PERTENECES A MI

La noche había caído como un telón de terciopelo sobre la ciudad. Desde la ventana de la habitación que Ayleen le había asignado, Eiden observaba las luces danzantes de los edificios, preguntándose en qué momento exacto su vida se había desviado tan radicalmente de su curso habitual.

El traje que vestía, la habitación elegante, el perfume que aún flotaba en su piel… todo era nuevo, ajeno, y sin embargo, una parte de él empezaba a acostumbrarse a esa sensación extraña de ser visto. De pertenecer a algo. A alguien.

Había pasado todo el día con Ayleen. Desde el desayuno hasta la elección de ropa nueva, cada paso había sido una afirmación silenciosa de que ya no era el chico invisible. Pero también, cada mirada de ella le recordaba que no era del todo libre. No cuando alguien te miraba como si fueras suyo.

Tocaron la puerta con suavidad. No un golpe autoritario, sino un aviso. Eiden giró justo cuando Ayleen entró. Llevaba puesta una bata de satén vino, suelta, pero con una presencia imponente. Sin maquillaje, sin máscaras. Era como si hubiera decidido dejarse ver… y no sabía si eso lo intimidaba o lo atraía más.

—¿Puedo pasar? —preguntó, aunque ya estaba dentro.

Eiden asintió. Ella caminó lentamente hasta el borde de la cama y se sentó, sin decir nada por unos segundos. Él esperaba alguna orden, una crítica, incluso una broma sarcástica. Pero en su lugar, Ayleen habló con una voz baja y sincera.

—¿Sabes lo que más odio de este mundo? —dijo, sin mirarlo—. Que te enseñan a sobrevivir… pero no a sentir. Te enseñan a mentir, a jugar con la gente, a protegerte. Pero nadie te enseña cómo manejar el vacío que queda cuando pierdes algo que nunca supiste cómo sostener.

Eiden la miró en silencio. Por primera vez, no era la hija del mafioso, la chica que imponía miedo, la que hablaba como si poseyera cada rincón. Era solo una joven rota, cargando un mundo que no había elegido.

—¿Qué perdiste? —preguntó con voz suave.

Ella lo miró, y sus ojos oscuros no brillaban como de costumbre. Estaban húmedos.

—A mi madre —respondió—. Se fue… y no volví a sentir que existía para alguien más. Para mi padre solo soy un apellido fuerte. Para los demás, un símbolo. Para los enemigos, un problema. Pero tú…

Se inclinó ligeramente, clavando su mirada en él.

—Tú me viste. No con lástima. No con miedo. Me viste como si aún tuviera algo humano que mostrar.

Eiden sintió un nudo en la garganta. Quiso decir algo, pero las palabras se le escapaban entre los dedos como arena húmeda. Solo atinó a acercarse un poco más.

—No soy tan fuerte como piensas —susurró ella.

—Y yo no soy tan débil como todos creen —respondió él.

Ella sonrió por primera vez esa noche. Una sonrisa real, rota y hermosa.

—Vaya… estás aprendiendo.

—Estoy sintiendo —corrigió él.

Hubo un silencio cómodo. Ayleen desvió la mirada hacia la ventana.

—Hoy, por un momento… cuando caminabas conmigo, cuando te probabas esa chaqueta negra… sentí que todo podía empezar de nuevo. Como si ese chico que quiso saltar conmigo al abismo… hubiera sido rescatado también.

Eiden la miró fijamente.

—Yo no te salvé. Tú me detuviste antes de convertirme en alguien vacío. Antes de borrar lo poco que me quedaba.

Ella se acercó más, hasta que sus rostros estaban apenas separados por el aliento.

—¿Y ahora qué somos? —preguntó ella.

—Dos personas que se encontraron al borde. Que no se soltaron —dijo él.

Ella acarició su mejilla.

—Entonces te advierto algo. Yo no sé amar suavemente. No sé esperar. No sé compartir. Si te quedas… eres mío.

Eiden cerró los ojos y asintió.

—Siempre lo fui.

Ayleen lo besó.

Pero esta vez, no fue un beso de conquista. Fue un beso de promesa. De entrega. De advertencia. Fue fuego contenido, rabia transformada en deseo, necesidad traducida en piel.

Cuando se separaron, ambos respiraban agitados.

—¿Te asustas ahora? —preguntó ella.

—Me asusta no volver a sentir esto —dijo él.

Ella sonrió con una ternura que parecía incompatible con todo lo que era.

—Duerme. Mañana empieza tu verdadero entrenamiento.

—¿Entrenamiento?

—Ser mío tiene un precio. Y no se paga solo con lealtad… se paga con coraje.

Ella se levantó y salió del cuarto. Pero antes de cruzar la puerta, se giró.

—Eiden.

—¿Sí?

—Gracias por quedarte.

Eiden se quedó despierto un rato más. Su pecho ardía. Pero no de miedo. Ardía de certeza. De ese tipo de sensación que solo se tiene una vez en la vida: la de haber encontrado algo que no se puede dejar atrás sin perderse a uno mismo.

Por primera vez, no tenía ganas de huir.

Por primera vez, no quería volver a su antigua vida.

Porque ahora… era de alguien que había elegido verlo. Con todo. Con nada.

Y ese, pensó mientras se acostaba, era un tipo de amor que valía la pena enfrentar.