— ¡Suéltame, me lastimas! —gritó Zaira mientras Marck la arrastraba hacia la casa que alguna vez fue de su familia.
— ¡Ibas a foll*rtelo! —rugió con rabia descontrolada, su voz temblando de celos—. ¡Estabas a punto de acostarte con ese imbécil cuando eres mi esposa! — Su agarre en el brazo de Zaira se hizo más fuerte.
— ¿Por qué no me dejas en paz? —gritó, sus palabras cargadas de rabia y dolor—. ¡Quiero el divorcio! Ya te vengaste de mi padre por todo el daño que le hizo a tu familia. Te quedaste con todos sus bienes, lo conseguiste todo... ¡Ahora déjame en paz! No entiendes que te odio por todo lo que nos hiciste. ¡Te detesto! —Las lágrimas brotaban de sus ojos mientras su pecho se llenaba de impotencia.
Las palabras de Zaira hirieron a Marck. Su miedo más profundo se hacía realidad: ella quería dejarlo, y eso lo aterraba. Con manos temblorosas, la atrajo bruscamente y la besó con desesperación.
— Aunque me odies —murmuró, con una voz rota y peligrosa—, siempre serás mía.
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Capitulo 3: La Miseria 1
NARRADORA
8 años después
Los días se convertían en semanas, y las semanas en meses. Después de la muerte de Octavio, la vida de Clara y Marck se había reducido a una lucha constante por sobrevivir. Clara intentaba mantener la esperanza, pero el dolor de la pérdida y la presión de las deudas la habían debilitado más de lo que se atrevía a admitir. Ya no era la mujer fuerte que alguna vez había sido, aquella que siempre había tenido una sonrisa para Marck y un plan para el futuro. La muerte de Octavio, el hombre que había sido su sostén, la había dejado rota. La enfermedad la mantenía en cama la mayor parte del tiempo, incapaz de trabajar o incluso de mantener su propio hogar en condiciones.
El departamento donde vivían era una sombra del hogar que alguna vez tuvieron. Oscuro, húmedo y pequeño, cada rincón recordaba a Marck lo lejos que habían caído. El sonido constante de goteras, el frío que nunca desaparecía, y la falta de comida lo hacían sentir como si vivieran en una prisión. Marck, con tan solo 14 años, había asumido la responsabilidad de cuidar a su madre. Sin dinero, sin recursos, y con una creciente desesperación, el resentimiento en su interior ardía con más fuerza cada día. Todo lo que les había pasado, cada sufrimiento, cada noche de hambre, lo atribuía a un solo hombre: Fabián.
— Mamá, toma, te hice un té —dijo Marck suavemente, mientras se acercaba a su madre, quien descansaba sobre una colchoneta desgastada en la sala.
Clara alzó la vista y esbozó una sonrisa débil. Con esfuerzo, se incorporó un poco mientras Marck la ayudaba a sostener la taza caliente.
— Gracias, hijo —murmuró, tomando un sorbo—. De verdad lo siento... en estos momentos deberías estar estudiando, preparándote para tu futuro, y no aquí cuidándome.
Marck, siempre tratando de mantener la compostura, le sonrió con ternura, aunque en sus ojos se notaba la fatiga de alguien que ha cargado con más de lo que debería.
— No, mamá. Primero es tu salud —respondió firme.
Cuando Clara terminó el té, Marck se levantó y recogió la taza con cuidado. Al entrar en la cocina, la tristeza lo envolvió como un manto. El frigorífico estaba prácticamente vacío, solo quedaban unas sobras olvidadas y un poco de agua. No había más comida, ni dinero para comprarla. Todo aquello lo oprimía, pero no podía permitirse derrumbarse. No con su madre dependiendo de él.
Apretó los dientes y sacudió la cabeza, como para expulsar los pensamientos oscuros que lo acechaban. En su mente, la imagen de Fabián, el antiguo socio de su padre, se había convertido en el villano de su vida. Fabián, el hombre que había traicionado a su padre, que lo había llevado a la ruina y a la desesperación. La ruina que había terminado con su muerte. Marck lo odiaba con cada fibra de su ser. Un día haría que pagara por todo, pero por ahora tenía que centrarse en sobrevivir.
Salió de la cocina intentando no hacer ruido.
— Mamá, tengo que irme ya. La señora Palmer me pidió que la ayudara con sus perros hoy, con lo que me pague podremos comprar algo de comida y quizás medicinas. No es mucho, pero servirá por ahora.
— Gracias, hijo... eres el mejor —respondió Clara con voz apagada, su mirada llena de una mezcla de gratitud y tristeza.
Marck se acercó a ella y le dio un beso suave en la frente. Le aterraba dejarla sola en ese estado, pero no tenía otra opción. Su madre era su prioridad, y haría lo que fuera por ella, incluso si eso significaba quebrantar la ley.
Al salir del departamento, el aire frío de la tarde le golpeó el rostro. Con pasos decididos, se dirigió al supermercado que había estado vigilando los últimos días. Era un mercado pequeño, pero siempre abarrotado de gente. Los vendedores parecían demasiado ocupados como para notar si algo desaparecía de vez en cuando. Marck había aprendido a moverse con sigilo, analizando cada movimiento, cada oportunidad.
Desde la primera vez que su madre cayó enferma, él había empezado a robar para sobrevivir. Le mentía, diciéndole que ganaba lo suficiente limpiando carros y cuidando perros, pero la realidad era otra. El dinero que ganaba haciendo trabajos pequeños no alcanzaba ni para las medicinas más baratas. Había intentado de todo, pero siempre terminaba volviendo a lo mismo: el robo.
Marck no solo robaba comida. Con el tiempo, se había vuelto más astuto, más arriesgado. A veces hurtaba medicinas de las farmacias, ropa de los almacenes y, cuando la ocasión lo permitía, dinero de los bolsillos de algún transeúnte despistado. Cada vez que lograba regresar a casa con algo que aliviara su situación, sentía una mezcla amarga de culpa y satisfacción. Sabía que no estaba bien, pero ¿qué más podía hacer? Todo lo hacía por su madre.
Ella nunca lo sabría, jamás podría permitirse que lo viera como un criminal. Para Clara, él seguía siendo su hijo, su héroe. Y Marck se aseguraría de que esa imagen nunca se rompiera, sin importar el precio que tuviera que pagar.
......................
Fabián había dejado atrás todo rastro de su antigua vida en Argentina. En los últimos ocho años, había vivido en Italia rodeado de lujos, en una villa en la Toscana que parecía sacada de un cuadro renacentista.
Había logrado empezar de nuevo, lejos del pasado que lo perseguía. Su fortuna crecía sin parar, impulsada por su visión empresarial y, por supuesto, por la traición que le había permitido apoderarse de la fábrica de Octavio. No sentía remordimientos; para Fabián, todo lo que había hecho era justificable. Después de todo, solo los fuertes sobreviven en el mundo de los negocios.
Había utilizado el dinero que obtuvo de la ruina de Octavio para fundar una nueva empresa textil en Europa, esta vez con una visión más moderna y ambiciosa. "Fabiano Moda" había comenzado como una pequeña fábrica en Florencia, pero gracias a sus conexiones y su habilidad para ver oportunidades donde otros veían riesgos, la empresa creció rápidamente. Ahora, Fabiano Moda tenía sucursales en Milán, París, Londres y Berlín, y su marca era sinónimo de lujo y exclusividad.
Fabián se enorgullecía de su éxito, pero lo que más satisfacción le daba era la oportunidad de compartirlo con sus hijos. Aunque su esposa Isabel se había quedado en casa ese día por no sentirse bien, Fabián decidió llevar a sus tres hijos a la fábrica principal en Florencia para mostrarles, con orgullo, el imperio que había construido. Sabía que, algún día, ellos heredarían todo, y quería que entendieran el valor de lo que tenían.
El día estaba despejado, y un sol brillante iluminaba las fachadas renacentistas de Florencia. Fabián llegó con sus hijos en un coche de lujo, un Maserati negro que reflejaba el éxito que había logrado. Mientras bajaban del coche, los tres niños lo observaban con una mezcla de admiración y curiosidad. Alonso, con 14 años, era el mayor y ya empezaba a comprender el mundo de los negocios. Nicolás, de 12, aún conservaba esa mezcla de inocencia y rebeldía propia de la adolescencia. Y Zaira, la pequeña de 8 años, con sus grandes ojos curiosos, caminaba de la mano de su padre, emocionada por lo que estaba a punto de ver.
—Bienvenidos a Fabiano Moda —dijo Fabián con una sonrisa orgullosa mientras se detenía frente al enorme edificio de vidrio y acero que era la sede central de su empresa.
El edificio, de diseño moderno y minimalista, contrastaba con la arquitectura histórica de la ciudad, pero en eso residía su encanto. Para Fabián, representaba la mezcla perfecta entre tradición y modernidad, algo que él había logrado en su negocio. Las letras brillantes del logo de Fabiano Moda adornaban la entrada, destacando la marca que ahora dominaba el mundo de la moda de lujo.
—¡Es enorme! —exclamó Zaira, con los ojos muy abiertos, mientras tiraba de la mano de su padre—. ¿Todo esto es tuyo, papá?
—Todo esto es nuestro, Zaira —respondió Fabián con una sonrisa mientras acariciaba la cabeza de su hija—. Y algún día será tuyo también, junto con el de tus hermanos.
Alonso, siempre más serio y reflexivo, observaba el edificio con detenimiento. Aunque sabía que su padre había construido un imperio, aún no comprendía completamente cómo lo había logrado.
—Papá, ¿cómo empezaste todo esto? —preguntó Alonso mientras caminaban hacia la entrada principal.
Fabián sonrió ante la pregunta de su hijo mayor. Le gustaba que Alonso tuviera curiosidad por los negocios.
—Todo comenzó con una visión —respondió Fabián mientras pasaban por las puertas automáticas—. Cuando llegué a Italia, sabía que tenía el conocimiento y la experiencia para crear algo grande. Empecé con una pequeña fábrica en las afueras de Florencia, apenas teníamos unos cuantos empleados, pero poco a poco, fuimos creciendo. Nos enfocamos en la calidad y el lujo, algo que la gente con dinero valora por encima de todo.
Al llegar al vestíbulo de la fábrica, un espacio amplio y elegante con suelos de mármol y decoraciones modernas, Fabián levantó la vista hacia el segundo piso, donde se encontraban las oficinas ejecutivas.
—Hoy, Fabiano Moda tiene fábricas y tiendas en las principales capitales de la moda —continuó mientras sus hijos lo seguían atentos—. Milán, París, Londres, Berlín... todas las ciudades donde la moda es una forma de vida.
Mientras caminaban, Fabián los llevó a través de una gran ventana de cristal que daba directamente al área de producción. Desde allí, podían ver a los trabajadores confeccionando prendas exclusivas. Máquinas modernas y artesanos expertos trabajaban juntos para crear las piezas que luego serían vendidas a precios exorbitantes en las tiendas más prestigiosas del mundo.
—Miren —dijo Fabián señalando con orgullo—. Aquí es donde se crea la magia. Cada prenda es revisada a mano, cada detalle cuenta. No es solo ropa, es arte.
Zaira, fascinada por el proceso, pegó su pequeña cara al vidrio.
—¿Y esos señores qué están haciendo? —preguntó inocentemente.
—Ellos son los encargados de crear nuestras piezas más exclusivas —explicó Fabián, inclinándose hacia ella—. Diseñan, cortan y cosen cada vestido, cada traje, asegurándose de que todo sea perfecto.
Nicolás, que había permanecido más callado hasta ese momento, levantó una ceja.
—¿Todo esto es para ricos? —preguntó con un toque de escepticismo juvenil—. ¿La gente normal no puede comprarlo?
Fabián se rió ante la honestidad de su hijo.
—Exacto, Nicolás. Este es un negocio para la élite. No vendemos ropa para la gente común. Vendemos sueños, vendemos estatus. Cuando alguien lleva una prenda de Fabiano Moda, no solo están usando ropa, están mostrando al mundo quiénes son, o mejor dicho, quiénes quieren ser.
Alonso asintió lentamente, comenzando a comprender el enfoque de su padre. Fabián siempre había sido un hombre ambicioso, y su empresa reflejaba esa ambición. Mientras caminaban por el área de diseño, donde los bocetos de nuevos productos colgaban en las paredes, Fabián se detuvo para mostrarles uno de los vestidos más exclusivos de la temporada, recién diseñado.
—Este vestido —dijo, señalando una prenda de seda finamente decorada— se venderá por más de veinte mil euros. ¿Pueden imaginar eso? Veinte mil euros por una sola prenda.
Zaira abrió los ojos como platos.
—¿Tanto por un vestido?
—Sí —respondió Fabián, agachándose a su altura—. Porque la gente paga por la exclusividad, por algo que nadie más puede tener. Eso es lo que vendemos aquí. Lo que me ha permitido construir todo esto para ustedes.
Fabián sonrió, sintiéndose orgulloso de lo que había logrado. Para él, este imperio era la prueba de su éxito, de su capacidad para levantarse y triunfar. Mientras miraba a sus hijos observando la fábrica, sintió que todo lo que había hecho había valido la pena. Había sacrificado amistades, había dejado atrás su antigua vida, pero al final, lo tenía todo.
Sin embargo, mientras admiraba su creación, no podía imaginar que, en algún lugar, lejos de su mundo de lujo, había alguien que no había olvidado lo que él había hecho.
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Marck caminaba de regreso a casa, sus pasos lentos y pesados por el cansancio acumulado. Al pasar frente a un puesto de revistas, algo llamó su atención. Giró apenas la cabeza, lo suficiente para vislumbrar las coloridas portadas. Una, en particular, lo detuvo. Se acercó con curiosidad: en la portada se encontraba la imagen de un hombre de rostro severo, y debajo de la foto, en letras grandes, se leía el nombre "Fabián Ocampo".
El recuerdo de ese nombre lo golpeó como un balde de agua fría. Tomó la revista sin pensar y comenzó a hojearla con manos temblorosas. Mientras tanto, una chica de piel morena, ojos café y cabello rizado, hablaba distraídamente por teléfono, ajena a todo a su alrededor.
Pasó varias páginas rápidamente hasta detenerse en una que hablaba sobre una próspera fábrica de ropa con múltiples sucursales: "Fabiano Moda".
— Estúpido... —susurró Marck, su voz apenas un murmullo lleno de resentimiento— Disfruta todo lo que puedas. Te juro que pagarás por todo lo que nos hiciste —murmuró entre dientes, su ira contenida.
La chica lo miró de reojo, interrumpiendo su conversación telefónica.
— Si vas a comprar la revista, tendrás que esperar al dueño. No tarda en llegar —dijo sin demasiado interés, su mirada fugaz sobre Marck.
Sorprendido, Marck alzó la vista y contestó, nervioso.
— No, gracias.
Dejó la revista en su lugar con rapidez, como si quemara sus manos, y continuó su camino.
Cuando llegó a casa, el pequeño apartamento estaba en penumbra. Su madre dormía en el viejo colchón. Se acercó con cautela, preocupado por su estado. Aliviado, comprobó que no tenía fiebre esta vez.
«Gracias a Dios», pensó. Se alejó en silencio y dejó la comida y los medicamentos que había conseguido sobre la mesa. Luego sacó el dinero que había robado y lo guardó en una lata vieja, oculta en un rincón de la cocina. Cada moneda y billete se sumaban para reunir lo suficiente para el alquiler y las facturas que los asfixiaban.
Respiró hondo y se puso a cocinar. Preparó una sopa caliente para su madre, sabiendo que era lo único que ella podía tolerar en esos días. Mientras removía el caldo, su mente volvía a la imagen de Fabián Ocampo, y su promesa silenciosa resonaba en cada latido de su corazón.
«algún día, lo haría pagar».
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Isabel estaba tumbada en la cama, envuelta en sábanas de seda fina, mirando al techo de su elegante habitación. El suave murmullo del viento en los jardines de la villa era lo único que rompía el silencio. A su alrededor, todo rezumaba lujo: el mobiliario italiano hecho a medida, las cortinas pesadas y perfectas, y las obras de arte colgadas en las paredes. Aquella casa era un palacio, sin embargo, a Isabel no le traía consuelo.
El brillo de la villa en la Toscana no podía ocultar la oscuridad que sentía en su interior. Había pasado ocho largos años fingiendo que todo estaba bien, que su vida era perfecta. Había seguido el juego, acompañando a Fabián a las cenas de gala, sonriendo a los socios de negocios, aparentando ser la esposa orgullosa y feliz. Pero cada vez que se encontraba sola, la culpa le apretaba el pecho con más fuerza.
Miró alrededor de la habitación nuevamente, esta vez con una sensación de vacío. Sabía bien de dónde provenían esos lujos, sabía lo que habían hecho para tener todo aquello. Y por más que quisiera negarlo, no podía olvidar la manera en que su vida se había transformado después de la muerte de Octavio. Octavio... su esposo siempre lo había llamado "su mejor amigo", el socio con el que había construido todo, o al menos esa era la fachada. Pero cuando Fabián lo traicionó y dejó a Octavio en la ruina, algo en él cambió. Isabel lo había visto con claridad.
Isabel se removió en la cama, incapaz de encontrar una posición cómoda. Era como si el peso de la culpa la aplastara más y más con cada pensamiento. Sabía que su esposo había traicionado a Octavio, aunque nunca lo había admitido abiertamente. Pero lo peor no era solo eso, sino la forma en que él había seguido adelante, como si la vida de Octavio y la miseria de Clara y su hijo no significaran nada. Fabián había aprovechado la oportunidad para enriquecerse, usando las conexiones y el dinero que antes compartía con Octavio para fundar su nueva empresa en Italia. Había dejado atrás todo, incluso el recuerdo de su amistad, para comenzar una nueva vida, llena de lujos y éxito.
Isabel se dio cuenta con horror de que nunca había confrontado a su esposo por lo que hizo. Había permitido que la ambición de Fabián los arrastrara, había seguido adelante por el bien de sus hijos, intentando convencerse de que no había otra opción. Pero la verdad era que en algún lugar de su corazón, se sentía cómplice. Todo lo que ahora poseían, todas esas riquezas que sus hijos disfrutaban, estaba manchado por la traición.
Pensaba en Clara, la esposa de Octavio, una mujer buena y bondadosa que nunca les había deseado mal. ¿Cómo estaría? ¿Cómo habría sobrevivido a la pérdida de su marido? Isabel se mordió el labio, intentando bloquear esas preguntas. Cada vez que su mente vagaba hacia el pasado, la culpabilidad la inundaba.
De repente, la puerta se abrió suavemente y Zaira, la pequeña de la casa, entró corriendo con una sonrisa en el rostro. Isabel se obligó a sonreír, a apartar la oscuridad que se cernía sobre ella.
—¡Mamá! —exclamó Zaira, trepando a la cama y acurrucándose junto a ella—. Papá nos llevó hoy a la fábrica. ¡Es enorme! Me dijo que un día todo esto será nuestro.
Isabel acarició el cabello de su hija, intentando ocultar la tristeza en sus ojos.
—¿Te gustó la fábrica? —preguntó con suavidad.
Zaira asintió entusiasmada.
—¡Sí! Alonso y Nicolás también estaban impresionados. Papá es el mejor. Nos dijo que todo lo que ha hecho es por nosotros.
Las palabras de su hija atravesaron a Isabel como un puñal. Sus hijos veían a Fabián como un héroe, un modelo a seguir, alguien que había construido un imperio de la nada para asegurar su futuro. Para ellos, él era un ejemplo de éxito, un hombre fuerte y ambicioso que había logrado lo imposible. Pero Isabel sabía la verdad, y eso la destrozaba. ¿Cómo podían admirar tanto a un hombre que había destruido a su mejor amigo, que había arruinado a una familia por su propia codicia?
Alonso y Nicolás también entraron en la habitación en ese momento, conversando entre ellos sobre lo que habían visto en la fábrica. Isabel los observó con una mezcla de amor y dolor. Sabía que no podía culparlos por admirar a su padre. Después de todo, ellos no conocían la historia completa. Fabián se había asegurado de mantener esa parte de su pasado enterrada, lejos de los ojos de sus hijos.
—Mamá, papá nos dijo que algún día nosotros manejaremos la empresa —dijo Alonso con una sonrisa orgullosa—. Quiero ser como él cuando sea mayor.
Isabel sintió que su corazón se encogía. La idea de que sus hijos quisieran seguir los pasos de Fabián, de continuar con un legado que ella consideraba manchado, la aterraba. Pero, ¿cómo podía explicarles lo que realmente había ocurrido sin destrozar la imagen que tenían de su padre?
—¿De verdad quieres ser como él? —preguntó, intentando mantener su voz neutral.
—Claro que sí —respondió Alonso con seguridad—. Papá ha logrado tanto. Nos da todo lo que necesitamos. Además, construyó todo esto desde cero, eso es admirable.
Isabel bajó la mirada, incapaz de sostener la conversación. No quería destruir las ilusiones de sus hijos, pero tampoco podía ignorar la verdad.
—Estoy segura de que serás un gran hombre, Alonso —respondió finalmente—. Solo recuerda… no todo en la vida se mide por lo que tienes. A veces, lo más importante es cómo llegas a tenerlo.
Los niños no parecieron captar el mensaje, pero Isabel sabía que, en el fondo, lo que estaba diciendo era un reflejo de su propia culpa. No podían seguir viviendo bajo una mentira, pero, al mismo tiempo, no tenía el valor de enfrentar a Fabián ni de destapar su traición frente a sus hijos. Lo que quedaba era continuar, intentar ser una madre amorosa y protegerlos de la verdad, aunque cada día que pasaba, la mentira se hacía más pesada.
Mientras sus hijos salían de la habitación, Isabel se quedó sola una vez más, atrapada en la opulencia de su vida, rodeada de lujos que nunca sintió que realmente les pertenecieran.