Salvando A Mi Hermano Ernesto

Ernesto estaba en la biblioteca, aún con la molestia marcada en el rostro, cuando su hermana entró con paso ligero. Ella notó de inmediato el aire pesado que lo rodeaba.

—Hermano… ¿qué pasa? —preguntó Elysia, inclinando un poco la cabeza.

Él soltó un bufido, pasándose la mano por el cabello con frustración.

—Tu conde Greenville… —dijo con amargura—. Hoy se apareció en mi oficina como si nada y me informó, con esa sonrisa arrogante suya, que se casarían en unas semanas. ¿Lo entiendes? ¡Ni siquiera me pidió tu mano! Solo me lo informó como si ya estuviera decidido.

Elysia abrió mucho los ojos, y aunque intentó mantener la seriedad, una risita se le escapó.

—Eso suena… muy a Hans —admitió, cubriéndose la boca con la mano.

—¡No es gracioso, Elysia! —replicó Ernesto, golpeando la mesa suavemente—. Yo soy tu hermano, al menos debió—

No alcanzó a terminar porque la puerta se abrió de golpe. Una modista, acompañada de dos ayudantes que cargaban enormes cajas y rollos de tela, entró con reverencias apresuradas.

—Baronesa, disculpe la interrupción, pero el conde Greenville nos pidió venir de inmediato —dijo la mujer, desplegando con orgullo un catálogo repleto de diseños—. Nos indicó que no existe límite en el presupuesto para el vestido de novia.

Elysia se quedó congelada un instante, parpadeando incrédula. Después se giró lentamente hacia Ernesto, que tenía el rostro desencajado entre la furia y la incredulidad.

—¿Vestido de… novia? —susurró ella, llevándose una mano al pecho.

La modista asintió con entusiasmo, ya abriendo las cajas para mostrar bordados de seda y encajes.

—Exactamente, mi señora. El conde dijo que debíamos empezar cuanto antes para que esté listo en pocas semanas.

Elysia no pudo contener la carcajada, tapándose la cara mientras sus mejillas se encendían.

—¡Ese Hans…!

Ernesto, en cambio, apretó los puños con frustración.

—Ese hombre va a volverme loco…

Elysia se acercó a las telas, acariciando una con brillo plateado mientras sus labios se curvaban en una sonrisa suave.

—No te preocupes, hermano... seré muy feliz...

Las modistas pasaban telas de seda, encajes delicados y bordados finísimos frente a Elysia. Ella escuchaba con atención, pero de pronto, con una sonrisa pícara en los labios, se inclinó hacia la jefa del grupo y le susurró algo que hizo que todas las mujeres se miraran entre sí con los ojos abiertos de par en par.

—Además del vestido de novia… —dijo Elysia, bajando la voz con coquetería—, quiero que me preparen algunos trajes de encaje. Blancos, negros… incluso rojos. Algo que sirva… para la noche de bodas.

Las modistas casi se atragantan de la sorpresa, pero ella simplemente se rio, cruzando los brazos con aire travieso.

—No se preocupen, no diré nada... compraremos su silencio y los diseños más atrevidos...

Horas más tarde, cuando se presentaron ante el conde Greenville para reportarle los avances, una de ellas no pudo contener la lengua. Entre nerviosas risitas, comentaron el curioso pedido de la futura novia.

Hans, que al principio estaba revisando papeles con gesto serio, se detuvo en seco. Alzó lentamente la mirada, y una sonrisa oscura, cargada de deseo, apareció en sus labios.

—¿Encaje…? —repitió, casi relamiéndose al decirlo.

Las modistas bajaron la cabeza, ruborizadas, pero Hans dejó escapar una carcajada baja y peligrosa. Cerró el documento que tenía en la mano con un golpe seco, levantándose de inmediato.

—Perfecto —dijo con esa voz grave y posesiva—. Si mi brujita ya piensa en la noche de bodas, entonces no pienso esperar tanto.

Los sirvientes se miraron entre sí, tensos, cuando lo escucharon añadir en tono decidido:

—La boda se adelanta. En menos de dos semanas será mía, y lo será frente a todo el imperio.

Hans había dado la orden de adelantar la boda sin aceptar réplica. Caminaba de un lado a otro en su despacho, con una sonrisa que apenas podía ocultar, pensando en Elysia envuelta en encaje.

—En dos semanas estará casada conmigo —declaró con tono firme, como si ya lo hubiese firmado en piedra.

Pero frente a él, el señor Ross, su secretario de confianza desde hacía años, no se dejó impresionar. El hombre mayor lo miraba con serenidad, las manos cruzadas detrás de la espalda.

—Mi lord… —dijo con voz grave—, con todo respeto, eso es imposible.

Hans giró hacia él, con una ceja arqueada y la paciencia colgando de un hilo.

—¿Imposible? Nada es imposible para mí.

—Mi lord, ya lo estamos haciendo contra el tiempo. —Ross sostuvo la mirada sin temblar—. Los preparativos, la seguridad, el templo, las invitaciones imperiales… y sobre todo, la reputación de Lady Elysia. Si usted precipita todo, darán la impresión de un matrimonio apresurado… y no se merece eso.

Hans frunció el ceño, dispuesto a rebatirlo, pero Ross dio el golpe final con voz solemne:

—Ella merece lo mejor, mi lord. Lo mejor del Imperio Volt. No un enlace apresurado que parezca fruto de un capricho, sino una boda que haga temblar a la nobleza entera, una que nadie pueda igualar.

El silencio cayó. Hans lo miró enojado, los puños apretados… pero poco a poco, la idea fue calando en él.

Al final, una sonrisa torcida apareció en sus labios.

—Viejo zorro… —murmuró, dejando escapar una carcajada baja—. Sabes exactamente cómo detenerme.

Ross inclinó la cabeza, satisfecho.

—Solo pienso en lo que Lady Elysia merece, mi lord.

Hans se dejó caer en su sillón, con un destello en los ojos.

—Muy bien… que sea la boda más grandiosa de todo Volt. Una que ella jamás olvide. Y cuando llegue la noche, entonces sí… —sonrió con deseo feroz—, será toda mía.

Elysia estaba hojeando un libro en la sala cuando entró una de las modistas, sonrojada y emocionada.

—Mi lady… el conde Greenville ha dado la orden oficial: no habrá límites, será la boda más grande que el Imperio Volt recuerde.

Elysia alzó la vista, incrédula.

—¿La más grande…? —repitió, con un gesto de asombro.

Su hermano Ernesto, sentado a un lado, suspiró con resignación.

—Al parecer no te pidió opinión, hermana. Solo… te informó de sus planes, como ya hizo conmigo.

Elysia se llevó una mano a los labios, entre nerviosa y divertida. Nunca imaginó algo tan colosal, y mucho menos que Hans moviera cielo y tierra de esa manera.