El Amor Es Cosa De Dos

–¡Madre de Dios!, eres una idiota, una lunática. Haces que quiera, haces que sienta... –calló. Ella le hacía sentir demasiado. Metió los dedos entre el cabello empapado y la dejó llorar.

Había dejado de resistirse al deseo sexual que sentía por ella. El deseo físico era normal. Era algo que entendía y aceptaba, no una debilidad. No le exigía renunciar al control, no requería confianza. Él la deseaba según sus términos y así la tendría. No caería en la trampa de permitir que los sentimientos le nublaran el juicio.

Él no era su padre.

Poco después, Marina se enderezó, parpadeando como alguien que acabara de despertarse. Tragó saliva y movió la cabeza cuando él se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros.

–Está mojada, pero es mejor que nada.

–Lo siento –el forro de la chaqueta aún estaba caliente. Marina estaba avergonzada de haberse derrumbado así. Siempre quedaba como una tonta cuando estaba con él–. Pensé que habrían venido al río –le temblaron los labios–. Habíamos ido a la feria de artesanía del parque. Se nos hizo tarde y volvíamos al coche corriendo, porque temía que se lo llevara la grúa, creí que me seguían.

Se apartó el pelo mojado de los ojos y apretó las manos contra las sienes antes de volverse para mirarlo. Él había puesto la motora en marcha y volvía hacia el embarcadero.

–¿Por qué diablos te metiste en el agua? ¿Tienes instintos suicidas?

–Los mellizos...

–¿Qué les habría ocurrido a los mellizos si te hubieras ahogado? –Alessandro se obligó a no suavizar su expresión cuando Marina palideció. El único color de su rostro era el dramático azul de sus ojos y el tono amoratado de sus labios.

–No iba a ahogarme –protestó ella.

Molesto por su falta de remordimiento y porque no reconociera el egoísmo de su temeridad, Alessandro sintió la tentación de tirarla al agua otra vez.

–Mi error –rechinó entre dientes–. Ahora ya veo que tenías la situación controlada.

–No, en serio, soy buena nadadora –ella clavó la mirada en el nervio que pulsaba en la mejilla de él–. Es obvio que te estoy muy agradecida, pero...

–Pero en realidad no necesitabas mi ayuda –él encogió los hombros, apagó el motor y, sorteando otras embarcaciones, guio el barco al muelle, bajó de un salto y lo amarró.

–Te estoy muy agradecida, Alessandro . Es una suerte que tuvieras un barco.

–No tengo barco –una leve sonrisa destelló en su rostro–. Al menos no aquí.

–¿Y este? –Marina se levantó y tuvo que volver a sentarse. Aún le temblaban las rodillas.

–Lo he pedido prestado –dijo Alessandro , recordando la defensa de Georgia.

–¡Lo has robado! –exclamó ella–. Pero supongo que era una emergencia –añadió, para no parecer desagradecida otra vez.

–¿Por qué pensaste que estaban en el río?

–Georgia quería montar en canoa y le dije que no. Georgia es muy...

–¿Cabezota?

–No discutió, y eso no es propio de ella. Decirle que no es como agitar un trapo rojo ante un toro. Tendría que haberlo supuesto.

Alessandro le ofreció una mano y, tras un titubeo, la aceptó. Se puso en pie, pero el barco se movió y ella tuvo que dar un salto hacia el muelle. La chaqueta que llevaba sobre los hombros cayó al agua. Ella, sin pensarlo, se estiró para agarrarla.

Un brazo de puro acero rodeó su cintura y la obligó a apartarse del borde.

–¿Qué demonios haces, mujer? ¿Te atrae la idea de morir? Te aviso que una vez es mi límite a la hora de sacar a maniacas suicidas del agua.

Marina no se resistió. Permitiéndose el lujo de sentirse a salvo, se apoyó en el enorme y fuerte cuerpo. No iba a ahogarse y los mellizos estaban bien. Seguía tiritando de frío, pero estar entre sus brazos la protegía del viento. La sensación de seguridad era una ilusión, pero muy agradable.

–Tu bonita chaqueta –gimió ella.

Alessandro apoyó la barbilla en su cabeza, atónito porque ella pensara en la chaqueta.

–Tengo más –la mujer necesitaba ayuda profesional. Cambió de postura para aliviar la presión que sentía en la entrepierna y pensó que no era la única que la necesitaba…