Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: No llores por mi
En la sala de espera, el ambiente se volvía cada vez más pesado, casi insoportable. Gabriel caminaba de un lado a otro con el corazón hecho un puño.
Cada latido le dolía como si fuera una herida recién abierta.
Tenía las manos temblorosas, sudor frío recorriéndole la espalda y la mente hecha un caos.
A solo unos metros, detrás de una puerta metálica, los doctores luchaban por la vida de Julieta… su esposa, su amor, la mujer a la que había jurado proteger.
Y él, ahora, descubría que ella había estado sufriendo en silencio.
“¿Por qué me ocultaste esto, Julieta?”, pensó, apretando los dientes.
“¿Por qué no me dejaste ayudarte? ¿Por qué tuviste que cargar sola con algo tan cruel? Tú… tú seguías amándome. Y yo, tan ciego, tan necio… ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¿Qué clase de esposo soy?”
La culpa lo desgarró por dentro como una garra afilada.
Necesitaba aire. Necesitaba escapar del peso de esa verdad insoportable. Abrió la puerta al pequeño balcón del hospital y encendió un cigarro. No lo hacía desde que Julieta se lo prohibió años atrás.
«Morirás de cáncer», había dicho ella en aquella discusión, con ese tono dulce que solo ella podía usar al enojarse.
¿Y ahora? ¿No era irónico que quien estaba muriendo era ella?
Gabriel echó la cabeza hacia atrás y dejó salir una larga bocanada de humo. El cielo estaba azul, casi perfecto… pero para él, esas nubes ocultaban tormentas negras. Tormentas que sentía merecer.
Cuando apagó el cigarrillo, escuchó pasos a su espalda. Era Rosella.
—Ella está muriendo… —susurró la joven, con los ojos rojos—. Me ocultó la verdad solo para no hacerte sufrir. Dijo que prefería que la odiaras antes que verte destruido por su muerte.
Gabriel llevó una mano a su estómago, doblándose levemente, como si hubiera recibido un golpe directo. Las lágrimas comenzaron a caer sin control.
—¿Qué clase de bastardo soy…? —su voz se quebró—. ¿Cómo no lo noté? ¿Cómo pude no ver que mi esposa se consumía frente a mis ojos?
Rosella también comenzó a llorar y, movida por la desesperación, lo abrazó. Él no respondió. No podía.
—Rosella… —susurró, con un hilo de voz—. No me toques. No ahora… porque lo que hice…
Ella abrió los ojos, comprendiendo de inmediato. Lo recordó todo.
Recordó ese error. Ese momento que ninguno quiso que ocurriera y que ahora los perseguía.
—Eso nunca pasó —dijo ella rápidamente, casi suplicando—. Fue un error, un accidente. No ocurrió. No volveré a mencionarlo. Cuando todo esto termine… me iré lejos. Lo juro.
Y sin esperar respuesta, se dio la vuelta y se marchó. Su figura se fue perdiendo entre las luces frías del pasillo.
Gabriel quiso ir tras ella… pero el dolor por Julieta lo obligó a quedarse quieto, casi paralizado. Sentía que el corazón se le partía en dos: la mujer que amaba muriendo, y la otra marchándose para siempre.
No tuvo tiempo de analizar nada. Enrique apareció corriendo.
—¡Terminó la operación!
Gabriel salió disparado, sin pensarlo. Llegó jadeando al consultorio, donde el doctor lo esperaba con una expresión grave.
—¿Cómo está mi esposa? —preguntó con desesperación.
El médico respiró hondo.
—Ella está estable por ahora… pero muy grave. Pudimos detener el avance inmediato, pero… —bajó la mirada— además de la metástasis, encontramos otro tumor en el estómago. Tuvimos que hacer una cirugía para permitirle comer, pero… no creemos que sobreviva más de tres meses. Y siendo sinceros… eso sería un milagro.
Gabriel sintió que el mundo se derrumbaba sobre él. Agarró al doctor por el cuello de la camisa, fuera de sí.
—¡No me diga eso! ¡Usted no sabe nada! Busque a otro doctor, al mejor del país, del mundo, no me importa el costo, ¡LO QUE SEA!
Rosella, detrás, rompió en llanto.
El doctor lo tomó por los brazos, intentando calmarlo.
—Señor… lo siento. Esto no es por dinero. Cualquier oncólogo le dirá lo mismo. Lo mejor que puede hacer ahora… es llevarla a casa y darle paz.
Esa palabra lo destruyó: paz.
¿De qué servía la paz si venía acompañada de una despedida?
—¿Por qué? —susurró Gabriel, apenas audible, mirando a Enrique—. ¿Por qué no me lo dijiste?
Enrique agachó la cabeza, temblando.
—Ella me suplicó que no lo hiciera. Dijo… que tú no podrías soportarlo. Que te romperías. Y… tenía razón.
Gabriel cerró los ojos, el dolor era insoportable.
—Quiero verla… —pidió—. Por favor.
—Mañana podrás —respondió el doctor—. Ahora debe descansar.
Pero Gabriel no se movió del hospital. No quiso comer. No quiso beber. No quiso hablar. Solo se quedó ahí, sentado, esperando el amanecer, como quien espera un veredicto de muerte.
Rosella le llevó comida, pero él la rechazó con un gesto.
Enrique se acercó a ella.
—Rosella, ¿verdad?
Ella asintió.
—Cuida de él. No está bien. Julieta… no es mala mujer. Nunca fue infiel. Pero es capaz de amar tanto que decide sacrificarse.
Rosella bajó la mirada.
—Lo que hizo… fue una locura. Una locura de amor. Ella no merece más sufrimiento. ¿Por qué a ella?
Enrique le tomó la mano.
—Cada uno carga su destino. Solo podemos hacer que sus últimos días sean menos crueles.
Rosella asintió, con lágrimas silenciosas.
Al día siguiente, el hospital estaba lleno de un silencio extraño, como si todos supieran que algo irreparable estaba ocurriendo.
Rosella llamó a casa para preguntar por las niñas. Mariela respondió.
—El señor… no está bien —dijo Rosella.
Mariela suspiró.
—Él ama a su esposa. Siempre la amó. Quien se atraviese en ese amor… solo será un sustituto, ¿entiendes?
Rosella no respondió. Solo colgó.
Finalmente, el doctor regresó.
—Puede verla, señor Sanroman.
Gabriel sintió un vuelco en el estómago. Caminó hacia la habitación como si cada paso pesara toneladas.
Abrió la puerta lentamente.
Y ahí estaba.
Julieta.
Tan pequeña. Tan frágil. Tan pálida. Con los brazos llenos de moretones por los pinchazos. Con el cuerpo reducido a la sombra de lo que un día fue.
Una lágrima cayó por su rostro.
—Mi amor… —susurró.
Ella abrió los ojos y, al verlo, intentó cubrir su rostro.
—Gabriel… no. No me mires así —sollozó—. ¿Qué sabes? No quiero que sufras por mí… No llores por mí.
creo que quizo decir Arnoldo.!!!