Entre El Amor Y El Odio

Sergio observaba desde lejos cómo Ariana se detenía en la esquina de la clínica, llorando desconsolada. Su frágil figura temblaba, y sus sollozos parecían ahogar el mundo a su alrededor. Parecía un conejito asustado, perdido y sin rumbo. No podía regresar y tampoco podía saber más sobre su padre, quien estaba en una sala de cuidados.

El camino a casa era largo, pero Ariana lo emprendió con determinación. Cada paso resonaba con el peso de su preocupación, sus pensamientos atrapados en la incertidumbre sobre la recuperación de su padre después de la operación. Sus zapatos desgastados golpeaban el pavimento, su ritmo marcado por la mezcla de ansiedad y esperanza que se arremolinaba en su pecho.

Finalmente, llegó a su pequeña y humilde casa. Su hogar reflejaba su vida: sencilla pero llena de amor. Los vecinos, que conocían bien a su familia, se acercaron con rostros preocupados.

—¿Cómo está tu padre, Ariana? — preguntó Doña Marta, una mujer mayor de cabello gris y rostro amable. —Escuchamos que lo operaron. ¿Está bien? —

Ariana intentó sonreír, aunque su corazón estaba lleno de angustia. —Sí, lo operaron. Está recuperándose— respondió, tratando de sonar positiva.

Sin embargo, la pregunta de Doña Luisa, una vecina curiosa, la dejó inquieta. —¿De qué lo operaron, querida? ¿Es algo grave? —

Ariana se quedó callada por un momento, sus pensamientos regresando a la conversación con Sandro, el médico. Recordó cómo él le había hablado con urgencia, mencionando la necesidad de la operación, pero sin especificar de qué se trataba.

—No lo sé— murmuró finalmente. —El doctor Sandro no me dijo de qué era la operación—

Los vecinos intercambiaron miradas preocupadas, pero antes de que pudieran seguir interrogándola, el móvil de Ariana sonó. El sonido la sobresaltó, y ella rápidamente contestó, esperando alguna noticia sobre su padre.

—¿Hola? — dijo, su voz temblando.

—¿Ariana? — La voz al otro lado era grave y llena de una tristeza que ella pudo sentir de inmediato. —Soy el doctor Sandro. Lamento informarte que tu padre… tu padre no sobrevivió a la operación—

El mundo de Ariana se detuvo. El móvil se le resbaló de las manos y cayó al suelo con un golpe sordo, seguido por su propio cuerpo desplomándose. Los vecinos gritaron y corrieron hacia ella, intentando ayudarla mientras ella se derrumbaba en lágrimas y dolor.

—¡Ariana! — gritó Doña Marta, arrodillándose a su lado. —¡Ariana, querida! —

Ariana apenas escuchaba las voces a su alrededor. Su mente estaba en blanco, su corazón destrozado. Las palabras del doctor resonaban en su cabeza, cada repetición un puñal más profundo en su alma.

Los vecinos la llevaron adentro, tratando de consolarla mientras ella seguía en estado de shock. Doña Luisa intentó llamarle la atención, pero Ariana solo podía pensar en su padre, en cómo la había dejado sola en el mundo. Su vida, que ya era difícil, ahora parecía insuperable sin la presencia de su querido padre.

Ariana estaba sentada en la sala de su pequeña y humilde casa, rodeada de vecinos que intentaban consolarla. Sin embargo, sus palabras de aliento no lograban mitigar el dolor que sentía en su corazón. Apenas podía procesar la noticia que había recibido momentos antes: su padre había muerto luego de la operación. La llamada del doctor Sandro resonaba en su mente como un eco interminable, cada repetición profundizando la herida.

El silencio en la sala era pesado, interrumpido solo por los sollozos de Ariana. Doña Marta le acariciaba el hombro, mientras Don Luis y Doña Luisa intercambiaban miradas preocupadas. Finalmente, Ariana se levantó del sofá con una determinación sombría.

—Necesito cambiarme— murmuró, más para sí misma que para los demás. Caminó lentamente hacia su habitación, sus movimientos automáticos y mecánicos. Abrió el armario y sacó un vestido negro sencillo. Mientras se lo ponía, el peso de la realidad la abrumaba. Se miró en el espejo, su delgado cuerpo envuelto en la tela oscura, reflejando su luto y su tristeza, ese mismo vestido uso en la muerte de todos sus familiares.

De vuelta en la sala, los vecinos la miraron con compasión. Doña Marta se acercó y le tomó la mano. —Vamos contigo, Ariana. No estás sola—

Ariana asintió, agradecida pero demasiado abrumada para expresar sus sentimientos. Juntos, salieron de la casa y se dirigieron a la clínica. El camino parecía interminable, cada paso una mezcla de esperanza y terror. Cuando llegaron, el doctor Sandro ya estaba esperándola en la entrada, su rostro serio y lleno de tristeza.

—Ariana— dijo suavemente, acercándose para ofrecerle su apoyo. —Lo siento mucho. Sé lo que significaba tu padre para ti—

Ella asintió, sus ojos llenos de lágrimas que amenazaban con desbordarse. Sandro la guío por los pasillos fríos de la clínica hasta una pequeña sala. —Te llevaré a verlo. Necesitas despedirte— Sandro era un hipócrita y esta era una escena que solo un desgraciado puede hacer.

Ariana sintió que sus piernas flaqueaban, pero de alguna manera encontró la fuerza para seguir adelante. Sandro abrió la puerta y la condujo al interior. En el centro de la sala, una camilla cubría el cuerpo de su padre con una sábana blanca. El tiempo pareció detenerse cuando Sandro levantó la sábana.

El rostro de su padre, pálido y sereno, apareció ante ella. Ariana se derrumbó de inmediato, lanzándose sobre el pecho inmóvil de su padre. —¡Papá! — gritó, su voz quebrada por el dolor. Las lágrimas fluyeron sin control mientras sollozaba, su cuerpo sacudido por el llanto.

—¿Por qué, papá? ¿Por qué te fuiste? — murmuraba entre sollozos. Sandro se quedó cerca, respetando su dolor, pero preparado para ofrecerle consuelo cuando lo necesitara.

Ariana no sabía cuánto tiempo pasó así, aferrada al cuerpo de su padre, su corazón roto en mil pedazos. La presencia de Sandro y los vecinos se sentía distante, como si estuviera atrapada en un abismo de tristeza del que no podía escapar. Cada vez que miraba el rostro sin vida de su padre, el dolor se intensificaba, y la realidad de su pérdida se hacía más insoportable.

Finalmente, Sandro se acercó y le puso una mano en el hombro. —Ariana, es hora. Debes dejar que se vaya— Pero, ¿cómo que se vaya? El hombre ya se había ido, tenía un día muerto.

Ariana levantó la vista, sus ojos hinchados y enrojecidos. Asintió lentamente, sabiendo que tenía razón, pero sin saber cómo encontrar la fuerza para soltar. Se inclinó y besó la frente de su padre, susurrando una despedida entre lágrimas.

—Te amo, papá. Siempre te amaré—

Sandro la ayudó a levantarse y la guío fuera de la sala. Los vecinos la esperaban en el pasillo, listos para brindarle apoyo. Doña Marta la abrazó fuertemente, dejándola llorar en su hombro.

—Lo siento tanto, querida— dijo Marta con suavidad. —Tu padre era un buen hombre. Todos lo extrañaremos—

Ariana asintió, sintiendo el calor del abrazo de Doña Marta y el apoyo de sus vecinos. A pesar del dolor, sabía que no estaba sola. La comunidad estaba ahí para sostenerla, para ayudarla a superar este momento tan difícil.