Cuando Seraphine se muda buscando paz, jamás imagina que su nuevo vecino es Gabriel Méndez, el arquitecto que le rompió el corazón hace tres años… y que nunca le explicó por qué.
Ahora él vive con un niño de seis años que lo llama “papá”.
Un niño dulce, risueño… e imposible de ignorar.
A veces, el amor necesita romperse para volver a construirse más fuerte.
NovelToon tiene autorización de Yazz García para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
El inicio de todo
...CAPÍTULO 23...
...----------------...
...GABRIEL MÉNDEZ ...
Hace tres años…
—Lo siento mucho.
Eso fue lo primero que dijo el médico.
Tres palabras.
Suficientes para romper mi vida.
—Gabriel… Seraphine —dijo, sentándose frente a nosotros—. Lamento mucho tener que darles esta noticia.
Sera estaba recostada en la camilla, con una mano sobre el vientre. Tenía la bata del hospital mal cerrada y el cabello revuelto. Me miró, buscando algo en mi cara. Una confirmación. Una negación. Un milagro de último minuto. Yo estaba a su lado, con una de sus mano atrapada entre las mías, apretándola como si así pudiera sostener algo que ya se estaba cayendo.
—¿Cómo…? —intenté hablar, pero la voz no me salió bien—. ¿Cómo que lo siente?
El médico suspiró. Con ese cansancio de quien ha dado esta noticia demasiadas veces.
—El embarazo se detuvo —dijo—. El corazón dejó de latir hace unos días.
No.
No podía ser.
Sentí que el aire se me iba de los pulmones.
—Eso no es posible —dije—. Hace una semana la vimos. Estaba bien. Usted dijo que estaba bien.
Sera giró el rostro hacia mí. Sus ojos estaban abiertos… pero vacíos. Como si no estuviera ahí.
—A veces ocurre —continuó el médico—. No siempre hay síntomas inmediatos.
—¿Entonces…? —pregunté tartamudeando—. ¿La perdimos?
El médico dudó y esa duda fue peor que cualquier respuesta.
—Gabriel… —murmuró Sera por primera vez—¿Qué está diciendo?
La miré. Tragué saliva.
—Amor… —empecé, sin saber cómo seguir.
El médico intervino de nuevo.
—Hay algo más que debemos hablar —dijo—. Y prefiero hacerlo ahora.
No me gustó el tono.
Nada.
Ella asintió, rígida. Yo le tomé la mano. Estaba fría.
—Durante los exámenes —continuó— detectamos una condición que no se había manifestado antes. Sera presenta una malformación uterina congénita.
Sera frunció el ceño.
—¿Eso… qué significa? —preguntó, como si estuviera hablando de otra persona.
—Significa que su útero no se desarrolló completamente —explicó—. En términos simples, no tiene la capacidad estructural para sostener un embarazo a término.
El aire se me fue del pecho.
—¿Está diciendo…? —pregunté—. ¿Que esto no fue casualidad?
El médico asintió con cuidado.
—Es muy probable que futuros embarazos no sean viables sin tratamientos complejos. En algunos casos, no lo son en absoluto. No fue culpa de nadie —aclaró—. Pero sí, es muy probable que cualquier embarazo tenga el mismo desenlace. Lo siento.
Sera negó con la cabeza.
Sera no lloró.
No gritó.
No se movió.
Se quedó mirando el techo como si de pronto hubiera algo escrito ahí arriba que solo ella podía leer.
—No —dijo finalmente, muy bajito—. No, no… no puede ser.
—¿Nunca? —pregunté—. ¿Nunca podrá…?
El médico fue honesto. Brutalmente honesto.
—Las probabilidades son extremadamente bajas —dijo—. Y con un alto riesgo para ella. Lo responsable sería no intentarlo nuevamente.
—No —dijo Sera—. Usted está equivocado.
—Sera… —intenté.
—¡No! —alzó un poco la voz—. Yo estoy embarazada. Estoy… estaba. Era una niña. Íbamos a tener una niña…
Se me quebró algo adentro.
—Sera… —dije.
Ella empezó a temblar.
—Amor… —me llamó, con una voz que no le reconocí—. Dile que está equivocado.
—Voy a darles un momento —dijo—. Llamaré a enfermería en unos minutos. Por la edad gestacional, será necesario realizar un procedimiento.
Cuando salió, el mundo quedó suspendido.
—Gabo… —dijo Sera, por fin.
La miré.
—No me mires así —susurró Sera—. No me mires con lástima.
—No es lástima—dije—. Es…
No terminé la frase.
—No puede ser —repitió—. No puede.
Se llevó la mano al vientre.
—Ella estaba aquí.
Ahí fue cuando sentí que algo dentro de mí se rompía de verdad.
Su rostro estaba pálido. Sus manos temblaban. Su vientre seguía ahí, intacto, como una mentira cruel.
—Voy a salir un momento —murmuré—. Necesito tomar aire.
Ella no respondió.
Salí al pasillo.
Di dos pasos.
Tres.
Y mis piernas dejaron de sostenerme.
Me apoyé contra la pared blanca, resbalé hasta el suelo y me cubrí la cara con ambas manos.
Lloré con el cuerpo doblado, con el pecho ardiendo, con un sonido ahogado que no reconocí como mío.
Aún tenía la espalda apoyada contra la pared cuando escuché su voz.
—No… no, no, no…
Dicho rápido. Desordenado. Como si repitiéndolo pudiera desarmar la realidad.
Me enderecé de golpe.
—Sera… —murmuré, caminando de nuevo hacia la puerta.
Entonces ella gritó.
—¡NO ME LA QUITEN!
El sonido atravesó el pasillo como una cuchilla.
—¡ESTOY BIEN! ¡MI BEBÉ ESTÁ BIEN! —gritó con una desesperación que me heló la sangre—. ¡NO TOQUEN A MI BEBÉ!
Golpeé la puerta con la palma abierta.
—¡Déjenme entrar! —grité—. ¡Por favor!
Desde dentro se escucharon más voces.
Más pasos.
Demasiados.
—¡GABRIEL! —me llamó ella, con la voz quebrada—. ¡DILES QUE ESTÁ BIEN! ¡DILES QUE SE EQUIVOCAN!
—Señora, cálmese, por favor —dijo una enfermera—. No podemos—
—¡NO! —Sera gritó con una fuerza que no sabía que tenía—. ¡NO ME TOQUEN! ¡NO ME LA QUITEN, ES MI HIJA!
Escuché el sonido de algo cayendo.
Metal contra el suelo.
—¡SUÉLTENME! —sollozaba—. ¡GABO, DILE QUE NO! ¡YO LA SIENTO! ¡YO LA SIENTO!
Me apoyé contra la puerta, desesperado.
—Sera… —susurré—. Amor…
—Necesitamos ayuda aquí —dijo otra voz, firme—Pasen un tranquilizante.
—No —dije en voz alta, aunque nadie me escuchaba—. No hagan esto.
—¡NO ME DUERMAN! —gritó ella, ahora llorando—. ¡SI ME DUERMO ME LA QUITAN! ¡NO QUIERO DORMIRME!
Su llanto se volvió incoherente.
—Mi niña… mi niña… por favor…
Sentí cómo algo se rompía definitivamente dentro de mí.
—Gabo… —su voz se volvió más débil—. No dejes que—
Entonces el llanto se apagó en un sollozo largo, ahogado.
Yo me quedé ahí, con la frente apoyada contra la puerta fría, respirando como si me faltara el aire.
Dos meses antes habíamos desempacado cajas en un departamento pequeño, con paredes blancas y ventanas enormes. Nos reíamos porque el sofá no cabía bien y porque habíamos discutido una hora entera por dónde iba la cuna.
Yo había pintado una pared de amarillo claro porque Sera dijo que era un color feliz. Habíamos pegado una ecografía en el refrigerador.
Habíamos comprado ropa ridículamente pequeña.
Éramos felices y ahora estábamos desgarrándonos por dentro, con un vacío ocupando todo el espacio.