Mi novio comparte techo con su ex (él insiste en que son solo amigos). Las discusiones son frecuentes y mi intuición me alerta, aunque sin evidencias. Además, un niño con tendencia a los incidentes ha entrado en mi vida y ahora soy su tutora. ¿Por qué este joven ocupa tanto mi mente?
NovelToon tiene autorización de HananFly para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Adiós, Llorona
—¿Tartaletas?—preguntó con genuina sorpresa mientras me ofrecía una mano para levantarme.
Alcé la vista y me encontré con un par de ojos curiosos, enmarcados en un rostro más joven que el mío, aunque este chico me sacaba una buena cabeza. Su mirada era... ¿intensa? Se inclinó hacia mí, demasiado cerca para ser un desconocido. Un carraspeo nervioso escapó de mi garganta antes de responder.
—Sí, esas que tu pie estaba conociendo de cerca hace un momento—dije, señalando el suelo. Él arqueó una ceja, como si yo hablara en pemón, y luego miró hacia el pavimento frío.
—Ah, perdona, es que sin lentes veo borroso—murmuró, acortando de nuevo la distancia hasta que sentí su aliento en mi nariz. Tuvo que agacharse bastante—. ¿Está lloviendo o son lágrimas? ¿O será mi sudor?—añadió, secándose la frente con el cuello de su camiseta deportiva.
Su ligereza no combinaba con mi humor de perros. ¿Era sincero o solo un intento barato de llamar la atención? ¿No era suficiente mi dosis de humillación? Definitivamente, el mundo tenía una alta cuota de gente peculiar.
En ese instante, otro chico, también sudado y con pinta de basquetbolista, se acercó corriendo.
—¡Bro, qué susto nos diste! Toma—le entregó algo que traía en la mano—. Antes de que causes otro caos.
El chico del pelotazo recibió el objeto sin dejar de mirarme con esa intensidad extraña. Su amigo aprovechó para recoger el balón, culpable de todo el desastre.
Sin prestarles más atención, me agaché para recoger los restos de mis destrozadas tartaletas. Deseché los pedazos insalvables con un suspiro resignado. Ni la regla de los cinco segundos podía obrar un milagro aquí.
—¿No te las vas a comer?—su pregunta bordeaba lo absurdo.
—Claro que sí, ¿no ves mi cara de indigente?—mi sarcasmo, siempre oportuno, hizo acto de presencia. Levanté la vista justo cuando el chico de las gafas se irguió frente a mí, ahora con sus lentes puestos. ¡Santo cielo! El cambio era radical. De repente, tenía delante al típico chico guapo de instituto que sale en los anuncios de cremas para adolescentes.
—¿Así le hablas a tu salvador? Vamos, levántate. Te compraré lo que quieras de postre para compensar el balonazo y el destrozo de tus... tartaletas, ¿era?—propuso con una sonrisa que, admito, era bastante encantadora.
—Dudo que tengas dinero, jovencito.
—¿"Mesada" te suena de algo, jovencita? Y solo un despistado saldría sin cash—replicó, con un tono burlón pero sin dejar de mirarme fijamente.
—¿Todo lo que quiera?—pregunté, sintiendo una punzada de curiosidad.
—Bueno, bueno... esa cara de "me lo merezco todo" me está dando miedo. No soy un cajero automático, ¿eh? Intenta no arruinar mi presupuesto tanto como yo arruiné tu merienda. Y rápido, que dejé un partido a medias—concluyó, rozando mi mejilla con su pulgar. Todavía sentía el rastro húmedo de mis lágrimas.
Mordí mi lengua para no soltar alguna de las barbaridades que me rondaban la cabeza. ¡Qué tipo tan... descarado!
Él ya caminaba hacia una panadería cercana a la parada del autobús. Antes de seguirlo, eché un vistazo a la pareja de ancianos que nos observaban desde el banco de la parada, con caras de escándalo.
—¿Qué miran? ¡No es la primera vez que le dan un pelotazo a alguien en la azotea!—protesté sin importarme lo que pensaran.
Aceleré el paso para alcanzar al chico, que caminaba a una velocidad pasmosa. Cada uno de sus pasos equivalía a tres de los míos. ¡Tremendo entrenamiento cardiovascular improvisado!
Al entrar en la panadería, suspiré aliviada por el frescor del aire acondicionado. Él también parecía disfrutarlo, seguramente llevaba horas bajo el sol.
Nos acercamos a la vitrina de los dulces. Todo tenía una pinta deliciosa. Hasta unas tartaletas recién horneadas parecían mucho más apetitosas que las difuntas que yo llevaba.
—No sabía que existía esta panadería—comenté, intentando aligerar el ambiente tenso.
—Yo tampoco—cortó él, sin mirarme.
—¿No eres de por aquí?—insistí, por no quedarme callada.
—¿Y por qué le contaría eso a una desconocida?—su respuesta fue un directo al mentón.
Entendido. No era el alma de la fiesta. O quizás yo le resultaba demasiado "caso perdido" como para entablar conversación.
Dudaba sobre qué elegir. Las tartaletas eran lo lógico, pero los otros postres gritaban "¡cómprame!". Y quizás podría sorprender a Lilly con algo diferente.
—Quiero ese y ese—le dije, señalando dos dulces que me hicieron ojitos. Él se estaba limpiando las gafas, empañadas de nuevo por el calor.
—Pídelos. Yo voy a pagar.
Esperé para darle las gracias —aunque con poco entusiasmo— por su rescate y la compra. Él restó importancia a mis palabras con un gesto de mano.
—Sin rencores, pero si fuera tú, espabilaría para alcanzar el bus—señaló hacia la parada. Tenía que cruzar la calle y el semáforo estaba a punto de cambiar. Solté una maldición mental y eché a correr a toda velocidad. A lo lejos, alcancé a oírle decir: "¡Adiós, Llorona!".
El conductor, sorprendentemente amable, esperó a que subiera. Pero apenas pisé el pasillo, aceleró como si lo persiguiera el mismísimo demonio.
Estuve a punto de aterrizar en el regazo de un señor mayor con una mirada... peculiar. Durante todo el trayecto, no dejó de observarme de una manera que me puso los pelos de punta.
Unos minutos después, noté algo extraño dentro de la bolsa de los dulces. Era la factura. La saqué por curiosidad y leí los datos del cliente.
—¿Leo Alonso?—murmuré. Ese era su nombre.
En ese momento, pensé que la vida no era tan fan de las coincidencias como para que volviera a cruzarme con él. Y en el fondo, me alegraba. ¿Quién querría reencontrarse con alguien que presenció tu momento más "tierra trágame"?
Mientras tanto, Leo había regresado a la cancha con sus amigos, silbando despreocupadamente.
—Hasta que al fin llegas, Pri. Menudo show montaste. Te estuvimos esperando un buen rato.
—Nos vimos la película en primera fila—intervino otro, riendo.
—Ni a mí me invitas dulces, traidor—terció un tercero, con tono de broma.
—Ya ves cómo son. Puros celos—añadió otro.
—Ugh, dejen sus dramas—rezongó Leo, con fastidio—. No tuve opción, la chica se puso a llorar y a gritar de repente, como si no hubiera un mañana.
—¿Y? ¿Le pediste el número, al menos?—El silencio se hizo incómodo.
—¿Era necesario?—respondió finalmente Leo, encogiéndose de hombros.
—Por eso sigues soltero, hermano. ¡Qué desperdicio! Con lo linda que era...
—Sí, y con un humor de perros. Vamos a jugar de una vez, que me urge una pizza.