En las tierras frías del Reino de Belfast, un niño fue arrancado de los brazos del amor y lanzado al abismo del desprecio. Victor, de apenas ocho años, sobrevive bajo el techo de sus propios enemigos, el Rey y la Reina que arrasaron su pasado. Lo llaman débil, lo humillan, lo marcan con su odio… sin imaginar lo que realmente duerme en su interior.
Esta no es la historia de un héroe elegido. Es la travesía de un alma quebrada que se arrastra por los escombros del trauma, el dolor y la soledad. Cada mirada de desprecio, cada palabra cruel, cada herida invisible es una chispa que alimenta una tormenta silente. Y cuando el momento llegue… ni el trono ni la sangre real podrán detener lo que ha nacido del silencio.
Un cuento oscuro donde no hay luz sin sombras, ni infancia sin cicatrices. Un viaje que transforma al niño temeroso en la incógnita más temida por todos.
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Capítulo 5 – Los que odian en silencio
Las palabras del mensaje no se borraban de su mente.
“Hay otros que también odian.”
Víctor lo había leído tantas veces en su cabeza que ya no sabía si era real o si su mente, desgastada por el castillo, lo había inventado.
Pero algo cambió después de ese pergamino.
Los pasillos del castillo ya no se sentían tan vacíos. Las sombras parecían más gruesas. Los sirvientes… más tensos. Como si algo se estuviera gestando bajo las capas de piedra y costumbre.
Y él lo sentía.
Como un susurro en los huesos.
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La rutina no perdonaba. Lo despertaron con un cubo de agua helada directo al rostro.
—Arriba, basura —dijo un guardia con voz ronca—. Hoy limpiarás los ventanales del salón norte. Y ni pienses en romper uno… si no quieres que te rompan los dientes.
Lo empujaron por los corredores.
En el trayecto, cruzó la mirada con un sirviente que jamás había visto antes. Un joven delgado, con cicatrices en el rostro y mirada ausente. Llevaba un saco de papeles. Tropezó, y uno de esos papeles cayó a los pies de Víctor.
El guardia lo empujó sin detenerse. Pero antes de irse, el joven susurró sin mover los labios:
—Busca el pasillo del ciervo. Cuarta piedra suelta, al amanecer.
Y siguió caminando.
Víctor no reaccionó. No podía. No debía.
Pero cada palabra quedó tatuada en su mente como fuego.
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Esa noche, fingió dormir.
Los demás niños roncaban. La humedad del calabozo era insoportable. Pero él… solo escuchaba.
Cuando los pasos de los guardias se alejaron, se levantó.
Descalzo. Silencioso.
Cruzó los corredores como una sombra. Ya no era el niño miedoso de hace dos años. Era algo distinto. Algo más frío. Más preciso.
Encontró el pasillo del ciervo: una galería olvidada, decorada con tapices viejos que mostraban escenas de caza. El animal tallado en el arco del muro era imponente, con los ojos vacíos como la esperanza en Belfast.
Contó las piedras.
Una. Dos. Tres…
Cuatro.
Tocó.
Nada.
Empujó.
La piedra cedió apenas. Un clic. Un respiro.
Un tramo de la pared se deslizó con un sonido seco.
Oscuridad.
Pero no una oscuridad común.
Era densa. Cálida. Viva.
Avanzó.
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El pasadizo llevaba hacia abajo. Mucho más profundo de lo que había imaginado. Las paredes estaban cubiertas de símbolos… los mismos que había visto grabados en su celda, en la cocina, en la biblioteca.
No era casualidad.
No era imaginación.
No estaba loco.
Al final del túnel, una cámara subterránea. No había oro. Ni joyas. Solo un altar de piedra agrietado, rodeado de velas apagadas. Y detrás, un mural oculto, cubierto por siglos de polvo.
Lo limpió con las manos temblorosas.
La imagen era clara:
Un niño de ojos oscuros, de pie entre ruinas… y a su alrededor, figuras arrodilladas. Figuras con coronas.
Víctor retrocedió.
No entendía lo que veía. No todavía.
Pero sintió algo.
Como si el castillo lo estuviera llamando. Como si algo enterrado quisiera despertar.
—Llegaste —dijo una voz.
Giró.
El joven de las cicatrices lo observaba desde la entrada, sosteniendo una linterna tenue.
—Te están buscando —dijo—. Pero aún no saben dónde. Aún no saben lo que eres.
—¿Quién eres?
—Uno que también odia.
El joven se agachó junto al altar. Abrió una pequeña rendija en la base. Dentro, había pergaminos, objetos cubiertos con telas, documentos viejos.
Y símbolos. Muchos símbolos.
—No tienes que entenderlo todo ahora —añadió el joven—. Solo escucha. Hay más como tú. Más que odian a Carlos. A Vanessa. A esta mentira de reino. Solo necesitamos tiempo. Y tú… eres nuestra esperanza. Aunque no lo sepas.
Víctor no dijo nada.
Solo miraba el mural.
Y el fuego empezaba a encenderse dentro.
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Esa madrugada, regresó a su celda sin ser visto.
Sus pies estaban sucios. Sus manos llenas de polvo antiguo. Pero en su interior, algo se había movido.
Ya no era solo dolor.
Era propósito.
Y aunque aún no conocía su destino… sabía que no lo viviría arrodillado.
Capítulo 5 – Los que odian en silencio (Parte 2)
El joven de las cicatrices se llamaba Eran.
No dijo su nombre al principio. No explicó por qué lo ayudaba. Solo dejó caer frases sueltas como hojas en el viento.
—No eres el primero que traen aquí.
—Pero sí eres el único que ha durado tanto.
—Ellos creen que te están rompiendo… pero no entienden lo que han despertado.
Eran conocía los pasadizos. Las rutas antiguas que habían quedado selladas tras guerras olvidadas. Conocía los nombres de los nobles que fingían lealtad al trono, pero que por las noches, mascaban su resentimiento con vino amargo.
Y sobre todo, conocía las marcas.
—Son más viejas que Belfast. Más viejas que Carlos. No fueron hechas por hombres… sino por los que vinieron antes. Los que dejaron poder enterrado.
Víctor no preguntó mucho.
No confiaba del todo.
Pero algo en Eran le parecía… familiar.
Dolor. Rabia. Hambre de justicia.
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La conexión fue interrumpida bruscamente a los pocos días.
Durante una cena pública, Carlos organizó un evento de falsa caridad. Invitó a nobles, sirvientes, soldados… y al centro del salón, encadenado como parte del espectáculo, estaba Víctor.
Vestido con ropas harapientas, con la piel manchada por el hollín de las cocinas, fue presentado como “el ejemplo de obediencia”.
Carlos habló alto, entre risas de los asistentes:
—Este muchacho llegó a nosotros como un salvaje. Un niño sin familia, sin rumbo. Pero en nuestro castillo ha aprendido el valor de la disciplina… y del castigo.
Vanessa brindó. Lilith se carcajeó desde su silla decorada con marfil. Todos aplaudieron.
Todos menos Eran, que observaba desde las sombras.
Carlos chasqueó los dedos. Un guardia trajo una cubeta de agua sucia. Otra, llena de comida descompuesta.
—Demuéstrales lo que has aprendido —ordenó Carlos.
Víctor no se movió.
Carlos se acercó.
—Te dije que demostraran obediencia, no silencio.
Víctor bajó la cabeza.
Y lentamente… metió la mano en el agua.
La sala rió. Los nobles aplaudieron como hienas. Vanessa cruzó las piernas con una sonrisa torcida.
Lilith lanzó otra fruta al suelo.
Pero esa noche, algo fue diferente.
Víctor no sintió vergüenza. Ni humillación. Ni miedo.
Sintió desdén.
Por todos.
Porque mientras ellos se reían, mientras lo trataban como un bufón… él memorizaba sus rostros, sus nombres, sus debilidades.
Y cada carcajada era un ladrillo más en la torre de su futura venganza.
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Al terminar la noche, encerrado nuevamente en su celda, no lloró.
Solo repasó mentalmente lo que había visto:
—Eran estaba allí. Observando.
—Tres nobles rieron menos que los demás.
—Un símbolo nuevo en el suelo del salón, tallado con una línea casi invisible.
Y un pensamiento lo acompañó en la oscuridad:
No soy el único.
No estoy solo.
Solo tengo que esperar el momento exacto para golpear.
Y cuando lo haga… todo caerá.