Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: ¿Quién es el ladrón?
Por la tarde, la casa estaba envuelta en un silencio.
Las niñas tomaban su clásica siesta, exhaustas después de horas de juegos en el jardín, y el aire parecía contenerse por completo dentro de las paredes de la hacienda.
Rosella subía los últimos escalones cuando alzó la vista y se encontró con él. Estaba al pie de la escalera: imponente, firme, la sombra de un hombre que parecía cargar siglos de dolor sobre los hombros. El señor Gabriel fijó sus ojos en ella, y por un instante, Rosella sintió que el tiempo se detenía.
Su mirada era profunda, intensa… y la hizo sentir pequeña, casi culpable de algo que ni siquiera comprendía. Desvió la vista de inmediato.
—¿Te dijo Julieta que iremos a la iglesia? —preguntó Gabriel, con la voz grave, un poco más baja que de costumbre—. El sacerdote hará una misa especial para ella.
—No… no me lo dijo —respondió Rosella, tratando de sonar tranquila—. ¿Ella se siente mejor?
Gabriel soltó un suspiro amargo, el tipo de suspiro que solo alguien al borde del colapso emocional podría hacer.
—Bueno… ella insistió en ir. Quizás olvidó decírtelo. No me sorprende, la verdad —dijo, apretándose el puente de la nariz—. Sé que mañana es tu día libre, pero… ¿Podrías, por favor, cuidar a las niñas?
—No se preocupe —contestó ella de inmediato, con un nudo en la garganta—. Me quedaré aquí.
Gabriel la miró de una forma que la inquietó profundamente.
En sus ojos había algo extraño, algo que ella no había visto antes: no era solo tristeza, sino una mezcla de nostalgia, resignación y una ternura que la descolocó por completo. Fue apenas un segundo, pero bastó para revolverle el pecho.
Entonces escucharon pasos. Ambos giraron hacia la escalera.
Julieta descendía lentamente, apoyada del brazo de Ryan, el chofer.
Llevaba un vestido largo color beige que caía como un susurro sobre su cuerpo demasiado delgado.
Su rostro, maquillado apenas para cubrir las ojeras, lucía hermoso, sí… pero enfermo. Un tipo de belleza triste, transparente, como una vela que está por consumirse.
Gabriel apresuró el paso para ayudarla.
Allí había un lazo profundo, indescifrable para ojos ajenos. Un lazo del que ella nunca sería parte. Y dolía… dolía como el mismo infierno.
Julieta miró brevemente a Rosella antes de tomar el brazo de Gabriel. Su sonrisa fue suave, casi maternal.
—Ya nos vamos, Rosella —dijo—. Cualquier cosa, no dudes en llamarnos.
Acto seguido, salió del brazo de Ryan, con Gabriel caminando detrás.
***
En la entrada, Mariela observaba todo desde las sombras.
Sus ojos se clavaron en el mayordomo, el señor Jiménez: un hombre amargado, de pocas palabras, de esos que habían pasado su vida entera sirviendo sin obtener nada a cambio.
Su rostro duro siempre escondía una ambición rota y silenciosa.
Era escurridizo, siempre apareciendo donde no lo llamaban, escuchando lo que no debía, alimentando chismes como si fueran un postre exquisito.
Mariela, por su parte, era una huérfana. Sus padres habían trabajado por décadas para la familia de Julieta, y tras la muerte de ellos, fue la señora quien la recibió bajo su techo.
Creció a su sombra, siendo testigo de sus lujos, de su belleza, de su vida perfecta. Julieta nunca conoció carencias; todo le era entregado sin esfuerzo.
Y ahora que estaba en el umbral de su muerte… Mariela no podía evitar pensar que tal vez, por primera vez, era su turno. Su oportunidad de obtener algo. De dejar de ser la sombra y convertirse en la figura.
—Señor Jiménez —dijo en voz baja, acercándose con un tono envenenado—. ¿Sabe usted de las joyas de mi señora Julieta?
Los ojos del hombre se abrieron enormes, brillando como si le hubieran puesto un lingote de oro frente a la nariz.
—¿Por qué me dice eso?
—Por nada —respondió ella inocente, inclinando la cabeza—. Solo recordé que mi señora dijo que sus joyas valen casi medio millón de pesos. Me sorprendió mucho… eso es todo. No sé cómo puede confiarse de esconderlas en el cajón de su tocador. Si fuera ella, las guardaría en una caja fuerte. ¿No cree?
—Lo creo —respondió con una voz seca, pero con una ambición encendiéndose en sus pupilas.
Mariela sonrió apenas.
—Y peor… con esa pequeña zorra rondando —añadió en un susurro venenoso—. Hija de pobres. Si alguna joya faltase, no tendría duda de acusarla a ella.
El hombre asintió despacio. Nada dijo. Pero Mariela supo que había logrado lo que quería.
Había sembrado una idea.
Una muy peligrosa.
***
Casi tres horas después, Julieta y Gabriel volvieron, Enrique estuvo en la iglesia, pero estaba quedase en un hotel del pueblo, él estaba tratando de traer a la madre de Julieta al país.
Gabriel entró a la casa, pero no siguió a su esposa a la habitación.
Algo dentro de él se había roto durante la misa; sus pensamientos eran un caos irreparable, como un mar embravecido que no encontraba orilla donde descansar.
Necesitaba beber.
Fue directo a la biblioteca. Las luces estaban apagadas, pero la luna entraba a través del ventanal abierto que daba a la pequeña terraza. Ese reflejo plateado envolvía la habitación de un modo casi espectral.
Se acercó a la barra de licores, sirvió un whisky con hielo, y bebió dos tragos rápidos. Quería olvidar. Quería dejar de sentir. Quería… despertar de esa pesadilla en la que la mujer que amaba con toda su alma estaba muriendo, sin que él pudiera evitarlo.
Al alzar la mirada, la vio. Rosella.
Venía entrando desde la terraza, como una aparición. Llevaba un camisón blanco que dejaba ver la delicadeza de su figura, y un libro apretado entre los dedos. Sus ojos se abrieron sorprendidos al verlo allí.
Gabriel no pensó. No razonó. Solo sintió.
Y caminó hacia ella como si una fuerza invisible lo empujara.
Rosella retrocedió medio paso, confundida.
—¿Qué…? —titubeó, pero no pudo terminar.
Él ya estaba frente a ella.
Su rostro, quebrado por el dolor, la golpeó como un rayo. Antes de que pudiera hacer o decir algo, él rodeó su cintura y apoyó la frente en su hombro, aferrándose a ella como si fuera un salvavidas.
Rosella se quedó inmóvil, sin aliento. Sintió el calor de su cuerpo, la desesperación en su respiración… y luego, la humedad en su cuello.
Gabriel lloraba.
Cuando él se separó apenas un poco, ella pudo ver su rostro. Las lágrimas corrían sin control. Algo en ella se rompió y se enterneció al mismo tiempo. Levantó las manos y le tocó las mejillas con delicadeza, limpiando las lágrimas como si fuera lo más natural del mundo.
Ninguno dijo una sola palabra.
Pero en ese silencio ocurrió todo.
Gabriel sintió que su alma se recogía en un solo punto: las manos pequeñas de esa mujer.
Deseó besarla, no con la pasión que reprimía desde hacía meses, sino con algo que iba más allá. Algo que no sabía nombrar. Algo sublime, inevitable.
Y entonces…
—¡Auxilio, ayuda! ¡Un ladrón! ¡Las joyas no están! —la voz desgarrada de Mariela resonaba por la casa.
Rosella sea una profesional y supere
y que sea ella que lo ponga en su lugar