🌆 Cuando el orden choca con el caos, todo puede pasar.
Lucía, 23 años, llega a la ciudad buscando independencia y estabilidad. Su vida es una agenda perfectamente organizada… hasta que se muda a un piso compartido con tres compañeros que pondrán su paciencia —y sus planes— a prueba.
Diego, 25, su opuesto absoluto: creativo, relajado, sin un rumbo claro, pero con un encanto desordenado que desconcierta a Lucía más de lo que quisiera admitir.
Carla, la amiga que la convenció de mudarse, intenta mediar entre ellos… aunque muchas veces termina enredándolo todo aún más.
Y Javi, gamer y streamer a tiempo completo, aporta risas, caos y discusiones nocturnas por el WiFi.
Entre rutinas rotas, guitarras desafinadas, sarcasmo y atracciones inesperadas, esta convivencia se convierte en algo mucho más que un simple reparto de gastos.
✨ Una historia fresca, divertida y cercana sobre lo difícil —y emocionante— que puede ser compartir techo, espacio… y un pedacito de vida.
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Capítulo 4 – La cena imposible
Lucía llegó al piso agotada después de su día de prácticas y su encuentro casual con Diego en su descanso. Lo único que quería era ducharse, ponerse el pijama y cenar tranquilamente sin ninguna otra sorpresa que pueda presentarse antes de terminar el día.
Pero el olor a humo la recibió antes de abrir la puerta de la cocina y supo que la tranquilidad que deseaba para finalizar el día agotador no iba a suceder.
—¡Diego! —gritó Carla, entre toses—. ¡Se está quemando!
Lucía corrió sin saber con que se iba a encontrar y lo encontró allí a Diego, con un trapo en la mano, abanicando desesperado una sartén de la que salía humo negro como si estuvieran invocando a un demonio culinario.
—Tranquilas, lo tengo controlado —dijo, aunque estaba claro que no lo tenía. Sus ojos llorosos lo delataban.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó Lucía, con los ojos como platos sin creer lo que veía.
—Cena para todos. —Diego tosió—. O al menos… lo que iba a ser cena. —Levanto con orgullo un trozo carbonizado que, en otra vida, quizás había sido pechuga de pollo o algo similar.
Javi apareció con una bolsa de patatas fritas, apoyado en el marco de la puerta como si observará un espectáculo muy entretenido.
—Por eso nunca cocino. Es mucho más seguro abrir esta bolsa que cocinar.
Lucía suspiró, abrió la ventana y tomó el control de la cocina.
—Aparta. —Le quitó la sartén de las manos con firmeza—. Si sobrevivo a mi jefa, no pienso morir intoxicada en mi propio piso.
En menos de diez minutos, había preparado una tortilla decente, mientras Diego la miraba con expresión de cachorro regañado, brazos cruzados y la frente arrugada como si estuviera en penitencia.
—Vale, lo admito —dijo él—. Cocinar no es lo mío.
—Ni respirar sin supervisión, por lo visto —respondió Lucía, colocando la sartén en la mesa.
Carla aplaudió, todavía con los ojos rojos por el humo.
—¡Equipo! Esto sí que es una convivencia.
Se sentaron todos alrededor de la mesa improvisada: platos desparejados, vasos de plástico y la tortilla como plato estrella. Javi le echo ketchup sin piedad, Carla corto la tortilla en porciones desiguales y Diego, solemne, se sirvió como si estuvieran en un restaurante cinco estrellas. Entre broma y broma, la tensión del humo se disipó.
—Brindo por la nueva era del piso 4B —dijo Carla, levantando su vaso de refresco.
—Brindo por Lucía, nuestra chef salvadora —añadió Javi.
Diego no apartó los ojos de ella.
—Y yo brindo porque, aunque diga que me odia, en el fondo se alegra de que yo esté aquí.
Lucía se atragantó con el bocado.
—¿Perdona?
Carla y Javi estallaron en carcajadas. Diego sonrió satisfecho, como quien acaba de ganar un punto en un partido que nadie más estaba jugando.
Lucía trató de disimular, pero sus mejillas se tiñeron de rojo.
La cena terminó entre carcajadas, platos a medio lavar y un Diego que, pese a sus “dotes culinarias”, parecía cada vez más difícil de ignorar.
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