En esta historia, se encontrarán con Ángel, una niña que fue abandonada al nacer y creció en una abadía, donde un grupo de religiosas le ofreció amor y cuidado. Sin embargo, a medida que Ángel va creciendo, comienza a sentir un vacío en su interior: el anhelo de tener un padre, como los demás niños que la rodean. A pesar de su deseo, no se atreve a manifestar sus sentimientos por miedo a lastimar a quienes la han criado, y su vida tomará un giro inesperado una noche fatídica.
Una enigmática mujer aparece y le revela a Ángel un oscuro secreto: es una heredera y debe buscar venganza por la muerte de su madre. Así inicia su transformación en la Duquesa Sin Corazón, una niña destinada a cumplir con un legado de venganza que no es suyo. ¿Qué elecciones hará Ángel en su camino? ¿Podrá encontrar su verdadera identidad en medio de la oscuridad que la rodea?
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CAPÍTULO 4. HACIENDO AMIGOS
CAPÍTULO 4. HACIENDO AMIGOS
Al dia siguiente, la abadía estaba en completo caos. La tormenta de la noche previa había cambiado todo: los caminos estaban obstruidos por árboles caídos, el barro cubría las colinas, y el río desbordado había devastado parte del pueblo. Una fila de familias descalzas, cargando con lo poco que pudieron salvar, llegaba hasta las puertas del convento.
Al oír los golpes angustiantes, la abadesa no dudó en ordenar que se abrieran las puertas. Con la ayuda de las novicias, el gran salón y la capilla se convirtieron en refugios improvisados. Los bancos se usaron como camas y las mantas viejas se usaron para protegerse del frío. Las novicias, con las mangas remangadas, se movían de un lado a otro, entregando pan, sopa y palabras de apoyo.
Ángel, aunque pequeña, era incansable y ayudaba en la cocina junto a Sor Mari. Llevaba un pañuelo atado en su cabello rojizo, más para ocultar su identidad diciendo que era por razones de limpieza. Las monjas no podían arriesgarse a que la reconocieran entre los que buscaban refugio.
Esa noche, las habitaciones también se llenaron de personas. La abadesa dormía en su celda con tres ancianas que rezaban en voz baja, mientras Ángel descansaba junto a Sor Magnolia en una cama que se sentía más estrecha que nunca. El desorden había invadido el convento. Los pasillos se llenaban con el llanto de los niños, las oraciones interrumpidas de los ancianos y los pasos rápidos de las religiosas. Las novicias, cansadas, hacían su mejor esfuerzo por mantener el orden, a pesar de que el ambiente estaba lleno de desesperación.
Esa misma noche, sin poder dormir por el hambre, Ángel se levantó en silencio y se fue a la cocina. Las llamas parpadeantes de las velas proyectaban sombras misteriosas sobre las estanterías, haciendo que el lugar pareciera más amplio y extraño que de costumbre. Al llegar, un sonido inesperado la hizo detenerse.
Entre las estanterías de madera, un niño estaba rebuscando con torpeza entre bolsas de harina y frascos de mermelada.
—¿Qué haces ahí? —susurró Ángel, asustándolo.
El niño, con pelo desordenado y una mirada vivaz, se dio la vuelta y le sonrió con una mezcla de nerviosismo y descaro.
—¿Qué crees? Estoy buscando algo de comer. Esa sopa no fue suficiente.
Ángel cruzó los brazos, tratando de parecer estricta, pero la curiosidad la venció.
—No deberías estar aquí. Si te encuentran, Sor Magnolia te reprimirá.
—¿Y tú? —respondió él, encogiéndose de hombros—. También estás aquí.
Tenía razón. Ángel suspiró. Luego se acercó a una alacena oculta detrás de un paño, abrió un tarro y lo dejó en el suelo frente a él.
—Toma. Pero mantén el silencio.
El niño no lo dudó un segundo. Se lanzó hacia las galletas, devorándolas como si no hubiera comido en días. Entre bocados, levantó la mirada.
—¿Cómo supiste dónde estaban?
—Vivo en este lugar. Las monjas me cuidaron desde que era pequeña.
—Eso explica tu look de santa —dijo riendo amigablemente—. Soy Tomás.
—Ángel —contestó ella, sonrojándose ligeramente por el nombre.
Tras terminar su comida, Ángel preparó un poco de leche para ambos. Sentados en el suelo fresco de la cocina, Tomás empezó a narrarle historias sobre la vida en el pueblo. Habló sobre la escuela, los juegos entre los graneros, y las tardes en la plaza, cuando el hombre del helado llegaba con su carrito lleno de golosinas.
Ángel escuchaba fascinada, con los ojos brillando con cada historia. Nunca había pensado que existiera un mundo tan vibrante y alegre fuera de los muros de la abadía.
—¿Nunca has jugado al escondite? —preguntó Tomás, sorprendido.
—No… —respondió ella, mirando al suelo—. Aquí todo es silencio y oración.
Tomás la miró atentamente, como intentando resolver un acertijo.
—Eso no está bien. Te voy a mostrar lo que es divertirse de verdad.
Esperaron tres días antes de que las aguas comenzaran a bajar. Durante ese tiempo, la abadía se transformó en un lugar de esperanza, y Tomás y Ángel comenzaron a verse cada noche en la cocina. Una mañana, Sor Mari los sorprendió. Pero en vez de regañarlos, les dejó algunos postres escondidos y se fue sonriendo, disfrutando en secreto de las risas de los niños.
Cuando las familias comenzaron a volver a sus casas, Tomás le hizo a Ángel una promesa: buscaría de nuevo a ella. Aunque trató de parecer indiferente, sintió tristeza al verlo irse. Sor Magnolia notó su tristeza y, tratando de consolarla, le prometió que podrían visitar el pueblo siempre que lo necesitaran.
Las semanas siguientes trajeron pequeños cambios. En sus visitas al pueblo con Sor Mari, Ángel empezó a unirse a los juegos con otros niños —amigos de Tomás— que la aceptaron sin problemas. Sin embargo, en su corazón aún sentía la falta de una familia. Ese vacío, que nunca se atrevía a mencionar, lo ocultaba con sonrisas forzadas.
Un día, mientras jugaba con Tomás, ocurrió un accidente que cambiaría su vida para siempre. El sonido de los frenos de un lujoso carruaje interrumpió el aire. El grito del conductor resonó. Ángel cayó al suelo, raspándose las rodillas.
Una dama elegante bajó de inmediato. Sus zapatos resonaban en el empedrado con autoridad. Su rostro, en parte cubierto por un sombrero decorado con plumas, mostraba una mezcla de enojo y preocupación al ver a la niña en el suelo.
—¡Niña descuidada! —gritó al acercarse. Pero su tono se suavizó al verla más de cerca.
Ángel, con lágrimas apenas contenidas, la miró sorprendida.
—Lo siento, señora. No fue mi intención.
La mujer se puso de rodillas y sacó un pañuelo de seda para limpiar la sangre. Sus ojos se centraron en el cabello rojo de la niña y en esos ojos verdes que le resultaban tan familiares… demasiado familiares.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó, casi en un susurro.
—Ángel, señora. Vivo en la abadía.
La mujer se puso pálida, pero pronto volvió a recobrar la calma. Terminó de atender a la niña, se aseguró de que pudiera caminar y regresó a su carruaje. Antes de irse, le lanzó una mirada llena de sentimientos reprimidos.
—La próxima vez, ten más cuidado —dijo, con la voz temblorosa.
No entendía porque aquella niña la había afectado tanto, suspiro y volvió al carruaje, dejándose llevar por sus recuerdos, esos que tenia enterrados en lo más, profundo de su ser.
En una villa al otro lado de la ciudad, Douglas hablaba en tono bajo, aunque la tensión estaba presente en cada una de sus palabras.
—¿Estás seguro de que esa partera dijo la verdad? —inquirió, apretando la mandíbula.
—Así es, señor. La niña nació con vida.
Douglas se levantó con lentitud, su rostro mostrando una dura ira.
—Encuéntrala. No importa el precio. Si mi esposa se entera, será un desastre.
El hombre que tenía frente a él, visiblemente inquieto, asintió rápidamente. Se marchó del castillo decidido a cumplir con la orden. No solo obtendría reconocimiento… también una buena remuneración. Sonrió de manera arrogante mientras se montaba en su caballo.
En el salón, Douglas sirvió un vaso de coñac y lo bebió de un solo golpe. Era consciente de que el pasado siempre encontraba la manera de regresar. Pero no dejaría que esa niña dañara sus planes. Antes de perder el ducado… preferiría acabar con ella.
Nada ni nadie le quitaría el poder que tan arduamente había conseguido.
ANGELA DUQUESA DE MANCHESTER.
DOUGLAS CONDE Y ESPOSO CONSORTE DE LA DUQUESA.