La primera regla de la amistad era clara: no tocar al hermano. Y mucho menos si ese hermano era Ethan, el heredero silencioso, la figura sombría que se movía como una sombra en la mansión de mi mejor amiga, Clara.
Yo estaba allí como refugio, huyendo de mi propia vida, buscando en Clara la certeza que había perdido. Pero cada visita a su casa me acercaba más a él.
Ethan no hablaba, pero su presencia era un lenguaje. Podías sentir la frustración acumulada bajo su piel, el resentimiento hacia el mundo que su familia le obligaba a soportar. Y, de alguna forma, ese silencio me llamó.
Sucedió una noche, con Clara durmiendo en el piso de arriba. Me encontró en el pasillo. Su mirada, siempre distante, se clavó en la mía, y supe que la línea entre la lealtad y el deseo se había borrado. Me tomó la cara con brusquedad. Fue un beso robado, cargado de una rabia helada y una necesidad desesperada.
No fue un acto de amor. Fue un acto de traición.
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Capitulo XI La farsa
El sonido del grito histérico de Felicia Hawthorne rebotó en las paredes de piedra de la bodega, un telón de fondo dramático para el caos. El silencio que siguió fue roto solo por el goteo constante de vino tinto que se escurría de la mesa de degustación.
Yo estaba congelada, con la espalda todavía apoyada en el barril de roble. Mis ojos estaban fijos en Ethan, no por el terror de la violencia que acababa de presenciar, sino por esa frase, cruda y posesiva, que había salido de sus labios: "Toca a mi mujer."
La declaración había sido un rugido, una proclamación de propiedad en el momento de mayor furia. Era un "fallo" mucho más grande que cualquier beso robado en un pasillo oscuro.
Felicia finalmente encontró su voz, y era un graznido agudo. —¡Ethan! ¿Qué significa esto? ¡Alexander, levántate!
Alexander, con la mandíbula ya hinchada y un corte sobre la ceja, se levantó con dificultad. Su dignidad de ejecutivo pulcro estaba hecha trizas. Estaba cubierto de vino.
—¡Me atacó! ¡Está loco! —siseó Alexander, señalando a Ethan con una mano temblorosa.
—¡Yo no estoy loco! —Ethan, respirando con dificultad, se limpió la sangre de sus nudillos contra sus pantalones. Su mirada seguía fija en Alexander, una promesa de más violencia—. Estaba tocando a Olivia.
Felicia, dividida entre el shock y la necesidad de mantener las apariencias, se centró en la escena: su hijo, el heredero silencioso, actuando como un bruto, y el prometido de su hija involucrado.
—¡Olivia! ¿Qué hacías aquí abajo con Alexander? —Su tono era de acusación inmediata. Para Felicia, la culpa era siempre de la pieza más débil, la invitada.
—Estábamos... —empecé a decir, pero Ethan me interrumpió, dando un paso protector hacia mí.
—Estaban a punto de terminar la degustación de vinos. Yo bajé, y él intentó forzarla.
Era una media verdad, diseñada para salvarme de la calumnia, pero también para aumentar la condena de Alexander.
Alexander se recompuso, viendo una grieta en la historia de Ethan. Si la conversación se centraba en su ataque, perdía todo. Tenía que volver a la narrativa de los negocios y el escándalo.
—¡Miente! ¡Todo esto es un montaje! Ethan está celoso de mi acuerdo con su padre. Ella es su... su cómplice. Está intentando sabotear la fusión. ¡Ella vino aquí a seducirme para que rompiera el acuerdo!
La palabra cómplice resonó con una precisión escalofriante, revelando que Alexander había escuchado más de lo que creíamos.
Felicia se llevó una mano al pecho. —¡Basta! ¡Silencio los dos! Esto es una vergüenza. Alexander, tienes que ir a la suite. Felicia te atenderá la herida. Ethan, ¡a la oficina de tu padre, ahora!
Felicia no necesitaba pruebas de fraude; solo le importaba el escándalo. El hecho de que su hijo y el futuro yerno se hubieran peleado por la dama de honor era suficiente para descarrilar la boda.
Alexander se dirigió a Felicia. —Si esto es un intento de romper nuestro acuerdo, le aseguro que mi padre tomará represalias. La boda continúa.
Ethan lo fulminó con la mirada. —La boda no se celebrará. Lo garantizo.
Felicia salió de la bodega, tirando de Alexander por el brazo, murmurando sobre la necesidad de hielo y analgésicos. Yo me quedé sola con Ethan.
El silencio volvió, pero esta vez era más íntimo y más peligroso. Él se acercó a mí lentamente, sus ojos escudriñando mi rostro, buscando cualquier señal de daño.
—¿Te hizo daño? —preguntó, su voz todavía ronca por el rugido de la rabia.
Negué con la cabeza, todavía temblando por la adrenalina. —No. Me soltó cuando llegaste.
—Lo siento —murmuró, su mirada cayendo a mi brazo, donde la marca de los dedos de Alexander apenas comenzaba a enrojecer—. Te utilicé.
—Lo sé. Y lo volvería a hacer —respondí, y la honestidad me dio escalofríos.
Ethan dudó, luego me tomó el rostro entre sus manos ensangrentadas, ignorando las manchas de carmesí que dejaba sobre mi piel.
—Lo que dije... fuera. Lo dije por la rabia. Por la furia de verlo tocarte. —Se detuvo, sus ojos intensos—. No eres mi mujer, Liv. No eres nada mío.
La negación, después de su grito, fue un golpe seco. Me estaba alejando de nuevo, volviendo al territorio de la farsa.
—¿Entonces por qué lo dijiste? —le pregunté, sintiendo una mezcla de alivio y decepción.
—Porque era la única forma de que se detuviera. Para él, la propiedad es el único lenguaje que entiende. Pero Felicia lo ha escuchado. Lo ha arruinado todo. Ella lo usará para silenciarte.
Tenía razón. Felicia no iría a la policía; iría a por la fuente del escándalo: yo.
—Ahora tengo que ir con mi padre. No te muevas de aquí —ordenó, soltando mi rostro y girando para irse.
—Ethan, espera. Lo de "mi mujer"... ¿fue solo una herramienta? —No pude evitar la pregunta, sabiendo que arriesgaba mi posición de cómplice por una verdad emocional.
Se detuvo en la puerta y se giró, su mirada llena de conflicto.
—No. No lo sé. Fue la verdad en el momento de la locura. Pero ahora, escúchame bien: si me preguntan, tú viniste aquí, Alexander te acorraló, y yo vine a salvarte. No hables de cláusulas, no hables de cómplices.
Y sin darme tiempo a responder, se fue, subiendo las escaleras para enfrentarse a su padre.
Me quedé sola en la bodega, con el olor a vino y la violencia flotando en el aire. La única evidencia de la verdad, la confesión de Alexander, se había desvanecido. Solo quedaba la escena: el heredero salvaje y la dama de honor comprometida.
Salí de la bodega y subí las escaleras. Encontré a Clara en el pasillo, su rostro pálido, con la orquídea de su tocado aún en la mano.
—¿Qué... qué pasó? Mamá está histérica. Alexander se ha ido con la mandíbula rota. Ethan está en el estudio con Papá.
—Clara... —Mi voz tembló. No podía mentirle a ella. No más.
—¿Ethan te golpeó? —preguntó, sus ojos llenos de terror.
—No, no, claro que no. Alexander... intentó tocarme. Ethan me defendió.
Clara me abrazó, temblando. —Lo sabía. Sabía que Alexander era un asqueroso. Pero mi padre nunca le creerá a Ethan. Mamá dice que nos van a arruinar.
—No te preocupes por eso. Te prometo que todo va a salir bien.
Pero mientras la abrazaba, sabía que el desmoronamiento de los Hawthorne apenas había comenzado, y que yo estaba justo en el ojo de la tormenta, atada al hombre que me había negado en la bodega después de gritar que yo era suya. El silencio de Ethan siempre había sido peligroso, pero ahora, sus palabras eran devastadoras.