si la tierra misma lo hubiese rechazado igual que Ariadne. No sintió vergüenza al notar el barro pegado a sus manos ni el dolor punzante en las rodillas: nada de eso podía compararse con el vacío gélido y abrumador que le ocupaba el pecho.
Su mente era un torbellino lento, incapaz de ordenar lo que acababa de vivir. La bofetada todavía le ardía en la mejilla, un recordatorio físico de que algo había cambiado para siempre. Nunca imaginó que aquella chica —tan dulce, tan paciente, la misma que le sonreía cada mañana como si el mundo fuera menos hostil por su sola existencia— pudiera alzarse contra él y echarlo de su vida sin temblar. Y sin embargo, lo había hecho. Su voz, su llanto y el portazo se mezclaban en su cabeza como un eco que no sabía cómo callar.
Por un instante, Cedric pensó en ponerse de pie, correr tras ella, suplicar de nuevo. Pero su cuerpo no se movió. Estaba paralizado por un peso que no era solo físico. Quizá porque, en lo más profundo, sabía que lo merecía. Había jugado con su corazón y lo había roto en pedazos, y ahora ni el arrepentimiento ni la culpa podrían remendarlo. Solo quedaba el peso insoportable de haber cruzado una línea que no tendría regreso.
Y entonces, mientras las nubes pesadas se arrastraban sobre el cielo y las primeras gotas de una nueva llovizna le resbalaban por el cabello, Cedric comprendió algo: su vida con Ariadne había terminado en ese instante. Su camino, que alguna vez había compartido con ella, se había cerrado como una puerta sin bisagras, sin vuelta atrás.
Solo quedaba una sombra en su horizonte, un nombre que brillaba como una llama prohibida en su mente: Aurora. Ella era el recuerdo que lo llamaba, el deseo que no podía matar, la única fuerza que aún lo mantenía en pie. Si había algo que pudiera llenar el vacío que acababa de abrirse en su vida, era la esperanza de encontrarla, de saber quién era ahora, qué se había convertido, o lo que fuera que Aurora representaba ahora para él.
Cedric se incorporó con torpeza, sacudiéndose el barro seco de la ropa mientras la calle permanecía desierta. La puerta de la casa de Ariadne seguía cerrada, muda, como un epitafio a lo que una vez fue su conexión. La miró unos segundos, con una mirada larga y vacía, como si la mera fuerza de su voluntad pudiera abrirla de nuevo y borrar lo que había ocurrido. Pero no había nada que decir, nada que pedir. Giró sobre sus talones y echó a andar por el empedrado, dejando atrás huellas irregulares que se mezclaban con las del mercado de la mañana.
Sus pasos lo llevaron, sin plan ni destino, hasta la taberna donde había bebido la noche anterior. Entró con el mismo aire derrotado con el que se sale de un velorio. No había risas ni música, solo el murmullo apagado de un par de clientes dispersos y el aroma a cerveza rancia. Se dejó caer en el mismo taburete de la barra y golpeó la madera con los nudillos, un golpe seco y sordo que resonó en el silencio.
—Lo mismo que ayer —ordenó con voz ronca.
El tabernero le sirvió un vaso sin abrir la boca. Cedric lo vació de un trago y golpeó el vaso contra la barra, pidiendo otro. Luego otro. Y otro más. Los tragos desaparecían rápido, sin que nada cambiara. Ni el alcohol, ni el frío de la noche, ni el ardor en su garganta pudieron llenar el vacío en su pecho. La quemazón en el estómago era lo único que confirmaba que seguía vivo. Al quinto, su mano ya temblaba, y aun así pidió otro más.
Estuvo así horas, hasta que se emborrachó. La neblina en su mente era un velo espeso que le borraba el dolor, pero no la rabia.
—¿Está seguro de que quiere seguir? —preguntó el tabernero, con una sombra de preocupación en sus ojos.
Cedric levantó la cabeza despacio. Sus ojos estaban inyectados en sangre, no solo por el alcohol, sino por todo lo que ardía adentro.
—Sirve y cierra la boca —dijo con voz áspera.
El hombre tras la barra obedeció sin más, pero alguien más había estado escuchando. Un sujeto enorme, de espaldas anchas, con barba sucia y un diente de oro, giró lentamente en su taburete. Sus brazos eran como troncos cruzados sobre el pecho.
—Reginald —dijo al hombre imponente con voz ronca—, esta es la última. No le sirvas más a este.
—Está bien, señor Edmund —contestó el tabernero.
Cedric giró hacia el desconocido, con una sonrisa amarga que más parecía una mueca.
—¿Y tú quién diablos eres para meterte, viejo de mierda? —espetó, su voz cargada de veneno.
Edmund lo miró sin pestañear, tranquilo, con un brillo severo que no necesitaba levantar la voz.
—Soy alguien que no quiere ver a un idiota destrozarse delante de todos. Si vienes a ahogarte, busca otro sitio. Arruinas el ambiente de mi bar.
Cedric escuchó y, de su bolsillo, arrojó un puñado de monedas de oro sobre la barra.
—¡Si es por dinero, toma! ¡Y cierra la boca! —gruñó Cedric.
—Ya te lo dije, no quiero a tipejos como tú en mi bar, borrachos, tristes… que piensan que con dinero se soluciona todo —dijo Edmund con una calma que lo hizo enojar más.
Las palabras calaron como un hierro candente. Cedric sintió que la sangre le subía a la cara.
—¿Y tú qué sabes de mí? —espetó, su voz ya cargada de veneno.
—Sé reconocer a un hombre que ya tocó fondo —dijo el gigante, bajando lentamente los brazos—. Y tú llevas la derrota pintada en la cara.
Cedric se levantó, tambaleante pero firme, empujando el taburete hacia atrás.
—Pues te equivocas. Este es el mejor momento de mi vida —rió con un filo borracho, chocando su dedo índice en el pecho de Edmund—. Me deshice de mi esposa… y ahora voy a estar con el amor de mi vida.
Avanzó hacia la puerta, decidido a marcharse, pero la voz de Edmund lo siguió como un golpe de martillo.
—Si de verdad piensas eso, entonces la que se liberó fue ella… y lo que dejó atrás fue basura.
Cedric se detuvo en seco. La respiración se le aceleró, los puños se cerraron solos. Giró y se lanzó contra el hombre con toda su fuerza. Su puño impactó en la mandíbula de Edmund, haciéndolo caer hacia atrás. Una botella rodó por el suelo y se rompió contra la pared, el líquido mezclándose con las astillas.
Edmund respondió con un cabezazo en la frente de Cedric, que lo tambaleó. Se subió encima de él y lo golpeó en la cara, pero Cedric, con una rabia que le borraba el dolor, también golpeaba a Edmund, rompiéndole la nariz. Esto hizo que Edmund se alejara. Cedric se levantó y con un golpe directo a la cara, noqueó al gigante.
La taberna quedó en silencio por un segundo, solo interrumpido por la respiración agitada de Cedric. Sus ojos encendidos por una furia fría, miraban al gigante en el suelo como si no fuera nada. No había remordimiento, solo una satisfacción violenta. Cedric se fue del bar, limpiándose el puño, mientras los demás lo miraban con una mezcla de miedo y asombro.
El frío de la noche no hizo nada para calmar la furia que hervía en las venas de Cedric. El puño le dolía, una punzada sorda que coincidía con el latido de un dolor más profundo y persistente en su pecho. La sangre seca en sus nudillos era la única prueba tangible de la pelea en la taberna, un violento estallido de ira que, por un breve momento, había logrado silenciar el eco de las palabras de Ariadne. El sabor del alcohol se mezclaba con el de la sangre de su labio roto, y el olor de la madera vieja y el vino derramado aún lo acompañaba como un fantasma de su desesperación.
No miró atrás. La puerta del bar era solo un punto oscuro en la distancia, y las miradas de los clientes, llenas de miedo y asombro, ya no importaban. La ciudad, con sus calles estrechas y sus sombras danzantes, era un laberinto en el que ya no reconocía su lugar. Se movía con la determinación fría y brutal de un hombre que ha perdido todo y, sin embargo, ha encontrado un nuevo propósito. Era el final de una era y el inicio de una obsesión.
Con un golpe seco, abrió la puerta de su mansión. El sonido resonó en el silencio sepulcral de la casa, un eco de la violencia que llevaba en su interior. La penumbra de los pasillos solo era rota por la luz de las velas, creando un ambiente sombrío que se adecuaba a su estado de ánimo. El aire de la mansión, siempre húmedo y con olor a madera antigua, ahora le resultaba opresivo. Un Wilfred impasible lo esperaba en la entrada, sosteniendo una lámpara.
—Mi señor… —empezó Wilfred, con su voz mesurada y grave. Su mirada se detuvo en el puño ensangrentado de Cedric por un instante, pero no hizo ningún comentario. Era un hombre de pocas palabras y mucha observación. —Me informaron de un altercado en la taberna del pueblo.
Cedric lo ignoró y se dirigió a su despacho. El mayordomo lo siguió en silencio, la lámpara proyectando sombras alargadas que bailaban en la pared. Una vez dentro, Cedric se sirvió un vaso de whisky, el líquido dorado temblando en su mano. La quemazón en su garganta no era suficiente. Se lo bebió de un trago, golpeando el vaso vacío sobre la mesa con un ruido sordo.
—Wilfred… olvídate de Ariadne. No regresaré allí. Esa puerta está cerrada para siempre. No le digas a mi abuelo nada de lo que ha pasado. Simplemente, borra a Ariadne de mi vida. Ya no existe.
El mayordomo asintió, su rostro impasible, pero con una sombra de preocupación en los ojos.
—Ahora, concéntrate en algo más… extraño —dijo Cedric, su voz bajando a un susurro lleno de tensión—. Wilfred, necesito que me traigas toda la información posible sobre la lápida que está en el cementerio de la mansión. La que no tiene fechas… solo un nombre: Aurora.
Wilfred levantó una ceja, su primera señal de asombro.
—Señor… ¿la joven enterrada en el cementerio de la mansión?
—Sí, esa. La he buscado en los registros, pero no hay rastro. No hay nada en los libros sobre una Aurora que haya sido enterrada allí, solo sé que fue paciente del antiguo dueño de la mansión. Quiero toda la información, de cómo fue su vida, dónde vivió, quiénes son sus familiares. Lo quiero todo, Wilfred. Su historia completa.
Wilfred permaneció en silencio, su rostro una máscara de calma, pero sus ojos denotaban una confusión que no se atrevía a expresar.
—Señor… ¿por qué esta urgencia? —preguntó Wilfred, con un tono más cauteloso de lo habitual. No entendía por qué, justo después de ser rechazado, su señor se aferraba a un fantasma. —¿Ha pasado algo?
Cedric se sirvió otro trago, el cristal chocando contra la botella. Lo bebió de un trago y, al dejar el vaso sobre la mesa, miró a Wilfred a los ojos. Había una intensidad en su mirada que el mayordomo no había visto en años. Ya no era solo el joven melancólico que había buscado la paz, ahora era un hombre impulsivo y herido, consumido por una obsesión.
—Porque el amor… no es el que te pide que te cases con él —dijo Cedric, y una sonrisa amarga y rota asomó en sus labios. —Es el que te lo quita todo… y te pide más. Y yo… ahora, necesito más. Necesito a Aurora. Necesito resolver este misterio. Y no voy a perderla otra vez.
Cedric se recostó en su sillón, agotado, pero con una nueva resolución en su rostro. La rabia había cedido, reemplazada por una determinación fría y calculadora. La búsqueda de Aurora era ahora su único objetivo, su única razón de ser.
Wilfred asintió lentamente, comprendiendo que esta no era una petición casual, sino un mandato. Se dio la vuelta y se marchó en silencio, la lámpara proyectando sombras alargadas a su paso. La búsqueda de Aurora había comenzado, y con ella, un nuevo capítulo en la tormentosa vida de Cedric Sinclair. Un capítulo en el que ya no había espacio para la inocencia o el arrepentimiento.
Dos años.
Dos años habían pasado desde que el eco de los pasos de Wilfred se perdió en los pasillos silenciosos de la mansión. Dos años de noche, sin tregua. Dos años en los que el hombre que había huido de Londres buscando paz había terminado ahogándose en su propio dolor, consumido por una obsesión.
Su reflejo en el cristal de la ventana no era el de un Sinclair. Su rostro fino y simétrico, que una vez fue elogiado por las damas de la sociedad, ahora estaba demacrado, surcado por ojeras profundas y moradas que se hundían bajo sus ojos. La suave melena castaña, que solía caer con elegancia hasta su cuello, era ahora un nido enredado y grasoso, sin forma, sin vida. Una barba dispareja y sucia cubría la mandíbula que alguna vez fue afilada, y sus dientes amarillos brillaban en la penumbra. Había perdido varios kilos, sus ropas colgaban de su cuerpo como de un espantapájaros. Era el fantasma de un hombre.
Se encontraba en su despacho, una botella de whisky vacía a sus pies y otra, a medio llenar, sobre el escritorio. La única luz venía de una vela, que danzaba sobre la superficie de su diario. Su mano, que una vez escribió cartas con caligrafía impecable, ahora temblaba mientras sostenía la pluma. Estaba escribiendo, llenando páginas y páginas con todo lo que Wilfred había descubierto en estos dos años. La historia de Aurora.
"Día 730", escribió con una letra apenas legible. "Ya no hay más que buscar, lo he encontrado todo. Ahora comprendo. Comprendo la tumba. Comprendo el misterio."
Cedric cerró los ojos y dejó caer la pluma. Recordó las palabras de Wilfred, su voz grave, su rostro serio al entregarle el último de los archivos. Y el diario, que ahora contenía toda la verdad, se abrió en su mente como un cofre de secretos.
Aurora Bellemore.
Nació en el año 1600, en Clovelly, Devon, un pueblo costero pintoresco y alejado del bullicio. Era la hija de una familia modesta de granjeros. Pero su belleza… su belleza la hizo destacar por encima de todos en su pueblo. Cuando cumplió cinco años, la familia recibió la visita de varios aristócratas para pedir su mano cuando fuera mayor de edad. A los ocho, varios nobles quisieron comprarla, como si fuera una pieza de arte invaluable. A los catorce, su popularidad era tanta que varios reyes fueron a ofrecerle sus tierras a cambio de un acuerdo de boda.
Pero su padre, un hombre de principios inquebrantables, rechazaba todo. No quería vender a su hija como si fuera un animal.
La vida de Aurora se torció a los diecinueve. Su padre había fallecido, y su madre cayó enferma con una extraña enfermedad que no tenía cura. Desesperada, sin apoyo, se encontró con un aristócrata de Francia. Este hombre le dijo que tenía la cura para la enfermedad de su madre, pero la única condición era que se casara con él. Aurora, consumida por el amor a su madre, aceptó.
El aristócrata le prometió darle la cura después de la boda, y se dirigieron a su territorio en Francia. Pero una noche antes de casarse, Aurora se enteró de que el hombre no tenía ninguna cura. Huyó, prófuga en un país que no era el suyo. Su única arma para sobrevivir fue su belleza, que ahora era una carga más que una bendición. Después de mucho tiempo, pudo regresar a su casa, solo para enterarse de que su madre había muerto.
Aurora pasó los siguientes años deprimida en su pueblo natal, viviendo a la sombra de la tragedia, hasta que se enteró de que tenía la misma enfermedad de su madre y que estaba a punto de morir. Se negó a aceptar ese destino. Le dijeron que había un doctor renombrado que había curado a varias personas de enfermedades extrañas, un tal Sigmund Fitzroy.
Él fue el antiguo dueño de esta mansión. Sigmund se enamoró perdidamente de Aurora y quiso hacer de todo para salvarla, pero después de un año, Aurora murió. Sigmund la enterró en su cementerio familiar. Como no sabía nada de su pasado, en su tumba solo puso: "Aurora: una belleza eterna".
Sigmund, acto seguido, entró en un estado vegetativo repentinamente.
Cedric cerró el diario. Los últimos años, los últimos cientos de botellas de whisky, los últimos insomnios... todo había valido la pena para conocer la verdad. Para encontrar el hilo que lo unía a esa mujer, a ese misterio. Aurora Bellemore no era solo un nombre en una lápida. Era una historia. Una tragedia. Y Cedric, el hombre que una vez huyó de la vida, se había convertido en el guardián de su memoria.
Pero ese no era el final. El final no podía ser una tumba sin fechas. Wilfred, en su minuciosa investigación, también había desenterrado un rumor oscuro, una leyenda que se contaba en las sombras de los pueblos de Devon. Se decía que, desesperada por escapar de la muerte, Aurora había acudido a una anciana que habitaba en el bosque, una bruja. A través de un ritual macabro, la bruja la ayudó a invocar a un demonio, con el que hizo un pacto: a cambio de vivir para siempre, su alma quedaría anclada a este mundo al momento de su muerte, convertida en un fantasma.
Cedric había reído al principio. Había desechado la idea como la superstición de gente ignorante. Pero el tiempo, y su obsesión, lo habían vuelto más crédulo. Si no la podía encontrar en el mundo de los vivos, ¿por qué no buscarla en el de los muertos? Había contactado a esa misma bruja. La había encontrado, vieja y torcida, con ojos que veían más allá de la realidad. Ahora era su única esperanza. Él le había entregado el diario, su alma, su vida... todo por el anhelo de hablar con ese demonio.
"Quiero salvar a Aurora", escribió con la última gota de tinta de la pluma. La bruja le había prometido un ritual de invocación, un camino para cruzar al otro lado. Ahora, solo quedaba esperar la noche. Y al demonio.
El olor a whisky, a papel viejo y a desesperación llenaba el despacho de Cedric. Pero ahora se mezclaba con un aroma extraño y penetrante, a tierra húmeda y a hierbas quemadas que no pertenecían a la mansión. En el centro del salón, sobre un círculo dibujado con tiza en el piso, se encontraba la bruja, una figura torcida por el tiempo, con la piel arrugada como pergamino y ojos que brillaban en la penumbra como ascuas.
Cedric se encontraba frente a ella, con una botella de whisky en la mano, sus ojos inyectados en sangre. Por un instante, una pizca de cordura atravesó la bruma del alcohol.
—Tú… —dijo con la voz ronca y temblorosa—, has estado viva por mucho tiempo. Dos años he estado buscándote. Wilfred dijo que tuviste contacto con Aurora hace décadas… ¿Cómo es posible que sigas viva?
La bruja se rió, un sonido que era más un graznido seco y espeluznante que una risa.
—Hice un pacto, muchacho —dijo con una voz que era como el crujir de hojas secas—. No con un demonio como el de la belleza. Con el diablo en persona.
Cedric se quedó en silencio, sin saber si lo que escuchaba era locura o una verdad aterradora.
—Pero, a diferencia de ti, no he pagado mi deuda todavía —continuó la bruja, mirándolo con esos ojos que parecían ver a través de su alma—. Y por cada ritual que hago, el precio aumenta… Por eso, el pacto es contigo ahora.
Cedric dejó la botella en el suelo. El peso de la seriedad lo golpeó de repente, disipando su embriaguez.
—¿Qué quieres? ¿Dinero? ¿Joyas?
La anciana negó con la cabeza, su risa se convirtió en una mueca severa.
—Quiero un alma. El destino de un alma que esté vinculada a ti por sangre.
Cedric frunció el ceño.
—¿Te refieres a un familiar?
La bruja asintió, lentamente. Su voz se volvió un susurro.
—Sí… El de uno que tiene un futuro más brillante que el tuyo, que un día brillará más que el sol, eclipsando a todos a su alrededor. Ese es el destino que pido. El destino de un alma pura, que será un faro en la oscuridad de este mundo. A cambio, tendrás lo que quieres.
La desesperación en el rostro de Cedric se transformó en una decisión fría y despiadada. No sabía de quién hablaba la bruja. No tenía hijos… ¿Tal vez se refería a su abuelo o su hermano? ¿O a un familiar lejano que nunca había conocido? A él no le importaba. Solo quería a Aurora.
—Lo acepto —dijo, y su voz era firme, vacía de emoción, sellando el destino de un alma que no conocía.
La bruja sonrió, una sonrisa sin dientes y llena de malicia. Tomó un puñal de su túnica y cortó la palma de la mano de Cedric. La sangre goteó sobre el círculo de tiza.
—Así sea —murmuró, y una luz rojiza emanó del círculo.
De la nada, el suelo comenzó a temblar. Las velas se apagaron, y el despacho se hundió en una oscuridad total. Un olor a azufre y a carne quemada llenó la habitación. En el centro del círculo, la figura de sombras que se había formado con su máscara de cuernos y ojos rojos comenzó a palpitar. La luz rojiza de sus ojos se atenuó, los cuernos parecieron retraerse y fundirse con su cráneo. La textura de su piel escamosa se suavizó, tomando un tono más pálido y liso. Su imponente estatura se mantuvo, pero las garras de sus manos se acortaron, volviéndose más humanas. La resonancia de mil voces se unió en un único tono profundo y grave, aunque aún imponente. En la penumbra, la figura aterradora se había transformado en un hombre alto y de complexión fuerte, vestido con ropas oscuras y sencillas, con una barba corta y cuidada, y una mirada intensa y penetrante, aunque ahora de un color oscuro y profundo.
—¿Quién invoca a Dantalion? —dijo el demonio, su mirada fija en Cedric. El mismo demonio con el que Aurora había hecho un pacto años atrás. El guardián de su alma.
—Yo, Cedric Sinclair, yo soy tu invocador demonio —dijo Cedric con un poco de miedo, pero también con una determinación que lo hacía parecer valiente, con tal de hablar de nuevo con Aurora.
El demonio chasqueó los dedos. De la nada, el suelo debajo de Cedric desapareció. Se vio transportado a una dimensión negra, sin fondo, ni altura, donde la nada era lo único que existía. A Cedric le parecía familiar; era el mismo lugar donde tuvo ese sueño con Aurora hace tiempo.
—Tú... ¿tú eres el famoso Cedric? —dijo Dantalion, y su voz, ahora profunda y grave, llenó el vacío de la dimensión oscura.
Cedric se sorprendió, su corazón latiendo con fuerza. A pesar del miedo, una chispa de esperanza se encendió en él.
—¿C-cómo sabes quién soy? —preguntó Cedric.
Dantalion sonrió, una mueca macabra que no llegaba a sus ojos.
—Creo que ya sabes que nos une una persona —contestó Dantalion con un tono que heló la sangre de Cedric—. Tu dolor ha sido un banquete para mí durante dos años.
—Aurora… —susurró Cedric, y el nombre de la mujer que lo había atormentado se sintió como una oración.
—¿Puedes contactarla? Quiero hacer un pacto para traerla de vuelta con vida —dijo Cedric, y la desesperación en su voz lo hizo parecer vulnerable, casi patético.
Dantalion chasqueó otra vez los dedos, y en ese momento, una figura apareció en la penumbra.
Era ella. Aurora.
Cedric no la había visto en carne y hueso desde hacía mucho tiempo, pero ahora ella estaba ahí, frente a él. Era tangible, no solo un espectro. Era la mujer que el tiempo olvidó para que el mundo la recordara. Su piel, clara y salpicada de pecas, parecía hecha de luz. Los ojos, de un verde imposible, hipnotizaban, como si en ellos habitara la vida misma. Su boca, delicada y firme, parecía esculpida para el silencio y el asombro. El cabello, castaño oscuro, caía como una cascada suave sobre sus hombros. No necesitaba joyas ni palabras: bastaba su presencia para que todo lo demás dejara de importar. Era la belleza en su forma más pura. Irreal. Atemporal. Inolvidable. Cedric corrió hacia ella, la abrazó, tocó su cara, sintiendo la calidez de su piel. Ella correspondió el abrazo.
—E-eres real, ¿Aurora? ¿La verdadera Aurora? —dijo Cedric, las lágrimas de alivio en sus ojos, mientras acariciaba el rostro de Aurora.
—Sí… soy yo —dijo Aurora con una sonrisa que enamoraría a todos—. La misma que habló contigo en ese sueño, la primera vez que nos vimos, ¿lo recuerdas?
—Sí… claro que lo recuerdo —dijo Cedric, lleno de emoción—. Por favor, Aurora, tenemos que irnos de aquí. Tenemos que volver.
Cedric se acercó para besarla, pero Aurora apartó los labios de él. Su sonrisa se volvió una mueca cruel, y una risa macabra brotó de su garganta, burlándose de él en la cara.
—No puedo creer lo estúpido que eres… —dijo Aurora riéndose, su voz llena de veneno—. Tan predecible. Tan patético.
Cedric se quedó paralizado. No entendía.
—¿De qué hablas? ¿Por qué me miras así? —preguntó Cedric, su voz temblando.
—El trato que hice con Dantalion no era vivir para siempre —dijo Aurora, y sus ojos verdes, que una vez le parecieron inocentes, ahora estaban fríos y duros como el hielo—. Fue aceptar ser su esposa y atormentar a su lado a los hombres codiciosos por mi belleza, a los que dejan su humanidad para tenerme…
Aurora se acercó a Dantalion, y el demonio la tomó de la mano con una ternura grotesca.
—Yo los atraigo a este lugar —dijo Aurora, su voz volviéndose un eco hueco—, y mi querido esposo se adueña de sus almas.
La risa volvió a brotar de sus labios, un sonido hueco y sin vida.
Cedric dio dos pasos hacia atrás, aterrado.
—N-no, tú no me harías esto —dijo Cedric, su voz quebrada—. Sacrifiqué todo por ti… Dejé a Ariadne, destruí mi vida… Lo di todo para encontrarte.
—Y yo no te pedí que lo hicieras —contestó Aurora con frialdad—. Tu destino estaba sellado desde el momento en que me viste en el cementerio y te aferraste a una idea, a un fantasma, en lugar de a la vida real.
Dantalion se dirigió hacia Cedric, sus ojos brillando con una luz roja.
—El amor, muchacho, es una trampa. Y la belleza es el cebo perfecto —dijo Dantalion, y clavó una daga espectral en el pecho del noble.
Cedric gritó, sus ojos y su boca eran como dos farolas de luz blanca, energía pura salía de él. Y en un instante, su cuerpo, su alma, su existencia... todo desapareció, dejando solo la risa de Aurora resonando en la dimensión negra.
Pero la muerte no fue el fin para Cedric. Su espíritu, despojado de su cuerpo y su alma, quedó atrapado en un limbo, un purgatorio de sombras, donde Aurora y Dantalion lo esperaban. La eternidad se convirtió en un infierno para Cedric, condenado a sufrir por la misma obsesión que lo había llevado allí. Aurora y Dantalion se convirtieron en sus verdugos espirituales, asegurándose de que el alma de Cedric Sinclair nunca encontrara la paz.
El tormento comenzaba cada día, si es que el tiempo tenía algún significado en ese lugar. Cedric era obligado a presenciar, una y otra vez, la intimidad enfermiza de la pareja. Aurora se sentaba sobre las rodillas de Dantalion, acariciando su rostro, riendo con esa risa macabra que era un eco de su desesperación. Cada caricia que ella le daba a Dantalion, era un recordatorio constante de su amor no correspondido y de su fracaso más rotundo. Cedric era el eterno espectador de un amor que deseó y que nunca podría tener.
Luego, la escena cambiaba. Aurora desaparecía, y un paisaje desolado y gris se extendía ante él. Aurora reaparecía en forma de sombras y siluetas, siempre fuera de su alcance, a la distancia justa para que Cedric pudiera verla. Él intentaba seguirla, pero sus pies se sentían anclados al suelo, como si estuvieran clavados por un peso invisible. Ella se esfumaba en el aire, dejándolo con una sensación de desesperanza, una agonía que se repetía sin cesar.
En otras ocasiones, Aurora se manifestaba en visiones aún más horribles. Cedric veía su propio cuerpo en descomposición en un ataúd, su mente se llenaba de pensamientos oscuros y su alma se sentía consumida por un frío glacial. Era un frío que no venía del aire, sino del interior de su propio ser, un frío que se lo estaba tragando. Intentaba gritar, pero su voz se perdía en el vacío. Estaba atrapado en una pesadilla eterna, sin escape.
Y en medio de todo, Aurora se reía. Su risa era como un cuchillo que cortaba el alma de Cedric, un eco constante de su agonía. Él sabía que estaba condenado a sufrir por toda la eternidad, atrapado en el infierno del más allá, creado por la venganza de Aurora.
Aurora, cansada de atormentar a Cedric, decidió que era hora de dejar que su esposo, Dantalion, tomara el relevo. Con una sonrisa satisfecha, le entregó a Cedric a su esposo, diciendo: —Ahora es tu turno, mi amor. Haz que sufra como yo sufrí.
Dantalion, con una sonrisa cruel, aceptó el desafío. Las visiones que le mostraba a Cedric eran aún más horribles y dolorosas. Dantalion revivía el pasado de Cedric, el rechazo de Ariadne, la muerte de sus padres, los peores momentos de su vida... y le mostraba cómo todas sus decisiones lo habían llevado a ese terrible final. Cedric se encontraba atrapado en un infierno sin fin, sin escape posible, donde sus arrepentimientos eran la verdadera tortura.
Mientras tanto, Aurora regresó al cementerio, donde su tumba se encontraba. Se sentó en la lápida, mirando la inscripción que Cedric había leído tantas veces: "Aurora, una belleza eterna". Sonrió, sabiendo que su belleza era ahora un arma, utilizada para atormentar a aquellos que se atrevían a amarla y a los que se atrevían a codiciarla.
Aurora cerró los ojos, disfrutando del silencio y la oscuridad del cementerio. Sabía que Cedric sufriría por toda la eternidad, y que Dantalion se encargaría de que su tormento nunca cesara. Y con ese pensamiento, se sumió en un sueño eterno, rodeada de la muerte y la desolación.