Salomé Lizárraga es una joven adinerada comprometida a casarse con un hombre elegido por su padre, con el fin de mantener su alto nivel de vida. Sin embargo, durante un pequeño viaje a una isla en Venezuela, conoce al que se convertirá en el gran amor de su vida. Lo que comienza como un romance de una noche resulta en un embarazo inesperado.
El verdadero desafío no solo radica en enfrentarse a su prometido, con quien jamás ha tenido intimidad, sino en descubrir que el hombre con quien compartió esa apasionada noche es, sin saberlo, el esposo de su hermana. Salomé se encuentra atrapada en un torbellino de emociones y decisiones que cambiarán su vida para siempre.
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Una revelación inesperada
Mis padres habían botado la casa por la ventana. La mansión estaba decorada con un gusto exquisito; mi madre, como siempre, se había esmerado en preparar un gran banquete digno de reyes. A pesar de haber invitado solo a los amigos más allegados, parecía un gran evento social. No cabía duda de que estaban contentos con la llegada inesperada de mi hermana Ernestina.
—Ernestina, pensé que no volvería a verte. Durante todo este tiempo no habíamos tenido noticias tuyas y aún no hemos conocido a ese hombre que te tiene tan enamorada. ¿Se puede saber dónde está? —le pregunté con ansias mientras miraba alrededor del salón buscándolo entre los invitados.
—No comas ansias, Salomé. Ya lo vas a conocer. Me acaba de pasar un mensaje y viene en camino. Estoy segura de que te vas a llevar muy bien con él.
Justo en ese momento, se abrió la puerta de la sala y todos nos quedamos expectantes. Sin embargo, se trataba de mi prometido, Diego, quien al verme, enseguida caminó hacia mí, ignorando a los demás invitados que se encontraban en el salón. Estaba ansioso por saber cómo me había ido en la isla y por qué no había respondido sus llamadas.
—Cariño, ¿pero dónde estabas metida? Me tenías angustiado. ¿Qué te pasó en el pie? —dijo abrazándome con fuerza. No cabía duda de que Diego me amaba; su actitud me hizo sentir muy mal. Inmediatamente, los remordimientos comenzaron a invadirme, haciéndome sentir como la peor de las mujeres.
—No te preocupes, Diego, no fue nada. Es una herida sin importancia.
—¿Pero cómo vas a decir que no es importante? Casi no puedes apoyar el pie. Tiene que verte un médico.
—Cálmate, Diego, ya me vio un doctor y todo está bien.
—¿Y por qué no atendías mis llamadas? Me tenías realmente preocupado. Es que no debí dejarte ir a ese viaje con tus amigas.
—Pero ya bájale dos rayitas, querido cuñado. Estás tan ofuscado que ni siquiera te has dignado a saludarme.
—Tienes razón, Ernestina. Disculpa, pero sabes que tu hermana es el amor de mi vida, y si llegara a pasarle algo, me muero.
—Te entiendo, porque lo mismo siento por mi marido. Ambos estamos muy enamorados y desde que nos casamos, es la primera vez que nos separamos tanto tiempo.
En ese momento, sonó el timbre de la puerta.
—¡Ay! Debe ser mi esposo. Ya me estaba preocupando, como Diego. Tenía que haber llegado hace rato —dijo Ernestina, sin quitar la mirada de la puerta.
La puerta del salón se abrió y entró Pepe, el chofer que a su vez hacía de mayordomo, la mano derecha de mis padres desde hace muchísimos años.
—Acaba de llegar el esposo de la señora Ernestina. —dijo con un aire de formalidad.
—Pero hazlo pasar, Pepe. Todos lo estamos esperando —dijo mi madre ansiosa. Todos teníamos la curiosidad de conocer al hombre por el que mi hermana había dejado su vida de opulencia para vivir con modestia.
Las miradas estaban centradas en la puerta del enorme salón, especialmente las de mis padres y las mías. Teníamos mucha curiosidad por saber quién era realmente ese hombre que había logrado enamorar a Ernestina.
Cuando por fin la puerta se abrió, mis ojos se quedaron abiertos sin pestañear. Un escalofrío recorrió mi cuerpo mientras sentía que las piernas comenzaban a fallarme; literalmente, estaba a punto de desmayarme. Ernestina salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y le dio un beso en la boca como si tuviera años sin verlo. Luego se dirigió a todos para presentarlo formalmente. Fue en ese momento que nuestras miradas se cruzaron, y él se dio cuenta de mi presencia, lo que provocó que sintiera el mismo impacto que yo.
—Familia, les presento formalmente a mi amado esposo, el doctor Alberto Medina.
—Bienvenido, Alberto. Soy MarinaLizárraga, la madre de Ernestina —dijo mi madre mientras lo observaba de arriba abajo. Yo permanecía a cierta distancia, al lado de Diego, petrificada. Solo quería tener el poder para que se abriera la tierra y poder desaparecer de allí.
—Caramba, así que tú eres el hombre por quien mi hija decidió dejar la comodidad de su hogar —dijo mi padre, extendiendo su mano, mientras Alberto se veía pálido y nervioso, pero no precisamente por conocer a sus suegros. —Soy Armando Lizárraga, el patriarca de esta familia. Bienvenido.
—Mucho gusto, señor —dijo Alberto, tragando grueso mientras me miraba, sin entender mi presencia allí. Pero no pasó mucho tiempo para que se enterara de la horrible verdad.
—Salomé, por favor ven, no te quedes allí parada. Quiero presentarte a Alberto —dijo Ernestina eufórica, mientras Alberto tenía una expresión de no entender qué tenía que ver yo con la familia.
—Ay, perdón. Salomé, si es verdad que casi no puedes apoyar tu pie —dijo Ernestina, acercándose a mí mientras tomaba por el brazo a Alberto.
—Cariño, esta mujer tan bella que ves aquí es mi hermana menor, Salomé.
Aquellas palabras de Ernestina causaron una impresión en Alberto. Ambos nos quedamos mirando fijamente a los ojos, sin poder articular palabra alguna. No sabíamos qué hacer; fue un momento realmente incómodo del que no sabíamos cómo salir airosos. Pero yo me sentía humillada, porque no podía creer que, estando casado, pudiera atreverse a tener una aventura, y que precisamente yo era la mujer que había elegido. La imagen que tenía de Alberto se desmoronó en cuestión de segundos. Pensé por un momento desenmascararlo, pero también yo había sido infiel a Diego, y si hablaba, el escándalo podía terminar en una verdadera desgracia. Pensé en mis padres, en el dolor que iba a causar a mi hermana; la verdad no sabía qué era lo mejor.
—¿Pero qué les pasa? Se han quedado mudos —dijo Ernestina con una sonrisa ingenua, ignorando lo que estaba pasando. Así que tuve que reaccionar y tomar la decisión de decir la verdad o callarme para siempre.
(…)