Un hombre que a puño de espada y poderes mágicos lo había conseguido todo. Pero al llegar a la capital de Valtoria, una propuesta de matrimonio cambiará su vida para siempre.
El destino los pondrá a prueba revelando cuánto están dispuestos a perder y soportar para ganar aquella lucha interna de su alma gemela.
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capítulo 4
En un lugar donde los muros se alzaban como gigantes de piedra y las torres se perdían en el cielo, se erguía el Templo de los Susurros. Decían que nada, ni criatura ni viento, podía cruzar sus puertas sin la aprobación de los dioses.
Dentro, el silencio era ley… roto solo por el murmullo perpetuo de las oraciones. Magos blancos, envueltos en túnicas impecables, se deslizaban como corrientes de luz entre pasillos y patios. Algunos sanaban en los jardines, bajo la sombra perfumada de flores sagradas; otros ofrecían plegarias y tributos en altares bañados por la luz dorada.
En las entradas, el grupo de élite tejía protecciones invisibles: sus manos resplandecían con una magia tan pura que el aire parecía vibrar, como si cada partícula se arrodillara ante ellos.
En la cúspide de esa estructura de fe y poder, bajo la mirada de los dioses, reinaba el Supremo, joven y temido, que administraba y controlaba el templo con la certeza de quien ve más allá de la carne.
El Templo existía para contener y purificar la magia oscura, para ser un faro inquebrantable frente a toda corrupción y demonio. Por las noches, sin embargo, los muros susurraban. Eran los ecos del mal atrapado en su interior, gritos lejanos que se mezclaban con el ulular del viento.
En uno de los recintos más apartados vivía Aria, custodiada como un secreto que no debía pronunciarse. A su lado estaba Mita, su maga personal, tan inseparable como una sombra fiel, y Lauren, su guardián: un hombre cuya existencia giraba en torno a protegerla… incluso de las miradas. Ni él ni ninguno de los magos había visto jamás su rostro, pues un velo oscuro cubría sus facciones.
Mientras las túnicas blancas de los magos eran símbolo de pureza, Aria vestía ropajes tan oscuros como la medianoche, cayendo hasta rozar el suelo. El velo ocultaba su cuerpo entero, guantes cubrían sus manos; no dejaba escapar ni un solo mechón de cabello. Nadie, excepto el Supremo, conocía lo que se escondía tras aquella tela.
El Supremo era un joven marcado por un don que lo había elevado tras la muerte de su predecesor: la capacidad de ver las auras impuras y detectar lo oscuro en cualquier alma. Bastaba una mirada para que los pecados y deseos más escondidos se revelaran ante él como tinta sobre pergamino. Era su bendición y su condena… y el arma que lo había convertido en el guardián supremo de la pureza.
En el pasillo más profundo del templo, al final de una escalera estrecha y olvidada, se hallaba la habitación de Aria. Solo una herida de luz rojiza del atardecer se filtraba por su única ventana, teñida por los muros que bloqueaban la visión del cielo abierto.
Allí, en la penumbra, Aria sostenía una taza de té entre sus manos enguantadas. El silencio la abrazaba como un sudario. Levantó ligeramente el velo para beber; al soplar la superficie humeante, el vapor dibujó un rostro masculino, de facciones duras y ojos color avellana, sobre el líquido. El sobresalto le cortó la respiración.
Y entonces, un trueno de cascos retumbó en sus oídos. Aquel sonido era ajeno al templo, extraño y amenazante. La taza se le escurrió de las manos, estrellándose contra el suelo: el té se derramó en una mancha roja, como sangre recién vertida.
Mita golpeó la puerta, pidiendo permiso para entrar.
—Solo fue un accidente —respondió Aria, ya cubierta, aunque su voz traicionó un leve temblor.
Un segundo golpe, más firme, quebró la calma.
—Señorita, el Supremo está aquí —anunció la voz grave de Lauren, antes de abrir.
El aire se tensó. Aria cerró los ojos y sintió un escalofrío recorrerle la piel mientras pasos lentos, seguros, avanzaban hacia ella.
—Aria, ¿cómo estás hoy? —preguntó la voz suave, casi angelical, del Supremo. Era una dulzura que contrastaba con la magnitud de su poder.
Una mano cálida se posó en su mejilla, guiando su rostro hacia él. Y aunque el velo seguía cubriéndola por completo, Aria sabía que, a través de esos ojos, estaba totalmente desnuda.