"Sin Reglas"
París Miller, hija de padres ausentes, ha pasado su vida rompiendo reglas para llamar su atención. Después de ser expulsada de todas las escuelas, sus padres la envían a una escuela militar dirigida por su abuelo. París se niega, pero no tiene opción.
Allí conocerá a Maximiliano, un joven oficial obsesionado con las reglas. El choque entre ellos será inevitable, pero mientras París desafía todo, Maximiliano deberá decidir si seguir el orden... o aprender a romper las reglas por ella.
Una comedia romántica sobre rebeldes, reglas rotas y segundas oportunidades.
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capitulo 5
Narrado por Paris Miller.
El sonido de los gritos resonaba por todo el internado. Cada paso que daba hacia el patio de deportes era un recordatorio de lo que me esperaba. No era nada nuevo. Ya me había acostumbrado a que las paredes de este lugar estuvieran llenas de órdenes y mandatos. Pero hoy era diferente. Hoy no iba a seguir las reglas. Hoy iba a demostrarles que no iba a ser una muñeca de trapo para que me manipularan a su antojo.
— ¡Vamos, Paris! ¡Corre! — gritó uno de los instructores, un tipo de aspecto militar que no podía haber sido más desagradable. Sus ojos fríos me observaban mientras me levantaba de la cama. Mi cuerpo estaba tembloroso, ya no por el cansancio, sino por la furia acumulada dentro de mí.
— ¡A tus órdenes, señor! — respondí con sarcasmo, mientras me levantaba con la mirada desafiante, pero por dentro deseaba esconderme debajo de las sábanas. Lo único que quería era evitar el gimnasio y sus malditas actividades.
Cuando llegué al campo de deportes, me di cuenta de la diferencia entre mí y el resto de los internos. Ellos, todos mayores de edad, parecían fuertes, musculosos, confiados. Yo… bueno, yo era la pequeña, la más débil, la que no podía correr ni un metro sin sentir que me ahogaba. Mis piernas eran flacas
Para mantenerme en marcha, aunque cada célula de mi cuerpo me gritaba que me detuviera.
Mi respiración era más errática ahora. Pensaba que si no me detenía pronto, terminaría derrapando por el suelo, completamente agotada. Pero no lo hice. No podía hacerlo, no por ellos, no por Maximiliano. Lo hacía por mí, aunque fuera una causa perdida.
Me quedé mirando al grupo de internos que estaban al otro lado del campo, todos corriendo como si fueran atletas de élite. ¿Qué hacía yo aquí? No pertenecía a este lugar. Era la niña rica, la rebelde, la que siempre había estado acostumbrada a tener lo que quería sin esfuerzo, y aquí, en este internado, la vida me lo estaba cobrando de la manera más cruel posible.
— ¡Esto es una locura! — grité, tratando de llamar la atención de alguien, pero nadie se detuvo, y Maximiliano seguía con su mirada fija y fría, esperando que cumpliera con su absurda orden.
Pero, al final, no pude más. Mis piernas cedieron, y caí de rodillas en el suelo, jadeando por aire. No me importaba si me regañaban, si me castigaban, si alguien me miraba con desdén. Estaba agotada, mi cuerpo no aguantaba más.
Maximiliano se acercó, y aunque su rostro seguía siendo una máscara de autoridad, pude ver algo en sus ojos. No sabía qué era, pero algo parecía cambiar. Quizá era cansancio o solo indiferencia, pero en ese momento, me di cuenta de que a pesar de su postura dura, no le gustaba ver a los demás sufrir. Aunque no iba a dar el brazo a torcer, algo en su actitud cambió, aunque no lo demostrara.
— Te dije que siguieras corriendo — dijo, y su voz sonaba aún más autoritaria que antes.
— ¡No puedo más! — grité entre lágrimas, la rabia y la frustración desbordándose. Estaba a punto de explotar. — ¡Me están matando! ¡Es injusto! ¿Por qué no puedo ser como ellos? ¿Por qué no puedo hacer esto? ¡Quiero irme de aquí!
Maximiliano me miró por un momento, y entonces, como si por fin se diera cuenta de lo que estaba pasando, dio un paso atrás.
— ¿Y qué quieres que haga? — preguntó, su tono más bajo ahora, pero aún firme. — ¿Que te deje ir? Aquí no hay lugar para debiluchos. Tienes que seguir adelante, Paris.
Mi cabeza estaba a punto de estallar. Mi respiración era rápida y agitada. Sentía como si el aire se me escapara, y la presión en mi pecho no desaparecía. Todo lo que había acumulado en esos días de sufrimiento, de frustración, de soledad, se desbordó de una vez.
No dije nada más. Me quedé en el suelo, mirando la arena bajo mis manos. Cada músculo de mi cuerpo me dolía, pero lo peor era la sensación de impotencia. Yo no quería ser aquí. No quería seguir este juego cruel.
Pero eso no importaba. En ese internado militar, no había lugar para los débiles, ni para las que no podían seguir las reglas. Y yo, por más que lo odiara, tendría que aprender a adaptarme. O seguiría siendo la niña rebelde, débil y rota que no podría soportar ni una sola vuelta más de este espiral.
Lo único que me quedaba era seguir. Y no podía decidir si eso era lo peor o lo mejor de todo.
[...]
narra Maximiliano.
Maximiliano observó desde un rincón, su expresión inmutable. París estaba en el suelo, agotada, llorando de frustración, y aunque la escena le resultaba algo fuera de lo común, no podía permitir que su posición cambiara. Era el encargado de mantener el orden, de hacer cumplir las reglas, sin importar cuánto quisiera ella saltárselas o cómo tratara de manipular las situaciones con su actitud.
Siempre había sido así: firme, rígido, inflexible. Y aunque dentro de él, una pequeña parte le decía que se acercara, que la ayudara, que tal vez la situación ya había llegado demasiado lejos, su deber era el de mantener el control, no ceder ante las debilidades. Era un internado militar, no un lugar para ser indulgente. No podía dejar que su rol se viera comprometido por la queja de una niña, por más que fuera la nieta del director.
"Esto es un internado militar", pensó, como un mantra. No había espacio para debilidad ni excusas. Su padre le había enseñado eso desde pequeño, y el entrenamiento que había recibido le había impregnado esa idea en cada fibra de su ser.
Pero, por alguna razón, ver a París caer de rodillas, tan furiosa y vulnerable, hizo que algo dentro de él se removiera. Ella no era como los otros internos. No encajaba con su entorno, y lo sabía. Pero su orgullo y su naturaleza obstinada le impedían ver la realidad con claridad. No podía ser blando con ella. No podía dar marcha atrás.