Tras una noche en la que Elisabeth se dejó llevar por la pasión de un momento, rindiendose ante la calidez que ahogaba su soledad, nunca imaginó las consecuencia de ello. Tiempo después de que aquel despiadado hombre la hubiera abrazado con tanta pasión para luego irse, Elisabeth se enteró que estaba embarazada.
Pero Elisabeth no se puso mal por ello, al contrario sintió que al fin no estaría completamente sola, y aunque fuera difícil haría lo mejor para criar a su hijo de la mejor manera.
¡No intentes negar que no es mi hijo porque ese niño luce exactamente igual a mi! Ustedes vendrán conmigo, quieras o no Elisabeth.
Elisabeth estaba perpleja, no tenía idea que él hombre con el que se había involucrado era aquel que llamaban "el loco villano de Prusia y Babaria".
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Capitulo 5
El chirrido de la puerta anunció el regreso de Elisabeth, seguido por el aroma penetrante de hierbas frescas y el gruñido grave de Falko, que mostraba sus colmillos al intruso. Dietrich, que había pasado horas observando fijamente la entrada, giró bruscamente hacia la pared cuando la mujer cruzó el umbral.
Ella se quitó las botas cubiertas de barro y la capa empapada de rocío con movimientos mecánicos. Sus manos, mejillas y la punta de su nariz estaban enrojecidas por el frío invernal. ¿Cuánto tiempo había pasado vagando por el bosque? Sin pronunciar palabra, recogió la bandeja del desayuno y se dirigió a la cocina, donde comenzó a preparar la comida con familiaridad, yendo de un lado a otro entre los estantes y el fogón.
Cuando regresó con un plato humeante, Dietrich notó que sus ojos verdes evitaban todo contacto visual. La tensión entre ellos era palpable, pero ninguno estaba dispuesto a romper el silencio.
Al terminar sus propias tareas -almorzar, alimentar a Falko, Elisabeth se sumergió en su rutina habitual, seleccionar las hierbas para secar. El silencio de la cabaña era tan familiar que, por un momento, olvidó por completo la presencia del intruso. Una canción popular comenzó a escapar de sus labios, su voz dulce y cálida llenando el espacio como miel derramándose.
Dietrich frunció el ceño al principio. —Qué molesto—, pensó. Pero la melodía era tan reconfortante que, sin darse cuenta, sus párpados comenzaron a pesar. La fiebre, combinada con el ritmo suave de la canción, lo arrastraron a un sueño profundo y reparador.
Horas más tarde, Elisabeth recordó de repente a su invitado no deseado. Al asomarse a la habitación, lo encontró dormido profundamente, su respiración regular y su rostro relajado. Se apoyó contra el marco de la puerta, observándolo con una mezcla de irritación y curiosidad.
—Es una vista agradable cuando tiene la boca cerrada —murmuró para sí antes de retirarse.
La idea de un baño caliente se volvió irresistible. Calentó agua pacientemente hasta llenar su modesta tina de madera. Mientras se desvestía, una voz de advertencia resonó en su mente: —No debería hacer esto con un extraño en casa—. Pero el cansancio y la necesidad de relajarse fueron más fuertes.
El agua caliente alivió inmediatamente la tensión en sus músculos. Cerrando los ojos, dejó que el vapor le envolviera el cuerpo, llevándose consigo las preocupaciones del día. Hasta que...
El crujido de la puerta abriéndose la sobresaltó. Al girar, se encontró con Dietrich en el umbral, su expresión tan impenetrable como siempre. Pero el verdadero peligro venía detrás: Falko, con el pelaje erizado y los colmillos al descubierto, se preparaba para atacar.
—¡No! —gritó Elisabeth, levantándose de un salto de la bañera. Olvidándose por completo del pudor que la habia inavadido, el agua salpicó por todas partes—. ¡Falko, detente!
El perro, cegado por la furia protectora, se lanzó hacia adelante y hundió sus dientes en la pierna de Dietrich. El hombre no hizo un solo movimiento, como si el dolor no pudiera afectar su compostura de piedra.
—¡Si lo lastimas más, este hombre tardará más en irse de aquí! —exclamó Elisabeth, agarrando apresuradamente una toalla para cubrirse.
En su prisa por intervenir, el pie resbaló en el suelo mojado. El mundo giró ante sus ojos mientras caía... directo contra el pecho de Dietrich. La toalla fina y empapada apenas ocultaba su desnudez, y ahora yacía prácticamente sobre él, sus rostros separados por apenas unos centímetros.
—Oh, no... —susurró, sintiendo cómo el calor del rubor le quemaba las mejillas.
Falko ladraba frenéticamente alrededor de ellos, pero Elisabeth apenas podía percibirlo. Todo su mundo se reducía a esos ojos azules, fríos como el hielo invernal pero ahora brillando con una intensidad que la dejó sin aliento.
Dietrich no dijo una palabra. Pero el rápido latido de su corazón bajo la palma de su mano delataba que, por primera vez desde que llegó, el imperturbable forastero había perdido algo de su calma.
Elisabeth se separó de Dietrich con un movimiento brusco, casi tropezando al retroceder.
—¿Lo lastimó Falko? —preguntó, nerviosa, antes de fruncir el ceño—. No, mejor dígame.. ¿qué hacía aquí?
Dietrich la miró en silencio, sus ojos azules inescrutables. Luego, sin responder, se levantó con dificultad —aún débil por la herida—, dio media vuelta y regresó cojeando a la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
Elisabeth se quedó parada en el pasillo, más confundida que antes. ¿Por qué había entrado al baño? ¿Había venido buscándola? ¿O solo era un descuido, una casualidad?
Entró de nuevo al baño y se vistió con movimientos rápidos, pero la escena no dejaba de repetirse en su mente: su cuerpo apenas cubierto por la tela mojada, cayendo sobre él. Y, lo peor de todo, la firmeza de su cuerpo bajo el suyo.
—Un cuerpo tallado en piedra...
Sus mejillas ardieron. Había estudiado anatomía lo suficiente como para reconocer cada músculo que había sentido contra ella. Sus bíceps, duros como roca; sus pectorales, definidos incluso en reposo; sus abdominales, tensos bajo su contacto. Y luego...
—Oh, cielos.
No había sido un músculo de la pierna lo que había presionado contra su vientre.
—Al menos parece estar sano... —murmuró, en un intento desesperado por racionalizar la situación.
Pero decir eso solo empeoró las cosas.
Se cubrió el rostro con ambas manos, sintiendo el calor de la vergüenza hasta en las orejas.
—Esto no estaría pasando si simplemente lo hubiera dejado morir... —susurró, antes de detenerse.
No. No era así.
—No... No soy esa clase de basura —dijo en voz alta, más para sí misma que para nadie.
Apretó los puños, respiró hondo y salió del baño con determinación. No importaba lo que hubiera pasado. Dietrich seguía siendo un intruso en su casa, un hombre que pronto se iría.
Pero cuando sus ojos se posaron en la puerta cerrada de la habitación, no pudo evitar preguntarse qué estaría pensando entonces.
Momentos antes.
El sueño se rompió de golpe.
Dietrich se incorporó de un salto, el dolor de la herida ardiendo como un látigo al moverse demasiado rápido. Por un instante, ni siquiera recordó dónde estaba. Solo vio paredes de madera, un techo bajo, y una manta áspera sobre él.
—¿Una cabaña?
Se levantó tambaleándose, ignorando el fuego en su costado. El silencio era absoluto, excepto por el crepitar lejano del fuego en la estufa.
—¿Dónde estoy?
Avanzó por la habitación, pasando la mano por su rostro para despejar la neblina del sueño. La cocina estaba vacía. La puerta principal cerrada. Pero había otra puerta entreabierta, de donde salía vapor y un sonido de agua moviéndose.
Sin pensarlo, la abrió.
Y entonces la vio.
El cabello rubio, empapado y oscurecido por el agua, pegado a su espalda desnuda. La curva de su cuello, las gotas resbalando por su piel rosada por el calor. El perfil de su rostro, girando hacia el , sus ojos verdes—siempre tan desafiantes—se abrieron de par en par. Pero no fue el grito lo que lo paralizó. Fue la forma en que, al verlo, su preocupación anuló toda vergüenza.
Los recuerdos regresaron de golpe: la herida, la nieve, esa mujer salvando su vida.
Pero entonces no podía moverse.
Ella se levantó de la bañera sin pensarlo, su expresión de preocupación superando cualquier pudor. Agua dorada cayendo de cada curva. Pechos firmes, cintura estrecha, caderas que invitaban a ser agarradas. La toalla que intentó cubrirse apenas disimuló lo esencial.
—¿Por qué...?
Entonces lo entendió.
La leal bestia que la seguía estaba detrás de él, los colmillos al descubierto, listo para atacar.
—Idiota.
Ni siquiera lo había notado.
Y cuando chocaron—cuando su cuerpo desnudo se estrelló contra el suyo—Dietrich sintió que algo se quebraba dentro de él.
El calor.
El peso.
Su olor, dulce y herbal, mezclándose con el vapor caliente.
Y luego...
—Maldición.
Podía sentir su propia reacción, intensa e incontrolable, justo donde su vientre había rozado el de ella.
Se mordió el labio inferior con fuerza, saboreando el hierro de su propia sangre.
No era solo deseo.
Era hambre.
Del tipo que no había sentido alguna vez. Del que hacía que sus manos temblaran con la necesidad de hundirse en ese cabello mojado, de morder ese cuello, de probar el sabor del agua en sus pezones rosados.
Pero cuando ella se separó, avergonzada y furiosa, él no dijo nada.
No podía.
Así que se limitó a levantarse, a caminar de vuelta a la habitación. Pero al caminar de vuelta a la habitación—cada paso una tortura con la sangre acumulándose en su entrepierna—su mente seguía recreando el momento:
—¿Cómo se sentiría bajo mí en esa bañera? ¿Gemiría si la apretara contra la madera? ¿Sabría a hierbas salvajes o a algo más dulce?
Al cerrar la puerta, sus nudillos blancos contra la madera, Dietrich dejó escapar una maldición ahogada.
—¡Idiota... no es nada que no hayas visto, tocado y sentido... Por qué alterarse así...! Yo debo calmarme...
Traía médicos con él Dietrich
Q pasara si ese doctor q hecho le hizo algo y a ella la intimido con el bb y lo dejo ir así como así
Autora denos más capítulos /Chuckle/ jejejeje q intrigada me quede /Shy/. Gracias por su Novela.