El mundo cayó en cuestión de días.
Un virus desconocido convirtió las calles en cementerios abiertos y a los vivos en cazadores de su propia especie.
Valery, una adolescente de dieciséis años, vive ahora huyendo junto a su hermano pequeño Luka y su padre, un médico que lo ha perdido todo salvo la esperanza. En un mundo donde los muertos caminan y los vivos se vuelven aún más peligrosos, los tres deberán aprender a sobrevivir entre el miedo, la pérdida y la desconfianza.
Mientras el pasado se desmorona a su alrededor, Valery descubrirá que la supervivencia no siempre significa seguir con vida: a veces significa tomar decisiones imposibles, y seguir adelante pese al dolor.
Su meta ya no es escapar.
Su meta es encontrar un lugar donde puedan dejar de correr.
Un lugar que puedan llamar hogar.
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23
El amanecer encontró a Valery ya en pie, sus huesos doloridos por el frío de la roca, pero su mente más clara que la noche anterior. El refugio había cumplido su propósito, pero era pequeño, húmedo y vulnerable. Necesitaban un lugar mejor, uno donde Luka pudiera estar a salvo mientras ella ejecutaba lo que ahora era su única razón de existir: la aniquilación de quienes les habían arrebatado todo.
—Vamos, Luky —dijo, alisando suavemente el cabello del niño—. Buscaremos un lugar más grande. Uno donde puedas correr si es necesario.
Caminaron en silencio, con Valery escaneando cada formación rocosa, cada pendiente, como si leyera un mapa de supervivencia tallado en la tierra. Finalmente, tras una hora de búsqueda, encontró lo que buscaba: una cueva más amplia, con dos cámaras interiores. La entrada, aunque visible, podía camuflarse con ramas y rocas. Adentro, había espacio para guardar las provisiones y permitir que Luka se moviera sin sentirse encerrado en una tumba.
—Aquí —anunció, dejando caer su mochila—. Este es nuestro nuevo hogar.
Mientras acomodaban sus escasas pertenencias, Valery notó cómo Luka exploraba el espacio con una curiosidad que no mostraba desde antes de la muerte de su padre. El niño corrió sus dedos sobre las paredes de piedra, como si estuviera memorizando cada grieta, cada textura. "Es más grande que la otra", comentó en un susurro, y en sus palabras había un atisbo de algo que se parecía a la esperanza. Valery sintió un dolor agudo en el pecho al verlo. Su hermano se aferraba a cualquier señal de estabilidad, por mínima que fuera, mientras ella planeaba sumirlos en una violencia aún mayor. Pero era necesario. Cada sonrisa que podría haber en el futuro de Luka dependía de que ellos no estuvieran allí para arrebatársela.
Sin perder tiempo, Valery preparó el espacio, asegurándose de que Luka tuviera agua, comida y un lugar donde refugiarse lejos de la entrada. Luego, con los binoculares que había rescatado del SUV colgando de su cuello y la ballesta en la mano, se despidió con una promesa que ya empezaba a sonar a ritual.
—Volveré antes del anochecer. Quédate aquí, en silencio.
"Siempre vuelvo", añadió, y esta vez las palabras sonaron diferente, no solo como una promesa, sino como una advertencia para sí misma. No podía fallar. No podía permitir que la distancia entre ellos se convirtiera en permanente. Al salir de la cueva, se aseguró de camuflar la entrada con ramas de manera meticulosa, creando una barrera que pareciera natural pero que a ella le permitiría identificar desde fuera si alguien había forcejeado con ella. Cada rama colocada en una posición específica, cada piedra movida unos centímetros, eran señales silenciosas de que el mundo exterior seguía siendo hostil.
El regreso al claro fue más rápido esta vez. La luz del día disipaba los fantasmas de la noche, pero no el dolor ni la rabia. Al llegar, ignoró el hoyo que había servido como sepultura de su padre y se concentró en el rastro de huellas del sedán, que se alejaban del lugar como una cicatriz en la tierra.
Las huellas contaban una historia de prisa y descuido. En algunos tramos, los neumáticos habían patinado sobre la tierra suelta, marcando la huida precipitada de los hombres heridos. En otros, manchas oscuras de aceite del motor malherido del sedán señalaban el camino como un rastro de migajas. Valery seguía cada indicio con la concentración de un rastreador experto, deteniéndose cada pocos metros para escuchar los sonidos del bosque, para asegurarse de que no estaba caminando hacia una emboscada. Su mano no se separaba de la ballesta, y sus dedos acariciaban el gatillo una y otra vez, como si la madera pulida y la cuerda tensa le transmitieran una fría determinación.
Siguiéndolas con la paciencia de un depredador, avanzó entre los árboles, deteniéndose cada pocos metros para escuchar, para observar. El rastro la llevó cuesta abajo, hacia el sonido constante y tranquilizador de un río cercano. Y entonces, entre la espesura, lo vio.
Un campamento.
No era un asentamiento fortificado, sino un conjunto desordenado de carpas y refugios improvisados junto al río, a no más de dos kilómetros del desván donde ellos habían encontrado las provisiones. Y allí, estacionado como un trofeo de su triunfo, estaba el sedán, con el capó abollado y las puertas abiertas.
Valery se ocultó entre la maleza, respirando profundamente para calmar el latido acelerado de su corazón. Con movimientos lentos y precisos, levantó los binoculares.
El mundo se redujo a un círculo de visión. A través de los lentes, todo se volvió nítido y a la vez distante, como si observara a insectos en una colonia. Vio las caras de los hombres, sus expresiones cansadas o arrogantes. Reconoció de inmediato al joven de la pistola, ahora sentado en una roca, limpiando el arma con una concentración exagerada, como si intentara borrar el recuerdo de lo sucedido en el claro. Vio al hombre al que había herido en el hombro, ahora con el brazo en un cabestrillo improvisado, bebiendo de una botella y maldiciendo a cualquiera que se le acercara. Pero quien captó toda su atención fue el hombre que ahora daba órdenes. No era el líder barbudo al que había matado; ese yacía enterrado en el claro. Este era más joven, más delgado, con una cicatriz que le cruzaba la mejilla y movía sus manos con una energía nerviosa. Gritaba instrucciones, y los demás, aunque lo obedecían, lo hacían con una desconfianza palpable. Era un líder nuevo, inseguro, tratando de llenar un vacío de poder. Esa división interna era tan clara para Valery como un punto rojo en un diagrama. Era una debilidad. Y ella explotaría cada grieta.
Observación.
Contó al menos doce personas, la mayoría hombres, pero también un par de mujeres. Algunos descargaban cajas de lo que parecía ser comida enlatada —¿su comida?—, otros afilaban cuchillos o limpiaban armas. Dos vigilantes, uno en cada extremo del campamento, parecían más interesados en conversar entre ellos que en vigilar.
Pero lo que más llamó su atención fue la dinámica del grupo. No parecían una comunidad unida, sino más bien una manada desgobiernada. El nuevo líder, el de la cicatriz, intentaba imponer su autoridad a gritos, pero su voz carecía de la convicción brutal de su predecesor. Los demás obedecían con miradas cansadas o abiertamente resentidas. La manada estaba herida y su nuevo alfa era débil.
Puntos ciegos.
Valery los localizó rápidamente. La retaguardia del campamento, cerca del río, estaba desprotegida, oculta por unos arbustos altos. También había una zona rocosa elevada a unos cien metros de distancia, perfecta para un francotirador… o para alguien con una ballesta.
Su mente, entrenada para la precisión quirúrgica, comenzó a calcular distancias, ángulos y variables. La zona rocosa ofrecía cobertura y una vista panorámica, pero la retirada sería complicada. Los arbustos junto al río permitirían un acercamiento sigiloso, pero la limitaban a un campo de visión reducido. Observó los patrones de movimiento: cada media hora, los vigilantes se reunían brevemente para compartir un cigarrillo, dejando el flanco este completamente descubierto durante casi cinco minutos. Era una ventana. Una oportunidad. También notó el lugar donde guardaban los bidones de gasolina, cerca de tres carpas apiñadas. Vio cómo apilaban leña para una fogata nocturna junto a una de las carpas más grandes. Las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar en su mente, formando no una, sino varias estrategias de aniquilación. Se fijó en el joven inexperto. Él era la pieza clave. Era el eslabón más débil, el más asustado, el que probablemente cargara con el peso de la culpa. Podría ser su punto de entrada.
Bajó los binoculares, una sonrisa fría y calculadora dibujándose en sus labios. No se trataba solo de venganza ahora. Se trataba de limpieza. Esa gente era una plaga, una infección tan peligrosa como los caminantes, y merecían el mismo destino.
Mientras observaba, una idea comenzó a tomar forma, cruel y metódica. No buscaría matarlos a todos de inmediato. Eso sería demasiado misericordioso, y no les daría tiempo a entender por qué morían. Su venganza requería pedagogía. Primero, el aislamiento. Eliminar a los exploradores que salían en parejas, haciendo que el mundo exterior se volviera una amenaza tangible para ellos, encerrándolos en su propio campamento. Luego, el terror psicológico. Usar la noche y su ballesta para eliminar a los vigilantes desde la oscuridad, sin un solo ruido, haciendo que creyeran que un fantasma o algún depredador invisible los estaba cazando. Que la confianza se convirtiera en miedo y el miedo en parálisis. Finalmente, el golpe final. Cuando estuvieran asustados, exhaustos y divididos, entonces llegaría el fuego. Usaría la gasolina y la leña que ellos mismos habían reunido para prender su propia pira funeraria. Quemaría su refugio, sus provisiones, su falsa sensación de seguridad. Quería que supieran lo que era sentirse acorralados, aterrados y sin esperanza. Quería que el nuevo líder, el de la cicatriz, viera cómo su pequeño y frágil imperio de brutalidad se reducía a cenizas, y que supiera, en sus últimos momentos, que había sido una chica de diecisiete años, a la que sus hombres habían subestimado, quien lo había destruido de la manera más metódica posible.
Los observó un rato más, memorizando rutinas, horarios, debilidades. Cada risotada que llegaba desde el campamento era un recordatorio de lo que le habían quitado. Cada movimiento descuidado de los vigilantes, una confirmación de su superioridad.
El sol comenzaba su descenso, tiñendo el cielo de naranja y púrpura, cuando Valery decidió que tenía suficiente. Había absorbido cada detalle, cada patrón, cada punto débil. Se deslizó hacia atrás, alejándose del borde del claro con la misma sigilosa precaución con la que había llegado.
Al llegar a la cueva, Luka corrió hacia ella, y Valery lo abrazó.
—Todo terminara pronto Lucky—susurró contra su cabello.