En el despiadado mundo del fútbol y los negocios, Luca Moretti, el menor de una poderosa dinastía italiana, decide tomar el control de su destino comprando un club en decadencia: el Vittoria, un equipo de la Serie B que lucha por volver a la élite. Pero salvar al Vittoria no será solo una cuestión de táctica y goles. Luca deberá enfrentarse a rivales dentro y fuera del campo, negociar con inversionistas, hacer fichajes estratégicos y lidiar con los secretos de su propia familia, donde el poder y la lealtad se ponen a prueba constantemente. Mientras el club avanza en su camino hacia la gloria, Luca también se verá atrapado entre su pasado y su futuro: una relación que no puede ignorar, un legado que lo persigue y la sombra de su padre, Enzo Moretti, cuyos negocios siempre tienen un precio. Con traiciones, alianzas y una intensa lucha por la grandeza, Dueños del Juego es una historia de ambición, honor y la eterna batalla entre lo que dicta la razón y lo que exige el corazón. ⚽🔥 Cuando todo está en juego, solo los más fuertes pueden ganar.
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Capítulo 20 – Lo que dejamos atrás
El tren llegó puntual. Roma lo recibió con su caos elegante, ese ruido constante entre bocinazos, motos y voces en mil acentos. Adriano bajó con una mochila al hombro y un par de lentes oscuros que no disimulaban el cansancio, pero sí las dudas.
En el andén lo esperaba un hombre robusto, traje oscuro, barba prolijamente recortada. No necesitó decir quién era. Llevaba esa presencia que no se pregunta. Detrás de él, dos hombres más, más jóvenes, con pinta de saber disparar antes de hablar.
—Adriano Moretti —dijo el primero, extendiendo la mano—. Soy Claudio Spano. Trabajo para tu tío.
Adriano estrechó la mano sin apuro.
—Ya me hablaron de vos.
—Yo también escuché cosas tuyas —respondió Claudio con una media sonrisa—. Buenas… y otras que veremos.
Subieron a una camioneta negra, sin distintivos. Ninguno de los otros dos habló durante el viaje. Solo Claudio, que le fue explicando las reglas del juego mientras recorrían la ciudad.
—Acá no hay flashes. No hay periodistas. Roma no es Vittoria. Esto es otra liga. Otra forma de poder. Más silenciosa… y más letal si la cagás.
—Lo tengo claro —respondió Adriano, mirando por la ventanilla.
Llegaron a un edificio discreto en el barrio Prati. Nada llamativo, pero con vigilancia oculta en cada esquina. Un par de cámaras, vidrios polarizados, seguridad sobria. Lo llevaron al último piso.
—Acá vas a trabajar —dijo Claudio—. Oficina propia. Línea directa con Venezia. Si Alfonso te mandó, es porque espera resultados. Y porque quiere que aprendas. No a hablar… a moverte.
Adriano dejó la mochila en el sillón y recorrió con la mirada el despacho. Amplio, limpio, sin adornos personales. Todavía no era suyo, pero ya sentía el vértigo de lo que venía.
Claudio se acercó.
—Una cosa más, chico. Acá no sos el sobrino del jefe. Eso no significa nada. Lo único que vale es si tenés las agallas para bancar la calle… y la cabeza para no ensuciarte innecesariamente.
Adriano lo miró a los ojos.
—No vine a que me respeten por el apellido.
Claudio asintió.
—Mejor. Porque acá los apellidos se entierran rápido.
Y así empezó su primer día en Roma. Sin recibimiento cálido. Sin discursos. Solo trabajo, tensión y una ciudad que no regala nada.
La tarde estaba cayendo sobre Roma, tiñendo los ventanales de un naranja sucio. Adriano salió de su oficina, cruzó el pasillo y golpeó dos veces la puerta del despacho de Claudio. No esperó respuesta. Entró.
Claudio estaba revisando unos documentos, como siempre. Levantó apenas la vista, sin sorpresa.
—¿Que pasa?
—No vine hasta acá para pasar el tiempo —dijo Adriano, sin rodeos—. Quiero que me digas por dónde empiezo.
Claudio dejó los papeles a un lado y se acomodó en la silla, evaluándolo con calma.
—¿Estás apurado?
—No. Estoy listo.
Se hizo un pequeño silencio. Claudio se levantó, caminó hasta el mueble del rincón y sacó una carpeta del segundo cajón.
—Entonces escúchame bien.
Volvió al escritorio, dejó la carpeta abierta y señaló una de las hojas.
—Carlo Dellucci. Uno de los nuestros. Tiene dos bares y una lavandería. Siempre fue discreto. Pero últimamente ha estado moviendo mercancía por su cuenta... con otra gente. No avisó. No pidió permiso.
Adriano hojeó el archivo. Fotografías mal enfocadas, transacciones en efectivo, nombres.
—¿Qué clase de mercancía? Preguntó Adriano
—Esteroides, pastillas, algo de coca. Lo de siempre. Pero no es de nosotros, y no pasa por nuestras manos. Lo hace con albanokosovares. Creen que pueden mover mercancía por Roma sin pagar el precio.
Adriano cerró el archivo.
—¿Dónde está?
—En uno de sus bares, en Tiburtina. Esta noche. Cree que lo vas a visitar por una auditoría. No sospecha nada.
—Perfecto.
Claudio lo miró con un gesto serio.
—Esto no es una advertencia. Si te miente, si se hace el listo… no me llames. Lo manejas tú.
Adriano levantó la mirada. Tranquilo, sin una pizca de duda.
—Lo tengo claro.
Esa noche. Bar Il Ferro.
El Il Ferro olía a humedad, cigarro viejo y problemas. Poca luz. Música de fondo. Dos meseras aburridas detrás de la barra. Adriano entró con paso firme, vestido con un traje oscuro sin corbata. Detrás de él, dos hombres suyos, sin hablar, con las manos en los bolsillos. Silenciosos, pero letales.
Carlo Dellucci estaba en una mesa del fondo, con una copa a medio terminar y una sonrisa falsa pintada en la cara.
—Adriano Moretti. Qué honor tenerte por aquí. No esperaba una visita tan ilustre.
Adriano no respondió. Caminó directo hacia él, se sentó sin quitarle la vista de encima y dejó una carpeta sobre la mesa.
—No vine a beber. Vine a revisar tus números. Tus compras, tus ventas. Hay facturas de proveedores que no existen, mercancía entrando sin salida registrada. Estás moviendo más de lo que vendes.
Carlo rió nervioso.
—No me vas a venir a hablar como si fuera un novato. Llevo más años que tú en esto
Adriano sonrió, sin calidez.
—Precisamente por eso. Deberías saber que hay cosas que no se hacen sin permiso. Y tú lo hiciste. Nos tomaste por idiotas.
Carlo se tensó. Bajó la voz.
—Estamos en Roma, no en Vittoria. Aquí las reglas son diferentes.
—No para nosotros. Las reglas no cambian según el barrio. Y tú las rompiste.
Adriano se inclinó un poco sobre la mesa. La mirada firme, el tono bajo, cortante.
—Cuarenta y ocho horas. Rompes todo. Cortas con los kosovares. Cierras cualquier trato sucio y vienes a explicarme, cara a cara, todo lo que hiciste. Si no lo haces…
Se detuvo.
—Si no lo haces, ya no vendré yo.
Carlo lo miró con desprecio.
—No me hables como si fueras tu padre. No eres él.
Adriano se quedó en silencio. Lo miró durante dos segundos. Luego se levantó.
—Tienes razón.
Y le metió un puñetazo directo al rostro. Carlo cayó hacia atrás, la silla rechinó contra el suelo. Se llevó la mano a la cara, sangrando por la nariz.
—¡¿Qué carajo te pasa?!
—¿Tú crees que esto es un juego?
Dos hombres se levantaron del fondo, guardaespaldas de Carlo. Uno sacó una pistola.
Adriano ni siquiera se giró. Sus hombres ya estaban encima de ellos.
Dos disparos. Precisos. Uno en el pecho, el otro en la garganta. Cayeron como muñecos rotos.
Carlo trató de gatear hacia la salida. Adriano lo agarró del cuello y lo estrelló contra la pared.
—¿Sabes qué es lo peor de todo esto? Que pensaste que podías jodernos y que no íbamos a hacer nada.
Lo empujó contra el suelo. El golpe sonó seco.
—Llévenselo abajo.
El sótano del Il Ferro
La habitación era estrecha, húmeda, con manchas viejas de sangre en las paredes. Carlo estaba amarrado a una silla de metal, respirando como un perro herido.
Adriano lo miró desde el otro lado, tranquilo. Se arremangó la camisa y se puso los guantes negros.
—Te voy a preguntar una vez. Y no te conviene mentirme.
Carlo apenas podía hablar.
—No quería traicionarlos…
—Pero lo hiciste.
Adriano sacó un cuchillo del maletín. No era grande. Lo justo para cortar, despacio.
—¿Con quién haces los tratos? ¿Nombres?
Carlo dudó.
Adriano no.
Le clavó el cuchillo en el muslo, entre músculo y hueso. Carlo gritó, convulsionó en la silla.
—¡Fabrizio! ¡Fabrizio Altieri! ¡Él me contactó! ¡Él me dijo que podía mover mercancía sin levantar sospechas!
—¿Dónde?
—Tiene un gimnasio en Trastevere. ¡Pero yo no sabía que era tan grande! ¡Solo eran unos paquetes!
Adriano lo miró en silencio.
—¿Cuánto te pagaban?
—El doble. En efectivo. Cada semana…
Adriano respiró hondo. Luego, con calma, apoyó la hoja del cuchillo sobre la mano izquierda de Carlo.
—Esto es por cada mentira que soltaste. Y aún no terminamos.
Le cortó el dedo anular. Carlo gritó. La sangre salpicó la silla, el suelo, la bota de Adriano.
Uno de sus hombres se acercó.
—¿Lo matamos?
Adriano negó con la cabeza.
—No. Que se quede con lo que le queda… por ahora. Quiero que esté vivo para mirar a los ojos a Fabrizio cuando lo traigamos. Que vea lo que pasa cuando juegan con la familia.
Carlo lloraba. Jadeaba. Suplicaba.
Adriano se dio la vuelta, caminando con pasos tranquilos hacia la puerta.
—Que lo limpien. Y cuando pueda caminar, que venga a verme.
Se detuvo antes de salir. No lo miró.
—O que lo arrastren.
Y desapareció por las escaleras, dejando el eco de sus pasos y el olor a sangre fresca.
Uno de los hombres de Adriano subió del sótano con la cara pálida, manchado de sangre hasta los codos. Cerró la puerta con fuerza, como si quisiera dejar todo lo que vio allá abajo enterrado en la oscuridad.
Adriano estaba en la barra del Il Ferro, bebiendo solo, con los nudillos aún rojos. No se giró cuando su hombre habló.
—¿Cómo seguimos?
Adriano dio un trago. Respiró hondo. El aire olía a sudor, pólvora y traición.
—Llama a los nuestros en Roma. Los que no duden. Los que no tiemblen.
—¿Cuántos?
—Todos los que estén listos para mancharse las manos sin preguntar por qué.
El hombre asintió y sacó el teléfono. Adriano lo ignoró y marcó otro número.
Claudio respondió de inmediato, como si ya supiera que algo estaba por pasar.
—¿Adriano? ¿Qué hiciste?
Adriano no respondió de inmediato. Caminó hasta la ventana y miró la calle húmeda de Tiburtina. La ciudad seguía respirando como si no supiera lo que acababa de pasar ahí dentro.
—Vamos a movernos —dijo al fin—. Esta noche vamos por Fabrizio Altieri.
Claudio no respondió enseguida. Luego, su voz llegó tensa, firme.
—¿Tú entiendes lo que estás diciendo?
—Mejor que nadie.
—¿Sabes lo que significa tocar a Altieri? No es cualquier rata. Tiene gente. Contactos. No se mueve solo.
—Lo sé.
—Entonces explícame por qué ahora. ¿Por qué tan rápido? ¿Por qué no hablamos primero? ¡Carajo, Adriano! ¿Qué te pasa?
Adriano se quedó en silencio unos segundos. Luego apretó los dientes y respondió con voz baja, contenida… pero dura.
—Porque se burló de nosotros. Porque pensó que podía usar nuestro nombre y hacer tratos por fuera. Porque creyó que no íbamos a hacer nada. Y porque yo ya me cansé de ver cómo se pudre esto desde adentro.
Claudio respiró fuerte al otro lado.
—No es así como hacemos las cosas.
Adriano cerró los ojos por un segundo. El pulso le latía en las sienes.
—¿Y cómo las hacemos, entonces? ¿Esperamos a que nos escupan en la cara? ¿A que nos rompan por dentro y luego pidamos permiso para responder?
Hubo silencio.
—Esta noche vamos por él, Claudio. Sin advertencias. Sin charla. Vamos a hacerlo como antes. Como se hacía cuando la lealtad valía más que los malditos márgenes de ganancia.
Claudio habló, pero con otro tono. Más bajo. Más resignado.
—Dime lo que necesitas.
Adriano no vaciló.
—Quiero tres coches. Dos de apoyo, uno para carga. Silenciosos, sin placas. Llévate a los viejos. Quiero hombres que no necesiten ensayar lo que tienen que hacer.
—¿Y si Altieri se rinde?
—No va a tener tiempo de hacerlo.
Claudio soltó un suspiro largo. No era miedo. Era respeto. Era la certeza de que Adriano estaba yendo más allá de lo esperado.
—Nos vemos en Trastevere.
Adriano colgó sin responder.
Se giró hacia su hombre, que aún esperaba.
—¿Ya están listos?
—Cinco en camino. Dos ya están en posición.
Adriano tomó su abrigo y se lo puso con calma.
—Vamos por la cabeza. Esta vez no dejamos sobrevivientes.
El hombre tragó saliva.
—¿Y si alguien más se mete?
Adriano lo miró, los ojos fríos, intensos, más vivos que nunca.
—Entonces que aprendan de qué está hecha esta familia.
Y salió del Il Ferro sin mirar atrás.
La noche en Roma, por fin, iba a dejar de ser silenciosa.
Trastevere, 02:47 A.M.
La calle lateral del gimnasio Titan Forge estaba desierta, envuelta por una niebla espesa que se arrastraba como si supiera lo que estaba por pasar. Faroles parpadeando, asfalto húmedo, silencio. Ni un alma.
Tres coches sin placas estaban ya en posición. En su interior, hombres armados esperaban instrucciones. Algunos fumaban. Otros simplemente miraban al frente, tensos, concentrados.
Adriano llegó primero, como siempre. Bajó del auto sin hablar, con el abrigo largo rozando el suelo y la mirada dura clavada en la entrada del gimnasio. Luego llegaron los demás, y al final, Claudio.
Los hombres se reunieron detrás de un viejo local cerrado, a una cuadra del objetivo. Catorce en total. Algunos con pasamontañas, otros a cara descubierta. Cuchillos, pistolas con silenciador, guantes puestos. Listos.
Claudio se acercó a Adriano, ajustándose los guantes de cuero.
—Todo está en posición. Dos en la azotea. Uno en la parte trasera. Hay cámaras, pero ya las cortaron. Si vamos, tiene que ser rápido.
Adriano asintió, caminando despacio entre ellos. Los miró uno por uno. A sus hombres. A los de Claudio. A los viejos conocidos que solo salían para cosas serias.
—Escuchen —dijo, sin alzar la voz—. No venimos a mandar un mensaje. Venimos a eliminar una amenaza. Quiero a Fabrizio vivo… solo lo suficiente para que escuche lo que tenga que escuchar. Nadie más sale caminando de ese edificio.
Claudio cruzó los brazos, mirándolo con dureza.
—Tu tío no estaría de acuerdo con esto. Él no cree en revolcarse en sangre por un simple aviso.
Adriano se detuvo. Giró lentamente y caminó hacia él, sin apuro. Lo miró fijo a los ojos. Todo el grupo se quedó en silencio.
—Mide tus palabras, Claudio —dijo con tono bajo, pero con filo—. No necesito permiso. No necesito sermones. Y mucho menos necesito una niñera que me diga cómo actuar cuando alguien escupe sobre nuestro nombre.
Claudio apretó la mandíbula. Pero no dijo nada.
—Mi tío no quiere ensuciarse las manos. Perfecto. Entonces que me deje a mí el trabajo sucio. Para eso estoy aquí.
Adriano dio un paso más cerca. Las palabras salieron firmes, sin temblar.
—Tú viniste conmigo. Así que o haces lo que hay que hacer... o vuelves a casa.
Hubo un segundo de tensión. Pesado. El tipo de segundo que puede terminar en una pelea o en una alianza eterna.
Claudio bajó la mirada. Asintió con la cabeza, lento.
—Entendido.
Adriano se giró hacia el resto. Ahora sí, con la voz fuerte.
—Entramos por tres puntos. Principal, trasera y sótano. Lo quiero localizado en menos de dos minutos. Si opone resistencia, lo bajan. Si alguien dispara, respondemos. Nadie sale. Nadie habla.
Uno de sus hombres levantó la mano.
—¿Y los entrenadores?
—Si están armados, caen. Si no... se les quiebra la voluntad.
Adriano se colocó los guantes. El rostro de piedra. Ojos helados. El tipo que ya no tiene dudas, solo objetivos.
—Vamos a poner fin a esta mierda.
Silencio.
Y entonces, como una sombra organizada, el grupo se dispersó en la noche.
03:00 A.M. – Infiltración en marcha
Tres equipos. Uno por la entrada principal. Uno por la puerta trasera del almacén. Uno por las escaleras del sótano. En cinco segundos, las cerraduras estaban rotas. Sin estruendo. Sin alerta.
Adriano entró con el primer equipo.
El gimnasio olía a caucho, hierro y sudor viejo. Había luces tenues en el pasillo central y música baja saliendo de un parlante Bluetooth. Dos tipos salieron de una sala de pesas, riendo. Uno alcanzó a abrir la boca.
—¿Eh, quién…?
Dos tiros. Silenciados. Preciso. Cayeron sin hacer escándalo.
—Limpio —susurró uno de los suyos por el auricular.
—Sótano controlado —informó otro.
Adriano caminó por el pasillo hasta la oficina central, donde sabían que estaba Fabrizio. Su guarida.
Dos hombres vigilaban la puerta, sentados, medio dormidos.
Un disparo. Dos. Nada de gritos.
—Adentro.
Uno de los suyos abrió la puerta con una patada.
Fabrizio Altieri se levantó de golpe, con el rostro desencajado. Llevaba solo una camiseta blanca y pantalones deportivos. No alcanzó a tocar su pistola. Ni a maldecir.
Adriano entró detrás de sus hombres, caminando con una calma que dolía más que cualquier amenaza.
Se miraron por un segundo.
—Adriano… ¿qué carajo estás haciendo?
Adriano no respondió.
Solo le metió un puñetazo directo en la boca, que lo mandó de espaldas contra el escritorio.
—Encárguense —ordenó, con voz de plomo—. Que entienda lo que cuesta traicionar a esta familia.
Y el ruido del acero comenzó a cantar.
Fabrizio jadeaba en el suelo, la boca llena de sangre y una ceja abierta. Uno de los hombres de Adriano le había atado las manos con el cable del monitor de su escritorio. Lo habían levantado a la fuerza, sentado en su propia silla, como si estuviera de regreso en su oficina... solo que esta vez no mandaba.
Claudio entró y se apoyó contra la pared, con los brazos cruzados. No dijo nada.
Adriano estaba de pie frente a Fabrizio, mirándolo como si lo diseccionara con los ojos. Se quitó los guantes de cuero y los tiró sobre la mesa.
—Dime algo —empezó con voz baja—. ¿En qué momento pensaste que esto era una buena idea?
Fabrizio escupió sangre al suelo y rió, apenas.
—No pensé. Solo… quise más.
Adriano se inclinó sobre él, acercándose hasta que sus rostros estuvieron a medio palmo.
—¿Más? ¿Más de qué? ¿Más de lo que ya te dábamos? ¿Más de lo que eras capaz de sostener sin arrodillarte ante escoria extranjera?
Fabrizio no respondió.
Adriano le dio un golpe con la palma abierta. No con rabia. Con desprecio.
—Habla.
Fabrizio respiraba por la boca. El labio inferior partido.
—Solo era mercancía… ellos ofrecieron cubrir rutas sin levantar sospechas. Yo solo moví lo que ustedes no estaban mirando.
—¿Y por eso usaste el nombre Moretti? —Adriano se incorporó lentamente, como si contuviera algo dentro—. ¿Le diste nuestra protección a cambio de billetes sucios?
Fabrizio intentó justificar.
—Yo… no les di nada. Ellos… ellos ya sabían cosas. Nombres. Direcciones. Movimientos. Yo solo… cerré el trato.
Adriano se detuvo en seco.
—¿Qué dijiste?
—Ellos ya sabían. No me creas si quieres, pero no fui yo quien les habló primero. Ya sabían de ti. Del club. De Claudio. De las inversiones que están saliendo de Milán.
Claudio se tensó. Dio un paso al frente.
—¿Qué estás diciendo, Fabrizio?
—Estoy diciendo —contestó con voz quebrada— que alguien más en la familia está vendiendo información. Yo solo aproveché la oportunidad…
Crack.
Adriano le rompió la nariz de un puñetazo seco. Fabrizio gritó, se retorció, casi se cae de la silla.
—¡¿Quién más está involucrado?!
—¡No lo sé! ¡Te lo juro! ¡Me daban sobres y me decían a quién mover y con qué nombre firmar!
—¿Nombre?
Fabrizio dudó.
Adriano tomó el cuchillo de su cinturón. Sin ceremonias, sin palabras, se lo clavó entre los dedos de la mano derecha, atravesando la piel hasta la madera del escritorio.
—¡Aaaaagh! ¡Está bien! ¡Está bien! ¡Alguien firmaba como "Elías"! ¡No sé si es nombre real o alias! ¡Pero todas las órdenes venían con ese nombre!
Adriano lo miró como si analizara cuánto tiempo más merecía seguir respirando.
Claudio soltó un suspiro largo.
—Elías…
—¿Te suena? —preguntó Adriano sin apartar la vista de Fabrizio.
—Solo lo he escuchado una vez. En Londres. Un tipo que movía transferencias por debajo para ciertos "clientes de élite". Nunca supe si era un corredor o un fantasma.
Adriano se giró hacia sus hombres.
—Amárrenlo. Llévenselo. Pero quiero que no pueda caminar por una semana.
—¿Lo dejamos con vida?
—Sí —dijo Adriano, mirándolo a los ojos con el desprecio de un juez—. Porque aún puede ser útil. Y porque quiero que recuerde, cada vez que intente dormir, quién vino por él esta noche.
Uno de los hombres asintió y salió a preparar el transporte.
Claudio se acercó, aun procesando la información.
—¿Y ahora qué?
Adriano recogió sus guantes de la mesa. Se los puso despacio, como si el ritual le devolviera la calma.
—Ahora buscamos a ese fantasma.
Lo miró de lado.
—Y si resulta que el tal Elías está dentro de la familia… no importa quién sea.
Claudio entendió.
—¿Quieres decir…?
—Quiero decir que cuando encuentre al que filtró nuestros nombres… lo voy a enterrar con las manos.
Adriano caminó hacia la salida, dejando tras de sí el eco de su sentencia.
Esa noche, Roma no durmió tranquila.
Y lo peor… apenas comenzaba.
04:56 A.M. – Afueras de Roma
El convoy se movía por la autopista vacía rumbo a las afueras. Las luces de los túneles pasaban como pulsos de neón sobre el parabrisas. Adriano iba en el asiento del copiloto, con los codos sobre las rodillas y los ojos clavados en la oscuridad. No había dicho una sola palabra desde que salieron del gimnasio.
En la parte trasera del coche, Fabrizio iba inconsciente. Vendado. Amarrado. Respirando como un animal que sabe que ya no le queda libertad.
El aire estaba pesado. Afuera, el cielo empezaba a teñirse de gris.
Claudio conducía, pero no rompía el silencio. Sabía que Adriano necesitaba procesar todo lo que acababa de descubrir.
06:13 A.M. – Residencia Moretti, a las afueras de Roma
El portón se abrió sin necesidad de que nadie lo anunciara. Solo la gente que contaba podía entrar a esa hora. La casa estaba envuelta en penumbra, pero dentro aún quedaban luces encendidas. El silencio pesaba como una promesa rota.
Adriano entró directo, con pasos cansados pero decididos. Subió las escaleras. Se duchó sin pensar, con el agua ardiendo sobre la piel como si quisiera borrar el rastro de la noche.
Luego se dejó caer sobre el colchón, con el cabello aún húmedo, y por primera vez en horas… cerró los ojos.
Durmió como se duerme después de una guerra.
11:42 A.M. — Residencia Moretti, Roma
El móvil vibró sobre la mesa. Adriano lo vio sin sorpresa.
Alfonso
.
Respondió al segundo tono.
—¿Ya estás despierto?
—Desde antes de que saliera el sol.
—Entonces dime si es verdad lo que me llegó. Claudio habló, y los nuestros también.
Adriano se acercó a la ventana. La ciudad parecía tranquila. Como si nada hubiese pasado.
—Fabrizio soltó todo. Dijo que trabajaba bajo órdenes de alguien que firmaba como Elías. Nunca lo conoció. Nunca lo vio. Solo llegaban sobres con dinero, con indicaciones. Rutas, nombres... los nuestros.
Al otro lado, solo el sonido de una exhalación profunda. Y el mar de fondo.
—¿Carlo?
—Respira. Pero no por mucho tiempo.
—¿Ya no sirve?
—No. Y no hay lealtad que se recomponga después de lo que hizo.
Alfonso no respondió de inmediato. Se escuchó cómo encendía un cigarro.
—¿Y ese tal Elías?
—Fabrizio dice que ya traía la información. Que alguien adentro le abría la puerta. Mencionó filtraciones, operaciones financieras fuera del país, y… una conexión con el fiscal.
Hubo un silencio breve.
—¿Y Salvatore?
Adriano cerró los ojos por un instante.
—Fabrizio no lo nombró. Pero el nombre Elías se repite cerca de él. Y tú sabes que está demasiado cerca de todo. De la fiscal, del ruido… de nosotros.
Alfonso suspiró, esta vez más pesado.
—No me gusta. Nunca me gustó que jugara a ser político entre hienas. Pero está casado con Valentina. Es parte de esta familia, aunque no le quede bien el traje.
—¿Y eso lo protege?
—No. Pero lo frena. Por ahora.
Adriano frunció el ceño.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que hablemos con tu padre. Si hay que tomar una decisión sobre Salvatore, no se hace sin él. No por respeto a Greco… sino por respeto a Enzo. Y a tu hermana.
Adriano asintió lentamente. Lo entendía. No le gustaba, pero lo entendía.
—¿Y si mi padre no actúa?
—Entonces lo haremos nosotros. Sin rencor. Solo por necesidad.
El silencio entre ambos fue distinto. Más hondo.
—Y Carlo —dijo Adriano al fin.
—Ya sabes lo que hay que hacer.
—¿Lo ordenas?
—No hace falta que lo ordene. Tú viste la jugada entera. Ya no es uno de los nuestros. Solo es un hueco en la pared que nadie tapó a tiempo.
Adriano marcó desde el otro móvil.
—Sí. Confirma. Que desaparezca esta noche.
Colgó. Se giró hacia el ventanal. Roma seguía latiendo, ignorante.
—Cuando termine con esto, te veo en Venezia.
—Eso quiero. Hay cosas que tenemos que discutir… cara a cara. Y el nombre Elías no puede seguir sonando como un susurro.
—Será un grito —dijo Adriano, y colgó.
Y mientras las cosas se movían en la capital, en Milán, la calma era solo aparente. La ciudad eterna quedaba atrás. Roma, con su caos elegante y sus secretos pesados, había marcado un antes y un después en la historia de Adriano. Era otra pieza del tablero moviéndose, con consecuencias que aún nadie alcanzaba a medir del todo.
Pero al norte, en Milán, el foco ya estaba cambiando. La noche había caído suave sobre la ciudad, como una manta tibia que cubre las cosas que duelen.
En la mansión Moretti, las luces de las estancias principales estaban tenues. No era una noche de eventos ni de cenas familiares ruidosas. Solo el silencio propio de los días en los que algo se rompe, y nadie lo dice en voz alta.
Camila había pasado la tarde con la mirada fija en el móvil, aún sin saber si sentía rabia, tristeza o simplemente cansancio. La llamada de Luca fue clara y directa. Le explicó que ella iba a ser apartada del grupo por el bien de todos, incluida ella. Que no era un castigo, ni una sanción. Que lo hablaban con respeto, con cuidado, con apoyo.
Pero en el fondo… se sentía desplazada.
Afuera, el sonido de un coche cruzando el portón principal le hizo girar la cabeza. Escuchó pasos conocidos, lentos. Y entonces lo supo: Leo estaba de vuelta.
Entró sin anunciarse, con el cuerpo algo tenso, pero los ojos más claros que otras veces. Había tomado una decisión. O varias.
Camila se levantó del sofá cuando lo vio.
—¿Hablaste con Luca?
Leo asintió.
—Me lo imaginé por tu cara.
Ella se cruzó de brazos. No parecía enojada. Solo... vacía.
—Ya me lo dijo él. Lo que decidieron.
—No fue una decisión fácil —dijo Leo, acercándose despacio—. Pero también fue justa. necesitas un espacio distinto ahora. No presión, no cámaras, no rumores.
Camila lo miró, cansada.
—Eso ya lo sé. Pero me hubiese gustado escucharlo primero de vos.
Leo bajó la vista un momento. Después la volvió a mirar.
—Tienes razón. Perdón. Estuve… en otra.
—¿Dónde?
—En Luca, en Carter, en mi carta de renuncia. Hoy cerré un capítulo. Ya no estoy en el club.
Camila lo miró sin decir nada.
—No quiero que esto te arrastre. Ni que sientas que te sacaron por mi culpa.
—No lo siento así —dijo ella, bajando un poco la guardia—. Solo… me cuesta entender qué va a pasar ahora.
Leo se sentó en el borde del sofá. No la miraba todavía. Solo hablaba.
—Pensé en irme. No solo de Vittoria… de acá. Ir a Londres.
Ella se tensó.
—¿A Londres? —¿En Londres?
—Allá todavía tenemos conexiones. Negocios de la familia, de Moretti Enterprise. Mi madre mantiene relación con algunos socios de cuando vivíamos allá. Y aunque mi apellido pese, lo que yo quiero hacer es otra cosa. Algo mío. Algo más… limpio.
—¿Negocios?
—Sí. Algo entre consultoría, gestión de talento, incluso eventos. Todavía lo estoy definiendo, pero lo que sé es que no quiero seguir girando en la misma rueda. Quiero empezar por otro lado. Con vos. Con nuestro hijo.
Ella lo miró. Esta vez no con dudas. Con miedo, sí… pero también con algo que parecía esperanza.
—¿Y hablaste con tus padres?
—Con los dos. Papá fue diplomático. Le pareció razonable. Mamá… no tanto.
—¿No quiere que te vayas?
—No. Dice que es un mal momento. Que esta casa es también tuya. Que nuestro hijo debería nacer acá. Pero yo no estoy escapando, Camila. Estoy eligiendo. Es distinto.
Camila se acercó, despacio, y se sentó junto a él.
—Y si yo te dijera que no estoy lista para irme…
Leo giró hacia ella, con calma.
—Entonces espero. Pero no cambio de idea.
Ella lo miró. Y por primera vez en días, se sintió parte de algo más grande que la angustia.
—¿Y si vamos unos días? Sin compromiso. Solo para ver cómo se siente.
Leo sonrió, con los ojos cansados.
—Entonces empezamos ahí.
Y en ese salón silencioso, entre las paredes que ya no pesaban tanto como antes, Leo y Camila no sellaron un destino. Pero sí una intención.
Y a veces, eso es más fuerte que cualquier promesa.
Después de hablar con Camila, Leo se quedó solo en el salón, con la mirada perdida en el ventanal que daba al jardín. La conversación había sido dura, sí, pero necesaria. Y de alguna forma, sentía que algo dentro de él se estaba ordenando. Como si, por fin, el ruido de fondo empezara a bajar.
Sacó el teléfono del bolsillo, buscó un número guardado bajo el nombre “D. Mancini – Londres” y marcó. Tardaron unos segundos en responder.
—Leo Moretti —dijo una voz al otro lado, en un tono tan formal como cortante.
—Buenas noches, Domenico. No sé si esperabas una llamada mía, pero… quiero hablar de algo serio.
—¿De negocios?
—Sí. De los de allá. Sé que todavía tienen ciertos movimientos, propiedades, algunas relaciones activas con los Moretti. Necesito saber hasta qué punto eso sigue firme. Si puedo contar con algo para empezar un proyecto.
Hubo un breve silencio.
—Depende del proyecto, Leo.
—Voy a viajar pronto. Me gustaría que nos sentemos. Te adelanto que no es una locura, ni un capricho. Es algo serio, bien armado. Necesito saber si la estructura en Londres todavía puede sostener algo nuevo… y distinto.
Domenico no preguntó más.
—Cuando llegues, hablamos.
Leo colgó. No necesitaba más por ahora.
Después de la llamada, Leo se quedó unos segundos mirando la pantalla del móvil. Sabía que no necesitaba más palabras. Londres lo esperaba, y no con promesas vacías, sino con oportunidades que había que saber tomar. Había dado el primer paso. El siguiente sería más difícil, pero también más necesario.
Caminó por el pasillo largo que llevaba al invernadero. Allí solía estar su abuelo Enzo por las tardes, ocupado entre plantas y tazas de café que nadie más tocaba. Lo encontró como siempre, con las mangas arremangadas y las manos aún fuertes, revisando una hilera de pequeñas macetas con orquídeas blancas.
Leo se detuvo cerca, sin interrumpir. Esperó a que su abuelo lo notara.
—¿Vas a quedarte ahí parado o viniste a hablar?
Leo sonrió apenas.
—Vine a hablar.
Enzo dejó con cuidado una pequeña herramienta sobre la mesa de trabajo y se giró hacia él, sin mostrar sorpresa, pero sí atención.
—Adelante.
—Llamé a uno de los contactos de la familia en Londres —dijo Leo sin rodeos—. Me van a recibir. Las conexiones siguen ahí. Algunas dormidas, pero vivas. No voy a pedirles nada… salvo una reunión. Ya no quiero usar el apellido para que las puertas se abran solas, pero tampoco pienso negar lo que tengo.
Enzo asintió en silencio, sin interrumpir.
—Tengo un proyecto —continuó Leo—. Algo relacionado con el fútbol, pero más amplio. Inversión, gestión, algo que pueda crecer desde cero. No me interesa ser la cara de una empresa sin alma. Quiero hacerlo bien. Desde adentro. Y necesito arrancar con solidez.
Enzo se cruzó de brazos, con la expresión serena, como si ya supiera lo que venía.
—¿Y vienes a pedirme ayuda?
—Sí. Tengo mis acciones en Moretti Enterprise, claro. Pero si las muevo ahora, pierdo margen. Es un mal momento para tocar eso. Quiero un préstamo. Formal. Lo devuelvo. Con intereses, si quieres. Pero no quiero que me lo regales. Quiero que sea un primer paso… limpio.
Hubo un silencio prolongado. Enzo se acercó, despacio. No con dureza, sino con esa calma que solo los años dan.
—¿Cuánto necesitas?
Leo le dijo la cifra. Enzo no parpadeó. Solo lo observó en silencio unos segundos más.
—¿Y qué tienes armado?
—Estoy preparando todo. Tengo el modelo, tengo el objetivo, y tengo contactos. Solo necesito algo que me dé estabilidad mientras lo pongo en marcha.
—¿Y estás preparado para fracasar?
Leo respiró hondo.
—Sí. Pero esta vez, si caigo, quiero que sea de pie. No escapando de nada.
Enzo asintió con lentitud. Luego caminó hacia un pequeño escritorio en el rincón del invernadero. Abrió un cajón, sacó una libreta y un bolígrafo.
—Lo vas a tener. Pero quiero ver ese plan en papel. Quiero saber exactamente qué estás haciendo. Porque no te presto este dinero solo por ser mi nieto… sino porque, por fin, me hablas como un hombre.
Leo lo miró, con una mezcla de respeto y gratitud. No dijo “gracias” de inmediato. No hacía falta.
—Te lo voy a mostrar. Todo. Desde el inicio.
Enzo sonrió apenas.
—No esperaba menos.
Y por primera vez en mucho tiempo, Leo se sintió verdaderamente escuchado. No como el hijo menor, ni como el chico de los problemas. Sino como alguien que había encontrado su voz. Y estaba empezando a usarla para construir algo propio.
Enzo volvió al invernadero después de la charla con Leo, pero no siguió con las orquídeas. Se quedó sentado, con las manos sobre las rodillas, mirando hacia la galería vacía. No pensaba en flores. Pensaba en lo que su nieto había dicho. En lo que había dejado entrever.
Y en lo que se había callado.
De pronto El celular vibró sobre la mesa de hierro forjado. Lo miró.
Adriano.
Contestó.
—¿Todo bien? —preguntó, como quien sabe que no lo es.
—Sí… más o menos —respondió Adriano—. ¿Estás ocupado?
—No. ¿Qué pasa?
Adriano tardó un poco en hablar.
—Tengo que decirte algo. Pero quiero que lo escuches como lo que es: una sospecha. No un juicio.
Enzo enderezó un poco la espalda.
—¿Qué clase de sospecha?
—De las que no se dicen por encima. De las que se te meten en la cabeza y no te dejan dormir hasta que las sueltas.
Enzo no lo interrumpió.
—Hay un nombre dando vueltas. Uno que se repite demasiado cerca. Elías. No sabemos quién es. Nadie lo vio. Pero deja huellas. Firmas. Movimientos. Y parece saber cosas que solo podrían salir de alguien muy... bien posicionado.
—¿Qué tipo de cosas?
—Información interna. Nombres. Rutas. Lugares que solo manejamos nosotros. No son filtraciones chicas. Son trazas que apuntan a alguien que tiene acceso. A alguien que está adentro. O muy cerca.
Enzo apoyó un codo sobre el brazo de la silla.
—¿Y qué más?
—Quiero que prestes atención a lo que voy a decir. No es una acusación, pero es una alerta. Este nombre... se mueve cerca de la fiscal Costa. Y también, de forma incómoda, cerca de Salvatore.
Hubo un silencio. Largo. Pero no pesado.
—¿Estás diciendo que tu cuñado…?
—No estoy diciendo nada que no quiera probar. Solo que su nombre aparece. No en papel. En boca de otros. En rumores. En los mismos círculos donde aparece Elías. Y si no está metido, al menos está demasiado cerca para que sigamos haciendo como si no pasara nada.
Enzo se frotó la frente. No por cansancio. Por contención.
—¿Quién más sabe esto?
—Solo Alfonso. Y ahora tú. No quería que te enteraras por otro. No con algo así.
—Hiciste bien.
—No vine a buscar tu aprobación.
—Lo sé.
—Solo quería que supieras que estamos cerca de algo. Y que, si esto explota, prefiero que no te tome por sorpresa.
—No va a hacerlo.
—Eso espero.
Enzo miró por la ventana del invernadero. Afuera, el jardín seguía igual. Como si no hubiera escuchado nada. Como si no fuera asunto suyo.
—Voy a hablar con él.
Adriano no respondió.
—No para encararlo. Para observar. Para hacer las preguntas que importan.
—¿Y si no te gusta lo que ves?
—Entonces sabré qué hacer. Pero primero… quiero mirarlo a los ojos.
—Está bien.
Enzo respiró hondo.
—Gracias por confiarme esto.
—No tenía otra opción —dijo Adriano, con un tono que no era reclamo. Era solo verdad.
—¿Cómo estás tú?
Adriano se quedó callado un momento.
—No tengo tiempo para pensar en eso.
—Deberías.
—Cuando esto termine, lo haré.
Enzo asintió, casi sonriendo.
—Siempre dices lo mismo.
Adriano también sonrió, pero sin que se notara.
—Será porque nunca termina.
—Algún día lo hará. Y más vale que todavía sepas quién sos para entonces.
—No me olvidé.
—Bien.
—¿Algo más que quieras decirme?
—No por teléfono.
—Perfecto.
—Hablamos pronto.
—Te llamo cuando tenga algo más sólido.
—Acá voy a estar.
Cortaron.
Enzo se quedó con el teléfono en la mano un instante más. Luego lo dejó sobre la mesa, se puso de pie y salió del invernadero.
No dijo nada.
Pero por dentro, algo ya se había puesto en marcha.
La tarde había comenzado a bajar sobre Milán cuando Leo salió de la casa familiar. Aún tenía presente la conversación con su abuelo. Sentía el peso de lo que estaba por hacer, pero también una claridad que nunca había tenido. Ya no se trataba de caprichos ni de fugas. Era una dirección. Una decisión.
Caminaba hacia el club con los papeles del proyecto en la mochila y el corazón tranquilo, cuando, al doblar la esquina del estacionamiento, la vio.
Valentina Romano.
Estaba de espaldas, hablando con alguien del cuerpo técnico. Cuando lo notó, fingió no verlo. Dio un paso en dirección contraria, con la mirada clavada en el suelo. Pero Leo no la evitó. Esta vez no.
—Romano —la llamó, sin levantar demasiado la voz.
Ella se detuvo. Dudó. Luego se giró, manteniéndose a distancia. Su rostro estaba tenso, pero no hostil. Cansado, más bien.
—¿Qué quieres?
Leo no buscó acercarse. Mantuvo el espacio. Pero la miró de frente.
—Sé que no tengo derecho a pedirte nada. Solo quería decir… que lo siento.
Valentina no respondió de inmediato. Parecía medir sus palabras con más cuidado que antes.
—No es algo que se borre con una disculpa.
—Lo sé. Y no busco eso. Solo… necesitaba decirlo. Me equivoqué contigo. Con Camila. Con muchas cosas. Y aunque entiendo si prefieres no volver a hablarme, quería cerrar esto con respeto.
Ella lo observó en silencio. Luego bajó la mirada un segundo.
—Camila no merece el daño que se llevó por estar contigo. Y tú lo sabes mejor que nadie.
Leo asintió, sin excusas.
—Estoy tratando de hacer las cosas bien. Ahora de verdad. Me voy pronto.
—¿A dónde?
—Londres. Tengo algo entre manos.
Valentina cruzó los brazos, como si no supiera si debía alegrarse o no.
—Espero que sea distinto a todo lo anterior.
—Lo será.
Ella respiró hondo, como si al final también soltara un peso.
—Dile a Camila que le deseo lo mejor. Que fue difícil, pero nunca fue odio. Solo dolor mal llevado.
Leo hizo un leve gesto con la cabeza.
—Se lo diré.
No hubo más palabras. Solo un último cruce de miradas. Y esta vez, no hubo rencor. Solo dos personas que entendieron que no iban a ser amigas, pero tampoco enemigos para siempre.
Leo siguió su camino. Minutos después, ya estaba en el club. Tocó la puerta de la oficina de su tío.
Leo golpeó dos veces la puerta del despacho. Del otro lado, la voz de Luca tardó un par de segundos en responder.
—Adelante.
Entró y cerró con cuidado. Luca estaba frente al ventanal, de espaldas, con una carpeta en la mano. No se giró de inmediato.
—Pensé que ya no ibas a volver por aquí —dijo con tono neutro.
—Yo también lo pensé. Pero tenía que hablar contigo.
Luca se giró al fin. Lo miró directo, pero sin frialdad. Más bien con esa mezcla de decepción y cariño que uno guarda cuando le duele algo… pero no deja de importar.
—¿Vienes a decirme que fue un error?
Leo negó despacio.
—No. Sigo pensando que fue lo correcto… pero no dejo de valorar lo que aprendí estando aquí. Por eso vine.
Luca dejó la carpeta sobre el escritorio y se sentó. Hizo un gesto breve con la mano, invitándolo a hablar.
Leo no se sentó. No todavía.
—Estoy armando algo. Todavía no está listo, ni cerrado. Pero sé hacia dónde va. Y quiero hacerlo bien.
Luca lo observó en silencio, esperando que fuera al punto.
—No quiero alejarme del fútbol. Quiero quedarme. Pero desde otro ángulo. Más allá del escudo. Más allá del apellido. Estoy pensando en Inglaterra. En una oportunidad que tal vez pueda crecer si la trabajo como se debe.
Luca no respondió. Solo lo seguía con la mirada.
—No vine a pedirte permiso. Ni a convencerte. Pero tú sabes más que nadie cómo se mueve este mundo. A quién hay que llamar. A quién no. Y sé que no querías que me fuera del club… pero si me escuchas ahora, tal vez entiendas por qué necesitaba hacerlo.
Luca suspiró. Apoyó los codos sobre el escritorio.
—¿Qué estás buscando, Leo? ¿Un equipo? ¿Una marca? ¿Un lugar?
—Un propósito —respondió él, sin dudar—. Algo en lo que pueda crecer, equivocarme y mejorar… sin ser solo “el sobrino de Luca”. Quiero empezar de verdad. Pero no quiero hacerlo a ciegas. Por eso te necesito.
Luca bajó la vista unos segundos, como si intentara decidir si hablaba desde la razón o desde el corazón.
—Sabes que cuando renunciaste… me dolió. No por el cargo. Por todo lo que habías empezado a construir aquí. Porque te vi encontrarte en este club, incluso cuando no sabías que eso estaba pasando.
Leo asintió. Lo sabía.
—Y aún así te fuiste —añadió Luca, sin rabia, solo con algo de verdad que todavía le pesaba.
—Porque tenía que irme. No por escapar, sino porque si me quedaba, seguía siendo una sombra.
Luca levantó la mirada. Esta vez, más blanda.
—¿Y qué necesitas de mí?
—Tu guía. Tu consejo. Tu ojo. Si alguna vez voy a intentar meterme en el mundo de verdad, sé que tú puedes decirme por dónde empezar. No lo que me conviene, sino lo que vale la pena. Y si llega el momento de entrar en un club, no quiero hacerlo solo. Quiero hacerlo bien.
Luca se quedó un momento en silencio. Luego se reclinó en la silla.
—Está bien. Hablemos. No te prometo nada. Pero si lo haces como lo estás diciendo ahora… entonces vale la pena intentarlo.
Leo bajó la mirada apenas, sintiendo algo más profundo que alivio. Respeto.
—Gracias.
—No me des las gracias todavía —dijo Luca—. Esto no es fácil. Te vas a encontrar con cosas que no ves venir. Y si entras en el juego, no vas a poder salir como entraste.
Leo lo supo enseguida. No era una advertencia. Era una bienvenida velada.
La conversación recién empezaba.
Luca revisaba los documentos que Leo le había dejado sobre el escritorio. No decía nada, pero sus ojos se movían con ese ritmo lento y meticuloso que usaba cuando algo le importaba de verdad.
Leo, esta vez, se había quedado sentado. No se movía. Lo miraba en silencio, esperando.
Pasaron unos minutos así, hasta que Luca habló.
—¿Sabes a quién me recuerdas cuando hablas así?
Leo levantó la vista.
—¿A quién?
—A mí. Cuando tenía tu edad. Bueno… un poco más joven. Tenía esa misma mirada cuando le dije a papá que quería meterme en fútbol, pero desde otro lado. Más allá del apellido. Más allá de los trajes.
Leo no dijo nada. Lo dejó hablar.
—Nos llevamos apenas dos años. Pero me acuerdo bien. Me sobreprotegían como si fuera de cristal. A ti también… pero contigo fueron más permisivos. Te dieron más margen para equivocarte. Y eso te hizo distinto. Ni mejor, ni peor. Solo distinto.
Leo bajó un poco la mirada, sin sentir culpa, pero entendiendo.
—A veces pienso que no supe aprovecharlo —murmuró.
—No lo supiste entonces —dijo Luca—. Pero ahora sí. Por eso estoy aquí sentado, revisando esto contigo.
Hubo una pausa. Luego Luca soltó un suspiro largo, casi resignado, pero con una sonrisa leve.
—Tú y yo crecimos casi como hermanos, Leo. Y aunque siempre fui el más serio, el que se levantaba temprano, el que se preocupaba antes que los demás… tú eras el que tenía algo que yo admiraba. Ese impulso, ese fuego que ni tú sabías manejar. Pensé que ibas a perderlo por el camino. Me alegra ver que no.
Leo lo miró. Con respeto. Con esa complicidad que no necesita explicarse.
—Papá fue quien me dio el primer sí. Pero tú... tú eres el que siempre quise que me escuchara.
Luca bajó la vista un instante. Sonrió con un gesto breve, casi imperceptible.
—Bien. Entonces escúchame ahora tú.
Leo asintió.
—Isabella está en Suiza —dijo Luca—. Va a estar unas semanas allá por temas fiscales, reuniones, movimientos bancarios. Pero si esto va en serio, ella puede ayudarte. No para hacerlo por ti, sino para ponerte frente a la realidad. Y si tu plan no es sólido… ella te lo va a decir. Sin rodeos.
—Perfecto —respondió Leo—. Quiero que me ponga a prueba. Ya no me molesta que me cuestionen.
—Eso es crecer —dijo Luca.
Se inclinó un poco hacia adelante, apoyando los antebrazos sobre el escritorio.
—Y me alegra que papá te respaldara. Él no lo hace por todos. Sabes bien que a mí me lo exigió todo antes de soltarme la primera moneda.
—Lo sé —respondió Leo con sinceridad—. Y por eso mismo, esta vez no quiero fallar.
Luca asintió, mirándolo con una mezcla de afecto y seriedad.
—Entonces hazlo bien. Pero hazlo tú. No busques repetir lo que ya hicimos. Encuentra tu forma.
Leo se levantó. Esta vez sí. Más tranquilo. Con los papeles bajo el brazo y otra clase de peso en la espalda: el compromiso.
—Gracias, Luca.
Luca no se despidió con palabras. Solo lo acompañó con la mirada hasta la puerta. Y antes de que Leo saliera, lo detuvo una última vez con la voz:
—Leo.
—¿Sí?
Luca se apoyó en el respaldo de la silla, como quien sabe que aún queda algo importante por decir.
—¿Qué quieres saber?
Leo dudó un segundo. Luego lo dijo, sin vueltas, pero con esa preocupación sincera que no se disfraza.
—¿Qué va a pasar con la carrera de Camila?
Luca no respondió enseguida. Lo pensó, como quien escoge bien las palabras.
—Por ahora, se va a apartar del grupo. No es un castigo. Es una decisión pensada. Carolina y Carter van a apoyarla en la transición. Y cuando ella esté lista, si decide volver al campo… tendrá las puertas abiertas.
Leo asintió, con expresión seria.
—Solo quiero que tenga opciones. Que no la arrinconen a elegir entre ser madre o jugadora.
—Eso también depende de ella —dijo Luca, sin dureza—. Pero lo entiendo. Y vamos a cuidar que tenga espacio para decidir con libertad.
Leo no dijo nada más. Se giró para salir, y esta vez sí lo hizo.
Pero esa última respuesta le había dado algo más que tranquilidad.
Le había dado la certeza de que, aunque él se fuera, Camila todavía tenía un lugar desde el que reconstruirse.
Mientras tanto…
Después de colgar con Adriano, Enzo no volvió al invernadero.
Subió al estudio, cerró la puerta y se quedó un momento en silencio. No por shock. Solo necesitaba ordenarse.
Tomó el teléfono fijo y marcó a uno de los empleados de la casa.
—Decile a Alessandro que venga. Ahora.
—¿Le digo que es urgente?
—Decile que nos vamos a mover.
Colgó. Se quedó de pie, mirando por la ventana del estudio como si lo que necesitara ver estuviera allá afuera, escondido entre los árboles del jardín. Pero no estaba.
A los pocos minutos, escuchó los pasos de su hijo en el pasillo. La puerta se abrió sin golpear.
—¿Qué pasó?
Enzo caminó hacia la estantería, giró uno de los paneles de madera y abrió una pequeña caja con un solo botón rojo en el centro. Lo presionó.
—Línea segura —dijo, sin mirar.
Alessandro lo observó, más atento ahora. No insistió. Sabía que su padre solo usaba esa función cuando algo no podía salir de ese cuarto.
—¿Qué está pasando?
Enzo se giró, serio.
—En el auto te explico.
Salieron de la casa sin más palabras. El chofer ya los esperaba con el motor encendido.
Una vez dentro, Enzo habló. Sin rodeos.
—Adriano me llamó. Hay un nombre que se repite. Elías. Sabe cosas que no debería saber. Y parece que se está moviendo demasiado cerca de la fiscal… y de Salvatore.
Alessandro frunció el ceño.
—¿Qué tiene que ver Salvatore con eso?
—Todavía no lo sabemos. Pero si está metido… o si está dejando que lo usen, necesito mirarlo a los ojos.
—Papá… es el marido de Valentina.
—Lo sé.
—¿Y si no es culpable?
—Entonces no va a tener nada que ocultar.
—Y si lo es…
—No lo voy a decidir ahora.
Alessandro apretó la mandíbula, pero no discutió.
—¿Qué querés que haga?
Enzo giró hacia él, con la voz firme.
—Reuní a los tuyos. Que no sean muchos. No necesitamos escándalo. Solo precisión.
Alessandro asintió.
—¿Y después?
—Después lo vamos a buscar. Esperamos que salga de su oficina. Lo suben al coche. Capucha. Lo traemos. Y hablamos. A mi manera.
—¿Solo querés hablar?
—Sí. Pero quiero que me escuche.
El coche giró rumbo al centro de la ciudad. Ninguno de los dos volvió a hablar.
No hacía falta.
Salvatore salía todos los días a la misma hora de su oficina en el centro. Siempre solo, siempre hablando por teléfono, como si el mundo ya no pudiera tocarlo.
Pero esa noche, alguien sí lo iba a tocar.
Cuando el senador cruzó las puertas del edificio, tres hombres lo rodearon sin levantar sospechas. Uno lo saludó por nombre. Otro le palmeó el hombro como un viejo amigo. El tercero le ajustó la capucha negra en la cabeza con una rapidez que ni él supo en qué momento ocurrió.
En menos de veinte segundos, Salvatore Greco dejó de ser una figura pública. Ahora era un paquete.
Y ese paquete tenía destino.
Bodega – Afueras de Milán, 23:06 p.m.
La capucha cayó al suelo.
Salvatore Greco pestañeó varias veces bajo la luz directa del techo. Atado a la silla, con los brazos firmes tras la espalda, no hizo ningún esfuerzo por hablar. Sabía perfectamente quién lo había mandado traer.
Enzo Moretti estaba de pie frente a él. El rostro sereno. Las manos dentro de los bolsillos del abrigo. Ni rabia, ni odio. Solo una pregunta pendiente.
Alessandro, firme en la sombra, no intervenía.
—¿Sabés por qué estás acá? —preguntó Enzo.
Salvatore lo miró directo.
—No cometí ningún error.
—No estás acá por eso.
—Estás acá porque yo te pedí que te encargaras. Vos fuiste, hablaste con Costa. Silenciaste a Francesca. Moviste las piezas que había que mover.
Salvatore asintió. Cauto.
—Entonces, ¿qué es esto?
Enzo dio un paso al frente.
—Esto es porque, a pesar de todo eso… tu nombre sigue apareciendo. Donde no debe. Vinculado a algo que no controlás. A alguien que no conocemos. Elías.
La palabra cayó como piedra. No fue gritada. No hizo falta.
Salvatore no respondió enseguida.
—No soy yo —dijo por fin.
—¿Estás seguro?
—Totalmente. No tengo idea de quién es ese tipo. Ni por qué me están vinculando a él.
Enzo se inclinó apenas, lo justo para romperle la distancia.
—Entonces decime por qué todo lo que ese nombre toca… pasa por vos. ¿Por qué sus filtraciones coinciden con movimientos de tu equipo?
—No tengo esa respuesta —dijo Salvatore, serio—. Yo hice lo que me pediste. Fui a frenarla. A negociar. A cortar la cadena antes de que se hiciera pública. Lo hice por todos.
—Y mientras vos hacías eso —dijo Enzo con voz baja—, alguien usaba tu sombra para seguir entrando.
—No estoy diciendo que seas Elías, Salvatore. Pero si no lo sos… entonces alguien está usando tu nombre. Tus accesos. Tu entorno. Y eso es casi igual de peligroso.
—Yo no encubro traidores.
—Entonces ayúdame a encontrarlos.
Salvatore asintió. Respiraba agitado. No por miedo. Por la presión de saber que no había margen para fallar.
—Voy a escarbar —dijo—. Hasta el fondo. Te doy mi palabra.
—No quiero tu palabra —replicó Enzo—. Quiero resultados. Porque Adriano está allá afuera apagando el incendio que vos no pudiste contener del todo. Y no es justo que él se queme por algo que vos no vigilaste.
—¿Y Valentina? —preguntó Salvatore, más bajo.
—Valentina no sabe nada de esto. Y por su bien… mejor que siga así.
Se giró hacia Alessandro.
—Que se quede unas horas. Solo. Que piense. No como castigo… sino para que entienda el peso de lo que está pasando.
Volvió la mirada a Salvatore.
—Si mañana Elías vuelve a moverse… y tu nombre vuelve a estar cerca, no va a haber reunión. No va a haber charla. Solo cierre.
La puerta se abrió. Enzo salió sin mirar atrás.
Salvatore se quedó quieto. En la misma silla.
Y por primera vez, sin saber si todavía tenía el control de algo.
Roma — Almacén abandonado en Tiburtina | 00:13 a.m.
Mientras su padre se ocupaba de ajustar cuentas en el norte, Adriano había decidido cerrar el frente que aún quedaba abierto en Roma.
Un frente que no podía resolverse con llamadas.
Había solicitado una reunión con los albanokosovares. No para pactar. Para advertir.
La mercancía que esperaban nunca llegó. Él mismo había dado la orden de interceptarla dos noches atrás, después de ejecutar a los socios que la habían introducido sin permiso. Carlo. Altieri. Dos traidores menos.
El mensaje ya estaba en el aire antes de que Adriano dijera una sola palabra.
Ahora, en ese viejo almacén a las afueras de Tiburtina, los cuatro jefes de la célula kosovar esperaban. Todos de pie. Ropa simple, miradas filosas. Uno de ellos —Barjam— fumaba apoyado en una caja de madera, con los ojos entrecerrados.
Adriano entró con dos de sus hombres. Sin palabras. Sin armas visibles. Sin miedo.
Se detuvo frente a ellos. A un par de metros. El humo del cigarro flotaba entre los rostros.
—Lo que hicieron —dijo al fin, sin emoción— no fue un error. Fue una declaración.
Barjam sonrió apenas.
—Nuestros camiones fueron robados. ¿Eso también fue una declaración?
Adriano lo sostuvo con la mirada.
—Eso fue una respuesta.
Barjam chasqueó la lengua, sin perder la sonrisa.
—Nosotros no venimos a desafiar. Venimos a ganar. A hacer negocios.
—Este territorio no está en disputa —replicó Adriano—. Y ustedes no pidieron permiso. Lo que están haciendo es meterse en la casa de otro hombre y querer cobrar alquiler.
—Roma es grande —dijo uno de los otros—. Hay espacio para todos.
—No para quienes llegan sin llamar —dijo Adriano.
—Interceptamos su cargamento. Matamos a los socios que lo permitieron. A partir de esta noche, cualquier persona que los respalde acá dentro, cae con ustedes. Así que tienen una sola opción.
Barjam apagó el cigarro en una viga oxidada.
—¿Y si no nos vamos?
—Entonces esta ciudad se convierte en su cementerio —respondió Adriano—. No va a ser rápido. Ni limpio. Va a ser con mensaje.
Los albanos se miraron entre ellos. No dijeron nada. Pero algo en sus cuerpos cambió. El tipo de quietud que se siente antes del disparo.
Adriano no se movió. Dio un solo paso atrás.
—Tienen setenta y dos horas. Después, no hay vuelta.
Se giró.
Sus pasos resonaron entre las paredes de hierro viejo. La puerta chirrió al cerrarse tras él.
La tensión no se disipó. Solo quedó en pausa.
Porque nadie que pisa Roma sin permiso… se va sin consecuencias.
Adriano ya había dado la vuelta, dispuesto a marcharse, cuando Barjam alzó la voz:
—La guerra es mala para el negocio, Moretti.
Adriano se detuvo.
—Y perder cargamento también —añadió otro—. No debimos actuar sin hablar. Pensamos que teníamos respaldo.
Adriano giró lentamente, apenas un movimiento de hombros.
—¿Respaldo de quién?
—De Elías.
El silencio cayó denso, como polvo viejo.
—Nos buscó —continuó Barjam—. Nos ofreció rutas, contactos, protección. Nunca dijo su nombre completo, pero sabíamos que tenía acceso. Y cuando alguien como él menciona a los Moretti… uno asume cosas.
Adriano no pestañeó.
—Asumieron mal.
—Lo entendemos ahora —dijo Barjam—. Por eso estamos hablando. Si ese hombre no era uno de ustedes… entonces cometimos un error. Y queremos arreglarlo. Con vos.
Adriano se acercó un paso.
—No les voy a devolver el cargamento.
Los rostros se tensaron.
—Pero podemos hacer negocios —añadió—. Bajo nuestras reglas. Bajo mis términos.
—¿Y el precio?
—Cuarenta por ciento —dijo Adriano, sin titubeos—. Del total de cada operación. Retroactivo a la mercancía que intentaron mover sin permiso.
Barjam hizo una mueca. No fue protesta. Fue cálculo.
—Eso es mucho.
—Eso es paz —respondió Adriano—. Y acceso a esta ciudad. Si no les sirve, pueden probar suerte en otra parte.
Hubo una pausa. Un cruce de miradas.
Finalmente, Barjam asintió. No sonriente. No satisfecho. Solo entendiendo quién mandaba.
—Hecho.
Adriano lo miró una última vez.
—Más vale que cumplan.
Y esta vez sí se fue, con pasos firmes, sabiendo que había evitado un conflicto… pero no apagado el fuego.
Parecía que había una nueva alianza.
Pero Elías seguía en el aire.
Y alguien, tarde o temprano, iba a tener que responder por él
Roma — Bodega central de operaciones, 02:21 a.m.
El sonido de las bisagras oxidadas rompió el silencio cuando Adriano empujó la puerta lateral. La bodega estaba en penumbra. Una lámpara colgante iluminaba la mesa de trabajo donde Claudio revisaba papeles, informes y mapas digitales sobre la red logística de la ciudad.
—¿Cómo fue? —preguntó Claudio, sin levantar la mirada.
Adriano dejó el abrigo sobre una silla, se sirvió un café frío que alguien había dejado a medio terminar.
—Negociamos.
Claudio lo miró entonces, atento.
—¿Se echaron atrás?
—No exactamente —respondió Adriano—. Admitieron que Elías los contactó. Que creyeron que venía de nosotros. Por eso empezaron a mover producto sin pedir permiso. Pensaron que tenían respaldo.
Claudio frunció el ceño.
—¿Dijeron algo más de él?
—Solo que hablaba con autoridad. Que sabía nombres. Fechas. Rutas. Que ofrecía protección a cambio de lealtad.
—Eso significa que está adentro —murmuró Claudio.
Adriano asintió, se sentó frente a él.
—Y no solo eso. Les dejé claro que, si querían quedarse, tenían que pagar el precio. Cuarenta por ciento. Lo aceptaron.
—¿Y el cargamento?
—Nuestro. Entero. Eso ya está cerrado.
Un momento de silencio. Claudio deslizó hacia Adriano una carpeta con datos parciales: comunicaciones interceptadas, nombres filtrados, transacciones que alguien había ocultado.
—Si lo que decís es cierto, y Elías se mueve con esa libertad… no está operando desde fuera. Tiene que ser alguien con acceso real. A nosotros. A lo que hacemos. A lo que callamos.
—Por eso vine —dijo Adriano—. Ya no podemos esperar. Esto no es un problema. Es una amenaza. Si seguimos apagando incendios sin encontrar el fósforo, vamos a terminar quemados.
Claudio lo observó un instante. Luego asintió.
—¿Cómo querés jugarlo?
—Quiero saber quién es —respondió Adriano—. Quiero su cara, su nombre, sus movimientos. Si está usando el respeto que tenemos para mover fichas en las sombras… entonces no vamos a esperar a que venga por nosotros. Lo vamos a buscar.
Claudio se levantó, fue hasta un archivador, sacó un expediente más grueso que el resto.
—Esto es todo lo que no cuadra en los últimos seis meses. Movimientos bancarios, reuniones inesperadas, rutas que cambiaron sin aviso, gente que desapareció sin dejar huella.
Adriano tomó el archivo, lo hojeó en silencio. Después cerró la carpeta y la dejó sobre la mesa.
—Mañana… empezamos a cazarlo.
Y por primera vez, lo dijo sin sombra de duda:
—Vamos a encontrar a Elías.
Mientras Adriano imponía orden a punta de mirada en un almacén de Tiburtina y Claudio volvía a hundirse en montañas de papeles húmedos en la bodega, a mil kilómetros de distancia la noche olía a abeto y a pólvora vieja. En la frontera borrosa entre Austria y Hungría, una finca sin nombre abría el ascensor oxidado que llevaba al sótano donde Europa resolvía sus pecados.
El salón no presumía lujo: tablones ennegrecidos, alfombras que alguna vez fueron rojas y una mesa circular de mármol tan fría como la gente que la rodeaba. El silencio era espeso, el de quienes ya han firmado sentencias de muerte con una copa de vino en la mano. A eso habían venido: a evitar que la sangre volviera a manchar la alfombra de todos.
El ascensor se abrió con un suspiro de hierro. El sótano olía a madera vieja y a café que llevaba horas esperando; no era un salón lujoso, sólo un refugio donde los que mandan procuran que nadie más los escuche. Bajo las lámparas polvorientas, la mesa redonda parecía un tablero de ajedrez sin casillas, sólo mármol frío.
Alfonso Moretti entró sin abrigo, como si la noche no le rozara la piel. El eco de sus pasos fue lo único que se atrevió a saludarlo. Se detuvo un momento, dejó que el silencio lo reconociera, y recién entonces avanzó hasta la cabecera.
Cinco rostros lo seguían, cada uno cargando su propio invierno:
Dimitri Volkov—ojos hundidos, manos grandes que giraban un vaso vacío, como si esperara que apareciera vodka por pura voluntad.Renjiro Kaito—impecable, con un pañuelo blanco milimétrico; olía a incienso tenue.Patrick O’Connelly—sonrisas de pub, nudillos raspados… y un leve temblor de rodilla que jamás admitiría.Lucía Navarro—pulseras de plata que repicaban cada vez que cruzaba los brazos; perfume a mar.Marcus Blackson—traje entallado, móvil silenciado pero en la mano, porque en Chicago las prisiones no duermen.Las sillas vacías de los Romano y los Cilicianos recordaban que el poder no es eterno. Alfonso habló sin tocar la mesa:
—Gracias por venir con tan poco aviso. Lo que nos sostiene se ha resquebrajado.
Nadie contestó; los ruiseñores cantan en jardines, no en sótanos.
—Hace dos semanas una célula albanokosovar se movió por Roma —continuó— usando rutas que sólo nosotros deberíamos conocer. Se presentaron como “invitados de la casa”.
Los ojos de Volkov centellearon. Alfonso se volvió hacia él, pero su mirada no era un reproche, más bien un “explícame”.
Dimitri se inclinó, las manos aún en el vaso:
—Recibieron un salvoconducto firmado por “Elías”. Pensamos que era cosa tuya, Alfonso. Que Roma lo respaldaba.
Una exhalación colectiva recorrió la mesa: todos —no sólo los albaneses— habían creído la misma mentira. Alfonso asintió, sin dureza.
—Ahí está el problema. No fue una jugada de Moscú ni un error de los muchachos de Tirana. Fue alguien que habla con nuestras voces… y las usa para enfrentarnos.
Lucía chasqueó la lengua, un gesto casi maternal:
—¿Y qué hiciste con los chicos que mordieron el anzuelo?
—Adriano les recordó dónde están los límites —respondió Alfonso—. No hubo cadáveres; sólo un impuesto del cuarenta por ciento y un mensaje claro. Roma no se incendia si no le roban las llaves.
Patrick soltó una risita breve.
—Método Moretti: pagar por respirar. Me gusta.
Renjiro levantó la vista despacio:
—Elías no es un revendedor de información. Conoce nuestras rutas, nuestros nombres. ¿Cómo entró?
—Eso vengo a preguntarles —dijo Alfonso—. Y a pedirles que, hasta que lo sepamos, nadie firme nada fuera de esta mesa. Ni un contenedor, ni una transferencia, ni una promesa en voz baja. Quien lo haga, se arriesga a que Elías ponga su firma por encima.
Marcus tamborileó los dedos en la pantalla del móvil pero no lo desbloqueó.
—La gente de Chicago ha oído ese alias. Nada sólido, sólo ecos de criptomoneda moviéndose a deshoras. Si aparece un rastro, te lo mando.
Volkov carraspeó, algo áspero:
—Roma nos pertenece a todos en este pacto. No volveré a mover carga allí hasta que ustedes limpien la casa. Pero quiero saber una cosa: ¿qué piensa Enzo?
El nombre flotó un segundo, como un brindis antes de la sobremesa. Alfonso se permitió, por primera vez, apoyar las manos sobre el mármol.
—Enzo sigue donde siempre: mirando. Me dijo anoche, y cito: “La traición se riega sola; luego sólo hace falta cerillas”. Traducción libre: si Elías es alguien de adentro, no lo quemaremos en silencio. Lo haremos de manera que sirva de lección.
Un asentimiento lento recorrió la mesa. No era miedo, era reconocimiento: Enzo retirado todavía importaba más que muchos presentes.
Alfonso dejó escapar un suspiro, casi humano.
—No los he reunido para amenazarlos. Los reuní porque si Elías puede hablar como uno de nosotros, mañana venderá la misma mentira en Tokio, Boston o Valencia. Y entonces esta mesa dejará de ser un pacto para convertirse en un funeral.
Se enderezó:
—Cierren sus puertas. Vigilen a sus contables, a sus sobrinos listos, a sus amistades viejas. Si encuentran a Elías, no lo toquen: llámenme. Lo acabaremos juntos.
Patrick se acomodó la corbata con gesto brusco.
—¿Y si aparece en tu propio jardín?
Alfonso sonrió sin alegría, pero con todas las arrugas de la vida real:
—Entonces Roma volverá a oler a humo. Y nadie quiere eso, ¿verdad?
La reunión terminó sin aplausos ni firmas. Cada uno salió con paso medido, como si hubiera nevado dentro de sus trajes. Alfonso fue el último; al subir al ascensor sintió, por primera vez en semanas, el latido tenso de la incertidumbre. Pero también supo algo: con aquella confesión pública había forzado a Elías a moverse.
Y cuando los peces grandes se revuelven, el agua siempre deja huellas.
La Comisión – o la Mesa de Sangre, como terminan llamándola quienes saben que los pactos más fuertes se firman con un hilo rojo invisible
Nació casi por accidente, más por cansancio que por ambición. Corría 1978, último invierno duro antes de que Europa se acostumbrara a la calefacción barata. Tres guerras de sombras habían dejado ciudades enteras oliendo a pólvora: un ajuste de cuentas en Génova que voló un puerto completo, una vendetta balcánica que terminó con un hospital ardiendo en Sarajevo y un cargamento ruso perdido— con cinco cadáveres italianos de propina— en la frontera de Baviera.
Giuseppe Moretti, abuelo de Enzo y maestro en eso de convertir el desastre en negocio, viajó a Suiza con un maletín que no llevaba dinero sino fotografías de niños muertos entre escombros. “Si seguimos así —dijo a quienes aceptaron la invitación— vamos a perder la mercancía, el respeto y, lo peor, los clientes.” En aquella mesa improvisada, un refectorio de un viejo monasterio en Sankt Gallen, se sentaron siete clanes que jamás se habían mirado a la cara sin odiarse. Hablaron poco; firmaron menos. Pero sellaron tres reglas que, cuarenta y siete años después, continúan sosteniendo el equilibrio:
Territorio es sagrado.Nadie cruza las fronteras del otro sin pedir permiso. Si hay disputa, la Mesa media; si alguien desobedece, paga en metal o en carne.La palabra pesa más que el dinero.Quien promete cumple, y si no puede, envía a un hijo a pedir perdón. Preferible un heredero humillado que un disparo atronando en pleno centro.No hay silla vacía.Si una familia cae, la Mesa decide si su puesto se ocupa, se quema o se mantiene en silencio como recordatorio. Primero cayeron los Romano por la torpeza de creerse intocables; después los Cilicianos, erosionados desde dentro por sus propias guerras.Con el tiempo, las reuniones dejaron Suiza y encontraron refugio en lugares olvidados: un fuerte abandonado en Andalucía, una mina de sal en Polonia, un teatro clausurado en Marsella. El sitio variaba, la mesa —redonda, de mármol negro— se enviaba en piezas y se volvía a montar, como si recordara a todos que allí no cabían cabeceras ni tronos. La bautizaron Mesa de Sangre después de que un Navarro vaciara una copa sobre el mármol: el vino corrió, no dejó mancha, y concluyeron que la piedra era tan fría que ni la sangre tendría tiempo de secarse.
Las siete sillas actuales
Moretti (Italia):De la extorsión elegante al reinado financiero; hoy núcleo de la balanza europea.Volkov (Rusia):Hijos de la vieja KGB; cuando callan se escucha el crujido del hielo romperse.Kaito-gumi (Japón):Hierarquía y silencio; matan menos de lo que podrían, porque temen al eco.O’Connelly (Irlanda):Contrabandistas con fe de pub; si brindan contigo, mejor cuenta tus dedos después.Navarro (España):Los mares les sirven de libreta contable; su lealtad vale tanto como la obra de arte que acaban de subastar.Blackson (Estados Unidos):Prisiones privadas y criptomonedas; venden redención al que pueda pagarla.La séptima silla—la de los Romano— permanece en penumbra: recuerdo permanente de que el apellido no basta.
Por qué sigue viva
Porque nadie quiere volver a aquel invierno del 78. Porque los clientes —gobiernos, empresas y algún que otro banquero con traje nuevo cada año— prefieren un crimen organizado y predecible a un infierno de pólvora sin dueño. Y, sobre todo, porque cada familia sabe que destruir la Mesa significaría quedar a merced de la próxima bala perdida.
De vez en cuando llega un recién llegado con hambre y dinamita en los ojos. Descubre pronto que, para sentarse aquí, hay que heredar silla… o arrancarla con una ofrenda que haga temblar al mármol. Por eso Elías resulta tan peligroso: habla como si ya hubiera ganado el derecho a esa silla vacía, y los verdaderos dueños de la mesa no están dispuestos a regalar un puesto que costó medio siglo de amenazas, vino y funerales discretos.