La Manzana Del Pecado.

Al tercer día con la daga, Rosana ya no se caía al blandirla. Eso era un triunfo menor, pero en su cuerpo vibraba como una victoria digna de canto. La madera se había quedado atrás; ahora sentía el peso real del metal, el tirón leve en los tendones, el crujido de los músculos al acomodarse para resistir el impacto.

Gael no hablaba mucho. Enseñaba con movimientos bruscos, secos, y con pocas correcciones. Pero cuando ella lograba imitar su postura, había una pequeña pausa en su rostro, casi imperceptible. Como si, por un segundo, se permitiera sentir orgullo.

Una tarde, el sol caía oblicuo entre los árboles cuando algo diferente ocurrió.

Rosana se movió para interceptar un ataque de entrenamiento y, al girar con la daga en alto, un destello brotó de su palma. No fue fuego, ni electricidad. Fue luz. Cálida, blanca, vibrante. Como si el mismo cielo se filtrara a través de su piel.

Gael retrocedió un paso. No por miedo, sino por instinto. Rosana bajó el arma, jadeando.

—¿Viste eso? —murmuró, con el corazón desbocado.

Gael no respondió enseguida. La observaba con intensidad, como si estuviera viendo un recuerdo materializarse frente a él.

—Lo vi.

La luz desapareció tan rápido como había surgido, pero el calor persistió en sus dedos. Rosana se giró hacia él, confusa.

—¿Qué fue eso?

—Tu magia —dijo una voz detrás de ellos.

Era Nikolai, el más callado del grupo. Había estado en el límite del claro, como siempre, hojeando un grimorio antiguo. Ahora caminaba hacia ellos, sus ojos ámbar chispeando como si acabara de encontrar la última pieza de un enigma.

—Magia de luz —confirmó—. Antigua. Rara. Creí que se había extinguido con los linajes del Norte, hace siglos.

Rosana sintió un escalofrío.

—¿Qué significa eso?

—Que no eres tan común como pensabas —intervino Gael, volviendo a clavar su mirada en ella—. Y que si no la aprendes a controlar, te va a matar.

**

Esa noche, por primera vez, Nikolai no se apartó durante la cena. Se sentó a su lado, con el grimorio en una mano y una pequeña piedra luminosa en la otra.

—Tu magia no es como la mía —le explicó—. Yo la aprendí. Años de estudio, pactos, rituales. Pero la tuya… viene de dentro. Como la sangre.

Rosana lo miró con atención. Nunca se había detenido a observarlo demasiado. Tenía un aire noble, pero sin ostentación. La clase de elegancia que viene del conocimiento, no del linaje.

—¿Eres un brujo?

Él asintió, sin orgullo ni vergüenza.

—Último aprendiz del Círculo de Magos de Ultheran. Antes de que la Reina los destruyera.

La revelación cayó como una piedra en el agua. Silenciosa, pero profunda.

—¿Y tú? —preguntó Rosana, volviéndose hacia Gael—. ¿Quién eras… antes de esto?

Gael se quedó en silencio. La cuchara entre sus dedos se detuvo. Los otros alrededor del fuego —Zev, Luciel, incluso Rurik— también se callaron.

Finalmente, Gael habló.

—Fui parte del Ejército Real de Liria. Segundo comandante del batallón Esmeralda.

Luciel dejó escapar un silbido.

—Vaya forma de decir que eras una leyenda —murmuró.

—No lo era —replicó Gael, sin emoción—. Solo era un hijo de sanador que supo blandir una espada antes de aprender a curar.

Rosana parpadeó.

—¿Tu padre era sanador?

—El mejor —dijo Luciel—. Curó al Rey dos veces, y a la reina madre de una fiebre que los magos dieron por mortal. Si no fuera por la guerra, habría dirigido la Escuela de Artes Médicas de Liria.

Gael apretó los dientes.

—Murió intentando salvar a un grupo de niñas secuestradas por el ejército oscuro. Yo fui con él. Sobreviví. Él no.

Rosana no supo qué decir. Solo colocó una mano sobre la suya, breve, sin dramatismo. Gael no la apartó.

—Todos teníamos algo antes de esto —dijo Luciel, mirando el fuego—. Yo fui estratega del Alto Consejo del Valle del Alba. Firmé tratados. Organicé alianzas. Pensaba que la diplomacia podía evitar una guerra.

—¿Y no pudo?

Luciel sonrió con tristeza.

—No se puede razonar con una criatura que devora rostros mientras duerme.

—Yo era panadero —dijo Rurik, desde la sombra, arrancando una carcajada general—. ¿Qué? ¡También era importante! Horneaba para la Guardia Real. Mi bollo de miel era famoso en cuatro provincias.

Zev levantó su copa.

—Y yo… bueno, yo era ladrón. Robaba a nobles y me gastaba el oro en tabernas. Hasta que intenté robarle a la persona equivocada —miró a Nikolai—, y terminé con una maldición en la lengua por dos semanas.

—Te hizo bien —bromeó Luciel.

—Me enseñó modales —respondió Zev, brindando.

Rosana rió. Una risa real, que se fue ensanchando en su pecho hasta deshacer algo que llevaba días apretado. Esos hombres, tan distintos, tan rotos, eran más familia que cualquiera que había tenido en la torre.

Y sin embargo, en el fondo, seguía sintiéndose… fuera de lugar.

Hasta que Nikolai habló de nuevo.

—Tu magia es más que un accidente. Tiene propósito. No aparece sin razón. La luz solo responde al desequilibrio extremo. Y tú… tú eres su respuesta.

Rosana bajó la mirada.

—¿Y si no quiero ser “la respuesta”? ¿Y si solo quiero vivir tranquila?

—Eso no lo decides tú —intervino Gael, en voz baja—. Lo decidiste cuando pediste pelear. Cuando saliste de esa torre.

—La magia ya despertó —agregó Nikolai—. Ahora solo queda aprender a guiarla.

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Los días siguientes estuvieron marcados por un nuevo entrenamiento. Cada mañana, Rosana entrenaba con Gael, afinando sus reflejos, su fuerza. Pero cada tarde, se sentaba junto a Nikolai, que le enseñaba a sentir la magia. No a invocarla. A escucharla. A notar el cambio en el aire cuando se aproximaba. A no temerle.

—Cierra los ojos —le decía—. La luz no viene de la furia. Viene de la claridad.

Y poco a poco, empezaba a controlar esa chispa interna. Aprendió a usarla para crear una esfera que flotaba sobre su palma, a formar un escudo tenue, y a curar pequeños cortes en su piel.

—No puedes revivir a los muertos —advirtió Nikolai—. Pero puedes evitar que mueran.

Rosana sentía que algo en ella despertaba con cada paso. Como si finalmente sus pies caminaran por donde siempre debieron estar. Y aunque aún temía —a la Reina, al pasado, a lo que significaba esa luz—, ya no temía sola.

Una noche, mientras practicaban junto al lago, Rosana se volvió hacia Gael.

—¿Por qué sigues luchando? Después de todo lo que perdiste.

Gael se detuvo. La luna brillaba sobre su perfil endurecido.

—Porque aún no lo he perdido todo —respondió—. Mientras haya una sola niña que pueda crecer sin miedo… vale la pena.

Rosana lo miró largo rato. Entonces asintió.

—Entonces enséñame. Hasta que pueda pelear por ella también.

Gael sonrió. Por primera vez, sin amargura.

—Eso haré.

Y así, entre secretos revelados, luz naciente y cicatrices compartidas, Rosana dejó de ser solo la niña encerrada en una torre.

Empezaba a ser la llama que vendría a incendiar la oscuridad.