Alma Rota

Los días pasaron con una quietud tensa. Ángela había vuelto a casa y, a pesar de lo ocurrido, se veía extrañamente feliz. Por mi parte, el silencio de Camilo me pesaba, aunque sabía que era lo mejor. Mis padres me vigilaban de cerca, y la última vez que lo vi me dijo que lo habían amenazado con hacerme daño si volvía a verme.

Mientras tanto, Ángela estaba inmersa en los preparativos de su compromiso y boda. Al parecer, su prometido no quería perder más tiempo y había propuesto que ambos eventos fueran el mismo día. Mi madre, con una sonrisa que me puso los pelos de punta, me anunció que ese día tendría una "sorpresa". Sus palabras me llenaron de un miedo profundo; su afecto nunca había sido genuino conmigo, y una "sorpresa" suya solo podía significar problemas.

Una noche, mientras me preparaba para dormir, recibí un mensaje de Camilo. Quería verme en su apartamento en una hora. Era una locura, pero la idea de encontrarme con él me invadió. Hacía casi una semana que no lo veía y sentía que me faltaba el aire. Tenía que ir. Salí de mi habitación en silencio, verificando que todos se hubieran acostado para poder escapar, como siempre lo hacía.

Afuera de mi ventana, un gran árbol se alzaba, mi propia escalera a la libertad. Descendí por las largas ramas hasta sentir el suelo bajo mis pies. Me arrastré por el inmenso jardín, escondiéndome entre las sombras para evitar a los guardias de seguridad. Cuando estuve en un punto ciego, escalé las rocas de la pared de tres metros que me separaba del mundo. Una vez arriba, respiré hondo y caminé hasta una esquina donde otro árbol, mucho más grande que el de mi ventana, me ofreció otra vía de escape.

Después de una gran travesía, finalmente llegué al suelo. Miré a mi alrededor y, al ver que nadie se había dado cuenta de mi huida, empecé a caminar con la paranoia de una criminal, mirando hacia atrás en cada paso. Al cruzar una esquina, la luz cegadora de un auto me golpeó la cara, dejándome ciega por unos instantes. Fue tiempo suficiente para que el conductor bajara a toda prisa y me tomara por la mano.

—¿A dónde piensas que vas? —su voz me sonaba familiar, pero la luz me impedía verlo.

—¡Suéltame! ¿Quién se cree que es para agarrarme así? —grité, furiosa.

El hombre me arrastró hacia su auto. Forcejeé para que me soltara, pero fue inútil. Su fuerza era muy superior a la mía, y mi corazón latía con la certeza de que algo horrible estaba a punto de pasar.

—¡Qué le pasa! Esto es un secuestro —grité, forcejeando contra su agarre, pero el hombre me arrastró sin piedad hacia su auto.

—Eres una joven muy atrevida. ¿Acaso pensabas ir a verte con tu amante?

Cuando finalmente la luz dejó de cegarme, lo reconocí. Era el mismo desconocido con el que tropecé en la clínica. Su rostro, tallado por los dioses, era imposible de olvidar.

—¿Quién es usted? ¿Por qué me quiere secuestrar? —Mi voz temblaba; el terror se había apoderado de mí.

—Ja, ja, ja, no seas tan tonta —dijo, encendiendo un cigarrillo y mirándome a los ojos—. Pronto sabrás quién soy. Y en cuanto a secuestrarte, te advierto que serás mía, así que no hay necesidad de hacer algo así.

Un miedo helado recorrió mi cuerpo, erizando cada vello.

—¿A qué se refiere? —pregunté, con la voz apenas un susurro.

—Ya lo sabrás.

Sin decir nada más, puso el auto en marcha. El motor rugió y, en un abrir y cerrar de ojos, estábamos frente a mi casa. Esperaba que nadie abriera las puertas a esa hora, pero para mi sorpresa, los guardias lo dejaron pasar sin problemas. Mis padres estaban en la entrada, mirándome con desaprobación.

—Baja del auto —ordenó mi captor con frialdad.

—Prefiero quedarme aquí —murmuré, más para mí que para él.

—Nadie te hará daño, confía en mí.

Algo muy extraño estaba pasando. Salí del auto con cautela, sin alejarme de él. El hombre se dirigió a mis padres y les soltó una advertencia escalofriante.

—Espero que la próxima vez la cuiden mejor. Y les advierto que si ella escapa, no tendré piedad con ustedes... Ah, y no se les ocurra hacerle daño, porque sería lo peor que pudieran hacer.

Sin una palabra más, se alejó. Ese hombre era un misterio, y me intrigaba la forma en que mis padres lo respetaban. Se quedaron inmóviles, sin decir una palabra.

Una vez adentro, mi padre me envió a mi habitación, advirtiéndome que si se me ocurría escapar de nuevo, me arrepentiría toda mi vida. No discutí. Sabía que no me darían explicaciones.

Sola en mi cuarto, marqué el número de Camilo. No respondió. A pesar de estar enojada, sentía que debía haberle explicado la situación. La noche fue larga. Mi mente divagaba, buscando respuestas a lo ocurrido y al silencio de Camilo, impidiéndome dormir.

La Boda y una Bofetada de Realidad

Los días pasaron volando. El desconocido y Camilo no volvieron a contactarme. Ayudé a mi hermana con los preparativos de su boda. Aunque no conocía al novio, me caía bien por el simple hecho de hacerla feliz.

—Tráeme el velo —ordenó Ángela, con su tono autoritario de siempre, al cual yo ya estaba acostumbrada.

Fui por el velo, pero cuando se lo entregaba, lo soltó a propósito, con una sonrisa burlona. Mi madre, Lucrecia, se molestó.

—¿Qué crees que estás haciendo? —dijo mi madre, con la voz cargada de odio.

—Solo fue un accidente, madre. Ella no lo hizo a propósito —intervino Ángela, fingiendo defenderme.

—¡Lárgate de aquí! Gracias al cielo, hoy nos deshacemos de ti —Lucrecia no midió sus palabras, y un escalofrío me recorrió.

—¿A qué te refieres, madre? —pregunté, confundida.

Lucrecia me sacó de la habitación de Ángela sin darme explicaciones. El mal presentimiento que siempre me había acompañado se hizo más fuerte. El miedo me consumió. No tenía idea de lo que iba a pasar ese día, y lo peor es que no sabía cómo defenderme.