En el despiadado mundo del fútbol y los negocios, Luca Moretti, el menor de una poderosa dinastía italiana, decide tomar el control de su destino comprando un club en decadencia: el Vittoria, un equipo de la Serie B que lucha por volver a la élite. Pero salvar al Vittoria no será solo una cuestión de táctica y goles. Luca deberá enfrentarse a rivales dentro y fuera del campo, negociar con inversionistas, hacer fichajes estratégicos y lidiar con los secretos de su propia familia, donde el poder y la lealtad se ponen a prueba constantemente. Mientras el club avanza en su camino hacia la gloria, Luca también se verá atrapado entre su pasado y su futuro: una relación que no puede ignorar, un legado que lo persigue y la sombra de su padre, Enzo Moretti, cuyos negocios siempre tienen un precio. Con traiciones, alianzas y una intensa lucha por la grandeza, Dueños del Juego es una historia de ambición, honor y la eterna batalla entre lo que dicta la razón y lo que exige el corazón. ⚽🔥 Cuando todo está en juego, solo los más fuertes pueden ganar.
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Capítulo 22 – Movimiento
El tren Eurostar se detuvo con un ligero chirrido en St Pancras a las 8:42. Leo Moretti bajó al andén con la mochila al hombro; llevaba apenas un portatrajes y un cuaderno de tapas negras. Había dejado Milán con la sensación de que, por primera vez, viajaba sin escolta emocional: ni Luca, ni Adriano, ni el apellido a modo de salvavidas.
Frente a la escalera mecánica lo esperaba un hombre de cabello gris peinado hacia atrás, impecable en un abrigo azul marino. Levantó la mano en un saludo sobrio.
—Doménico Mancini —se presentó, aunque los dos ya sabían quién era quién—. Bienvenido a Londres.
El gerente de Moretti Enterprise en la capital británica tendía un puente, no cadenas. Así lo había explicado Isabella en la última llamada: “Doménico te abrirá la puerta, pero caminarás solo. Esa es la condición”.
Camino al sur
Subieron a un Volvo gris oscuro. La radio emitía noticias sobre la primera nevada en el norte; a Leo le recordó los inviernos en Lombardía. Observó la ciudad a través de la ventanilla: filas de ladrillo rojo, chimeneas estrechas, ciclistas con bufandas.
—Isabella me adelantó tu idea —dijo Doménico, rompiendo la cortesía inicial—. Un club de tercera división, proyecto a cinco años, modelo sostenible. ¿Sigue en pie?
—Más que nunca. No busco un escaparate, busco margen para equivocarme sin titulares —respondió Leo.
Doménico asintió.
—Kingsport Athletic cumple con lo que pides: historia, cantera decente, finanzas desangradas. El propietario actual firmaría mañana con tal de respirar.
Leo sonrió de medio lado.
—Respiro yo, respira él. Me gusta la simetría.
—Llegaremos antes de las diez. Hoy no firmamos nada. Solo miras, preguntas y decides si merece tu tiempo.
No mencionaron a Enzo ni a Luca. Que Doménico trabajara para la familia no significaba que dictara las reglas. Ese silencio, extraño pero cómodo, fue la primera señal de que el viaje tenía un aire distinto.
Kingsport Borough Ground
El estadio se alzaba en un barrio de casas adosadas al sur de Londres, donde el aire olía a leña y fried chicken. La fachada de ladrillo estaba cubierta por un letrero azul desteñido: Kingsport Athletic – Founded 1912. Al bajar del coche, Leo escuchó un rumor metálico: la plantilla sub-21 entrenaba en la cancha anexa; los tacos chasqueaban contra el hielo ralo.
Los recibió Michael Dunn, director general interino: manos grandes, abrigo viejo, cortesía sin florituras. Un apretón fuerte y directo.
—Gracias por venir, señor Moretti. O… ¿prefiere Leo?
—Leo basta —dijo, y sintió algo liberador al decirlo.
Dunn los llevó por un pasillo angosto que olía a café recalentado. En la sala de juntas —dos mesas unidas y una pizarra manchada de rotulador— extendió carpetas con balances: deudas, cláusulas pendientes, facturas de gas atrasadas. Nada sorprendente. Lo que sí sorprendía era la lista de juveniles con derechos retenidos por apenas mil libras.
—Aquí hay talento —murmuró Leo, pasando el dedo por los nombres—. Les falta un plan.
—Y dinero —añadió Dunn sin rubor.
—El dinero lo consigo —dijo Leo—. El plan lo trabajaremos juntos si acepto.
Salieron al campo. Las gradas de metal crujían con el viento; unas cuarenta filas que en sus días de gloria habían albergado quince mil gargantas. Leo caminó en silencio hasta el círculo central. Recordó el Vittoria Arena, recordó el eco de San Siro, recordó incluso un amistoso en Turín cuando era niño. Ninguno de esos recuerdos pesaba tanto como el barro que manchaba ahora sus botas.
Doménico se mantuvo a un lado, manos en los bolsillos.
—¿Qué piensas?
—Pienso que el barro se limpia —respondió Leo—. Y que las historias pequeñas duran más que los imperios si las cuidas.
Pub The Red Lantern – 14:15
Almorzaron en un pub a dos calles del estadio. Paredes verdes, cerveza tibia, sopa de tomate con pan. Leo tomó agua con gas; necesitaba la cabeza fría.
—Isabella confía en tu criterio —comentó Doménico, hojeando el cuaderno del italiano—. Por eso te pasó mis datos. Quiere ver hasta dónde llegas cuando el apellido no te abre todas las puertas.
—Entonces habrá que abrirlas de otra forma —dijo Leo, anotando cifras rápidas—. Necesito tres cosas: tiempo, un margen de inversión razonable y libertad de plantilla.
—El propietario aceptará un pago en dos tramos y conservar un diez por ciento simbólico. Lo llamé de camino.
Leo levantó la vista, sorprendido.
—Te mueves rápido.
—Nunca sabes cuándo se enfría el té en esta ciudad —respondió Doménico con media sonrisa.
Leo cerró el cuaderno.
—Dile que mañana firmo la carta de intención. Con una condición: quiero sentarme con el entrenador y con el capitán antes de la próxima jornada. Si su vestuario está podrido, lo sabré en diez minutos.
—Hecho.
Pagaron y salieron. El frío cortaba las orejas; Leo se subió el cuello del abrigo.
—Una última cosa —dijo Doménico antes de que se separaran—. Esto puede parecer tu aventura personal, pero los Moretti siempre atraen focos. Cuida tus pasos.
—Lo haré —respondió Leo—. Y gracias por tenderme la mano sin atarme la otra.
—Para eso estoy —contestó Doménico, dándole una palmada en el hombro.
Hotel cerca del Támesis – 18:40
En la habitación, Leo abrió el portátil. Un correo de Isabella: “¿Primeras impresiones? Avanti.” Contestó con dos líneas: “Barro, gradas frías y mucho futuro. Mañana te llamo.” Luego se quedó mirando el reflejo de la ventana: luces del río, autobuses rojos, gente que no sabía quién era él.
Marcó a Camila. Al tercer tono, su voz somnolienta desde Milán.
—¿Todo bien?
—Mejor que bien. Creo que encontré nuestro lugar —dijo Leo, y no necesitó adornarlo.
Camila rio cansada.
—Confío en tu olfato. Solo no tardes en mandarme fotos.
—Mañana verás el barro —prometió.
Colgó y se sentó en la cama. Por primera vez en meses, la ansiedad habitual se había quedado en Italia. Quedaba trabajo, quedaban sombras, pero también quedaba algo que no llevaba su apellido escrito en letras doradas: quedaba movimiento.
Y el movimiento, pensó mientras anotaba el borrador de un plan quinquenal, era lo que más vivo lo hacía sentir.
Al día siguiente – Kingsport Borough Ground – 10:02 AM
El cielo seguía igual de plomizo. Leo volvió al estadio con el abrigo cerrado hasta el cuello y el cuaderno en la mano. Esta vez, lo esperaba en la oficina principal un hombre de rostro alargado, gafas gruesas y un nerviosismo mal disimulado. Se llamaba Peter Lockridge, propietario técnico del Kingsport Athletic desde hacía casi nueve años.
—Gracias por venir otra vez —dijo al estrechar la mano—. Espero que no se haya espantado con los números.
—Si me espantara fácil, no estaría aquí —respondió Leo.
La reunión comenzó con formalidades, pero en cuanto se sentaron y aparecieron las cifras, todo se volvió más crudo. El club estaba, literalmente, en bancarrota.
—Tenemos demandas de dos exempleados, la federación nos ha congelado el ingreso televisivo, y debemos al ayuntamiento cerca de 200 mil libras en tasas. Ni hablemos del patrocinador local, que cortó pagos hace seis meses —explicó Lockridge, sin quitar la vista de la carpeta.
Leo repasaba cada línea. Había visto balances de clubes complicados en Vittoria, pero esto era otra cosa: aquí el problema no era sólo deportivo o financiero. Era estructural. El Kingsport, más que un club, era un paciente terminal sostenido por la memoria del barrio.
—¿Cuánto está pidiendo? —preguntó Leo.
Lockridge dudó un segundo, luego soltó la cifra.
—Cuatro millones de libras. Por la totalidad del club, instalaciones y ficha federativa.
Leo lo miró sin disimular la incredulidad.
—Está pidiendo más por un club quebrado que lo que vale una escuadra de mitad de tabla en segunda —dijo con frialdad.
—La ficha tiene valor. Y esto es Londres. El terreno donde está el estadio es cotizado. Si usted no compra, vendrán constructores —respondió Lockridge, apretando las manos entre sí.
Leo cerró el cuaderno con cuidado. Sabía que esto era parte de la negociación: inflar, presionar, tantear la desesperación del otro.
—¿De quién es el club, en realidad? —preguntó de pronto.
Peter parpadeó.
—Soy el titular del 60% de las acciones…
—Y el otro 40% está congelado por las deudas con el banco local, ¿no es así?
Lockridge se reacomodó en la silla.
—Eso… es una manera de decirlo.
Leo no dijo nada más. Tomó su móvil, se levantó, y salió al pasillo para hacer la llamada que sabía que no podía posponer.
Llamada con Isabella – 10:31 AM
Isabella contestó al segundo tono.
—Ya esperaba tu llamada. ¿Qué pasó?
—Peter Lockridge quiere cuatro millones por un club que ni siquiera le pertenece entero. El 40% está embargado por el banco del pueblo. Y el estadio es más del ayuntamiento que suyo. Literalmente estoy negociando con alguien que hipotecó la historia del club para pagar salarios.
—¿Tiene peso legal su reclamo?
—Tiene, pero sólo en los papeles. Si compro, tendría que asumir todas las demandas, arreglar con el banco, y aún así la federación puede bloquear el traspaso si no se cubren los pasivos —resumió Leo.
Isabella suspiró del otro lado.
—No compres, todavía. Amenázalo con llevar el caso al consejo municipal. Si el club realmente le pertenece más al banco que a él, el ayuntamiento tiene intereses directos. Haz ruido.
—Ya estoy en eso —respondió él—. Pero necesito saber si vale la pena meterse en un lío legal por este lugar.
Hubo un pequeño silencio. Luego Isabella contestó con calma:
—Eso sólo lo sabes tú, Leo. Pero si te metes… hazlo como Moretti. Aunque no uses el apellido.
—Gracias —dijo, más en serio de lo que esperaba—. ¿Puedo pedirte que me ayudes con la parte legal? Solo para asegurarnos de que no firmo un barco que se hunde antes de zarpar.
—Ya estoy en ello —respondió ella—. Y si lo compras, quiero una camiseta del Kingsport en mi despacho. Firmada.
Leo sonrió.
—Te la firmo con barro del campo incluido.
Colgó. El estadio seguía en silencio. En la distancia, un par de niños pateaban una pelota detrás de la verja oxidada.
Kingsport era, a todas luces, un desastre. Pero debajo de esa superficie polvorienta había algo que no se compraba: pertenencia. Y Leo Moretti, parado entre ruinas y cuentas impagables, empezaba a entender que el movimiento que había iniciado no era hacia otra ciudad.
Era hacia otra forma de ser.
Kingsport Borough Ground – 11:08 AM
Leo regresó a la oficina con pasos tranquilos, pero ya sin la paciencia del día anterior. Lockridge seguía sentado, ahora tamborileando los dedos sobre la carpeta como si esperara una aceptación sin discusión.
—He hablado con mis asesores —dijo Leo, directo—. Y lo que me dicen es claro: el club no es suyo para venderlo en los términos que pretende.
Lockridge frunció el ceño.
—Soy el propietario mayoritario.
—Lo era —corrigió Leo—. Hasta que hipotecó casi la mitad del club al banco local, y dejó acumular demandas laborales sin cubrir los pasivos. Eso significa que cualquier venta está sujeta al visto bueno del ayuntamiento y del banco comunitario. Eso sin contar con que si alguno de los juicios actuales prospera, el Kingsport entra en administración judicial antes de cerrar el mes.
Lockridge tragó saliva.
—No vine aquí a ser humillado.
—Yo tampoco vine a que me vendan ruinas como si fueran un castillo —replicó Leo, calmado pero firme—. Le haré una propuesta: una oferta razonable, estructurada en tres fases, y con acceso directo a los pasivos para saber a qué me enfrento de verdad.
Lockridge mantuvo la vista baja.
—¿Y si no acepto?
—Entonces hablaré con el ayuntamiento, con el banco, con la prensa local si hace falta —dijo Leo—. Porque si algo está claro es que este club ya no le pertenece. Pertenece al pueblo. Y alguien tiene que decirlo.
Silencio. Apenas se oía el golpeteo del viento contra los marcos de las ventanas. Lockridge, derrotado por su propio expediente, asintió con resignación.
—Mándame la propuesta —murmuró—. La revisaré con mi abogado.
—Mándesela también al banco, porque van a tener que sentarse con nosotros —respondió Leo, ya levantándose—. Esto se hará bien o no se hará.
Ayuntamiento de Kingsport – 13:45 PM
Leo se presentó sin cita. La secretaria del concejal encargado de urbanismo casi le cierra la puerta, pero bastó que pronunciara las palabras "situación estructural del club" para que le abrieran paso. La sala era pequeña, con mapas viejos de la zona y papeles amontonados sobre una mesa.
—Soy Leo Moretti —dijo al estrechar la mano del concejal—. Y quiero hablar sobre el Kingsport Athletic.
—¿La familia Moretti? ¿De Italia?
—Sí. Pero yo estoy aquí por mi cuenta —aclaró—. Y si el club les importa, es momento de que el ayuntamiento decida si deja morir su historia o la reconstruye con alguien dispuesto a poner el cuerpo.
Mostró documentos, balances, y mencionó la deuda con el banco local. El concejal hojeó en silencio, sin gestos, sin promesas.
—No tenemos fondos para rescatar al Kingsport —dijo finalmente—. Pero si alguien puede hacerlo sin pedirnos dinero, le abriremos las puertas que podamos. Nadie aquí quiere ver ese estadio convertido en un bloque de apartamentos.
—Entonces lo rescatamos —dijo Leo, sin levantar la voz—. Pero necesito que me digan con quién hablar en el banco. Y que no interfieran si el actual propietario empieza a patear el tablero.
—¿Es usted un inversionista o un salvador?
Leo lo pensó un segundo.
—Solo alguien que odia ver que se pierden las cosas que tienen valor.
Hotel – Atardecer
Esa noche, de vuelta en el hotel, Leo se sentó frente a la ventana mientras las luces de Londres parpadeaban al otro lado del cristal. Camila le había escrito más temprano: “Tu hijo pateó fuerte hoy. Parece que ya quiere ir contigo.”
Él sonrió y respondió simplemente: “Estoy construyendo algo para él. Para los tres.”
Abrió su portátil y comenzó a redactar la propuesta formal para Lockridge. Tres fases, cláusulas de rescisión, y una nota final donde decía, sin adornos: “Cualquier intento de interferir o dilatar el proceso activará el respaldo legal completo del equipo de asesoría.”
Luego marcó a Isabella. Contestó al instante.
—¿Y bien?
—Le di donde duele —respondió Leo—. Va a aceptar. Porque no tiene a dónde más mirar.
—Bien hecho. ¿Te sientes mejor?
—Me siento distinto. Como si, por primera vez, estuviera empujando algo que realmente es mío.
—Lo es —dijo ella, y por primera vez su voz sonó más suave que aguda—. Lo será.
Cortaron.
Leo cerró el portátil, se recostó contra la almohada y miró el techo.
El apellido seguía ahí. El legado también. Pero por primera vez, no lo sentía como una sombra.
Lo sentía como un punto de partida.
Y eso, en la vida de un Moretti, era más de lo que muchos podían decir.
Kingsport – Dos días después – 09:15 AM
Leo revisaba por tercera vez los términos de la propuesta que estaba por enviar a Lockridge. El documento estaba bien armado, Isabella se había encargado de los aspectos legales con una eficiencia brutal, y aun así… había una parte que no cerraba del todo. Las cifras eran reales: la deuda era más grande de lo que un inversor solitario podía cargar sin vender medio futuro.
Estaba a punto de cerrar el portátil cuando sonó el timbre del hotel.
Abrió. En el pasillo, con una bufanda de cachemir y una carpeta bajo el brazo, estaba Doménico Mancini.
—No teníamos cita —dijo Leo, extrañado.
—Ni falta que hace. Bajá conmigo un momento. No vine solo.
En la sala de reuniones del hotel, dos hombres esperaban ya sentados, trajes oscuros, mirada fría, carpetas marcadas con el sello de Moretti Enterprise – Área Legal Internacional. Uno de ellos se levantó y tendió la mano.
—Señor Moretti —dijo, con profesionalismo distante—. Venimos a representarlo en la negociación con Lockridge, si nos lo permite. Ya revisamos los documentos enviados desde Milán.
Leo miró a Doménico, sorprendido.
—¿Qué es esto?
—Isabella nos mandó todo el paquete —respondió él, sin rodeos—. Y yo lo transmití a donde debía.
—Yo no pedí esto.
—Pero lo necesitás —agregó Doménico, tranquilo—. Vos querés hacer esto solo, Leo, y es admirable… pero esta situación no se resuelve solo con agallas. Necesitás estructura.
Leo apretó los labios, sin responder. Justo cuando iba a replicar, el móvil vibró. En pantalla: Luca Moretti.
Contestó con una mezcla de sorpresa e intuición.
—Ciao, ragazzo —la voz sonaba serena, casi cálida, como en los días buenos—. Hablé con Isabella esta mañana. Me contó todo.
Leo se quedó en silencio unos segundos. No sabía qué esperaba de esa llamada, pero no era eso.
—No es un capricho —dijo, anticipando el juicio—. No estoy escapando, quiero construir algo mío. No es una traición.
—Lo sé —respondió Luca, rápido—. Lo sé porque lo estás haciendo con cabeza, no con ruido. Y porque Isabella no deja de repetir que sos más listo de lo que todos creíamos.
Hubo una pausa. Luca respiró hondo al otro lado.
—Mañana ella viaja a Londres. Va a reunirse con vos para presentarte un plan. Si estás dispuesto a aceptarlo, podemos ayudarte a formar algo nuevo.
—¿Algo como qué?
—Una sociedad. Se va a llamar Vittoria Group S.A.S. Independiente del club en Italia. Un vehículo legal para ayudarte a adquirir parte del Kingsport y negociar la deuda con el banco, de forma limpia. Con reglas claras. Con vos al frente, si querés. Pero con apoyo real.
Leo se quedó en silencio. Miró las carpetas sobre la mesa, los abogados que ahora lo observaban con una mezcla de respeto y expectativa. No era lo que había imaginado. Pero tampoco era una imposición. Sonaba… a oportunidad.
—¿Y esto no es para controlar lo que hago?
—Es para asegurarnos de que lo que estás haciendo no se derrumbe en seis meses —respondió Luca—. Y porque, aunque te cueste aceptarlo, hay cosas que no tenés que pelear solo.
Leo tragó saliva. El orgullo y la razón se le enredaban en la garganta.
—¿Y por qué ahora?
—Porque ya demostraste que no necesitás que te lleven —dijo Luca, y lo dijo sin peso, sin doble filo—. Solo alguien que te cubra la espalda cuando el barro sube a las rodillas.
Colgó.
Los abogados aguardaban. Doménico le alcanzó un café.
—Entonces —preguntó—, ¿te sentás a la mesa?
Leo respiró hondo. Por un segundo pensó en Camila, en su hijo en camino, en el estadio que apenas empezaba a conocer. En cómo las cosas verdaderas no se construyen sin ayuda, pero tampoco sin dirección.
—Sí —dijo al fin—. Me siento. Pero las decisiones las tomo yo. Y el barro lo piso yo también.
Uno de los abogados asintió.
—Así empieza cualquier grupo serio, señor Moretti.
Leo se acomodó en la silla. No estaba cediendo. Estaba construyendo con mejores herramientas.
Movimiento, pensó de nuevo.
Pero ahora, no caminaba solo. Y eso, para alguien que se había ido huyendo del apellido, era una forma distinta —y mucho más firme— de volver a casa.